Alfons Cervera se echa al monte

 

 

Si bien nunca lo ha abandonado, ya que el escenario de sus novelas se sitúa en la Serranía valenciana y, más en concreto, Los Yesares…por cuyos habitantes, presentes en las entregas anteriores, ha pasado el tiempo sin borrarse el recuerdo de lo padecido (https://kaosenlared.net/la-serrania-valenciana-en-armas/). No es lo que le pasa al narrador, de la novela, Román que en el tiempo de la guerra tenía diecinueve años y hubo de huir con su familia, y que hacía ochenta años que no había vuelto al lugar, si bien nunca dejó de estar al corriente de lo que sucedía en su pueblo, ya que las cartas de Sunta le tenían puntualmente el tanto. «El boxeador», editada por Montesinos, nos lleva justo a los tiempos en que los cruzados, por Dios y por España, habían salido victoriosos e imponían su paz, la de los cementerios, los fusilamientos, las fosas comunes, las palizas en los cuartelillos, etc. siendo la única salida posible la huida, o bien al monte a resistir o al extranjero.

Alfons Cervera no se anda por las ramas y con un lenguaje cercano y sin complicaciones nos conduce por aquellos pagos en los que la represión campa por sus respetos. «Lo peor de la guerra es cuando se acaba y lo que queda es el silencio por las calles del pueblo, en las casas oscuras del invierno, la muerte que aún no se sabe pero que pronto se habrá convertido en miedo a todo y en olvido», y en Los Yesares domina el odio, ante las tropelías de los vencedores que mutilan a quien no gana la carrera como se pensaba que debía hacerlo, Fausto, queman las uñas en la sombra de un cuartelillo, con el fin de mostrar quién es el que manda a la vez que intentando dar con quienes se echaron al monte, para lo que todo el mundo que se mueva por allá resulta sospechoso de ayudar a los emboscados.

La necesidad de contar impera, contra el silencio se alza la toma de la palabra, ya que «lo que no se cuenta es como si no hubiera existido» y lo recalca una de los personajes del libro, Lola, quien en un gesto de irredenta dignidad con respecto a los suyos, dice que «la única manera de cerrar las heridas del pasado es contarlas», y Alfons Cervera muestra su postura que no es otra que plegarse al deber de la memoria, ya que «si no escribimos para que desaparezcan de nuestras vidas el olvido, el miedo y el silencio, ¿para qué demonios escribimos?», la respuesta está en su neto compromiso que salta a la vista en sus anteriores entregas del ciclo de la memoria (El color del crepúsculo, Maquis, La noche inmóvil, La sombra del cielo y Aquel invierno) y que ahora irrumpe con fuerza en El boxeador, Esteban Ventura. Tal es el nombre del púgil que entrena sin parar, con medios rudimentarios, y se presta a enseñar a los jóvenes que a él se acercan a no tener miedo y a golpear al saco como si fuese la cabeza de un fascista, no se atiene el sujeto a los cánones que mandan los dueños del miedo, y su comportamiento se sale de las filas, prietas, que rigen por orden de la autoridad. Y vemos con absoluta claridad que no todos son lo mismo, unos defendiendo la República mientras que otros uniéndose a los militares golpistas que «con la ayuda de los ricos se habían sublevado en los cuarteles de África», frontera que desdice las coplas de hermandad, la de que todos perdieron en la contienda, ya que unos perdieron todo y otros ganaron, perdiendo únicamente, lo que no es poco, la dignidad, si es que alguna vez la habían tenido. Y vemos al padre de Román en su exilio francés, uniéndose a la lucha contra los nazis, y explicando a su hijo que si salieron huyendo no fue a causa de la guerra sino de quienes la ganaron, y es que «las guerras empiezan cuando empiezan y no se acaban nunca», dejando un reguero de rencillas, venganzas, imposiciones y señalamientos por parte de los arrogantes vencedores y sus lacayos. Un pueblo destruido es lo que queda y las dificultades por parte de quien fue testigo de aquellos tiempos por situarse en el lugar, con sus edificios y actividades culturales, y otras, desaparecidas, por decisión gubernativa, y la función de quien lo vivió, del testigo de «dar cuenta de lo que ya no existe». Y…nos son presentados los habitantes del pueblo, Lola, Angelín, Agustín, Fausto, Guadalupe, Gerardo, Sebastián, Manuel, Sunta, Luciano, Jacinto, y los nombres de quienes se fueron al monte, cuadrilla a la que vemos desplazarse en medio de la topografía de aquellos lares que les servían de refugio, al monte se fueron por estar agotados de recibir palizas un día sí y otro también por parte de los civiles, alentados cuando no en compañía de curas, maestros, falangistas…todos la misma peste, caminando por el bosque como si fuese suyo con «los uniformes verdes, el tricornio que reluce al sol de media tarde, las escopetas que siempre están a punto para pegar tiros a lo que se mueva», en busca de quienes ellos denominan bandoleros, cuando los verdaderos bandoleros son ellos que no dejaban de disparar a todo lo que se movía entre las ramas, hasta el punto de dirigir la violencia contra algún cómplice suyo ya que su chivatazo no había dado el resultado apetecido. Entregándose, a través del cruce de relatos, «la historia más escondida y silenciada de Los Yesares», pueblo fantasmal en el que tras la muerte, en la cama, del caudillo se convirtió por un mágico abracadabra en una país sin franquistas, un país de demócratas de toda la vida.

Escribe en una carta que dirige al escritor que reside en el exilio, uno de los personajes, Sunta: «todo lo que leo en tus novelas es como si hubiera pasado de verdad, incluso lo que a lo mejor es algo que te has sacado de la imaginación».

Pues eso, ¡así Alfons Cervera!

Por Iñaki Urdanibia para Kaosenlared

Compartir
Ir al contenido