Pasados tres meses, las consecuencias desastrosas de la gota fría han seguido presentes en la metrópolis valenciana: las ayudas oficiales llegaban con pasmosa lentitud, los bajos de los edificios permanecían llenos de lodo, los cauces de los barrancos y ríos acumulaban basura, los campos continuaban embarrados, los escombros no habían abandonado las calles, ni tampoco los montones de coches siniestrados. Ni el alumbrado ni los ascensores funcionaban, el comercio de barrio no reaparecía, las escuelas estaban en lastimoso estado, el trasporte público era deficiente, mientras flotaba en el aire un polvo mórbido causante de congestiones pulmonares y dominaba el mal olor de las aguas residuales que las depuradoras estropeadas no podían eliminar. La responsabilidad de los burócratas al frente de la gestión de emergencias se diluía en un mar de barullo político. En ese aspecto, hoy nada ha cambiado. Con el fin de apaciguar la indignación popular y desviar la atención de otras instancias culpables, se ha puesto en marcha el linchamiento espectacular del responsable más directo, el presidente autonómico. La operación será rentable políticamente para todos los partidos, incluso el suyo, pero ineficaz como paliativo real de las secuelas de la riada.
Las peores secuelas del desastre las ha sufrido un colectivo particularmente vulnerable, el de los inmigrantes. Su condición de fuerza de trabajo irregular -y por lo tanto, invisible- les había hecho idóneos para el trabajo precario y el empleo sumergido, formas extremas de explotación que la justicia estatal ignora porque el desarrollo económico depende de ellas. A esto hay que añadir la criminalización que resulta de las campañas xenófobas y racistas promovidas en las redes “sociales” por la derecha cavernícola. En la Horta Sud metropolitana hubo 26 ahogados extranjeros, lo cual no es extraño puesto que hay más de cuarenta mil trabajadores ‘sin papeles’, y por consiguiente, sin derecho a la asistencia médica, a las ayudas económicas y a las indemnizaciones. El hecho de no existir para el Estado condenaba a los inmigrantes a la miseria extrema, algo tan repugnante que despertó una fuerte indignación popular e impulsó las primeras acciones solidarias “desde abajo” en pro de su regularización. La situación se ha podido paliar parcialmente este mismo febrero con la disposición del Gobierno de conceder permisos de residencia y trabajo a 25.000 inmigrantes durante un año.
Contras las víctimas se levantaba el muro de la inacción institucional, mientras se evidenciaba la inoperancia de los ayuntamientos y amenazaban las conclusiones iluminadas de los comités de expertos gubernamentales augurando una “vuelta a la normalidad” tan insatisfactoria como indecente. Los planes de reconstrucción que los técnicos asesores elaboraban aislados en sus distantes despachos provocaban desconfianza y recelo. ¿Qué tipo de normalidad buscaban? ¿más urbanismo salvaje? ¿más metropolitanización? Si algo tenían claro los afectados, es que nada tenía que volver a ser como antes. La parálisis de las administraciones brindaba una nueva ocasión a la sociedad civil -a las clases populares- para autoorganizarse. La reconstrucción era un asunto en el que debía pesar mucho más la voluntad popular que los intereses espurios, fuesen de índole burocrática, financiera o política. A mediados de enero pasado se creó en la barriada de Los Alfafares la Asociación de los Damnificados por la Dana/Horta Sud. Se imponía la tarea de acelerar los trámites legales para la obtención de ayudas y, en general, para asesorar y defender los derechos de todos los afectados por la barrancada, cosa que incluía una querella por lo civil contra los cargos culpables de la gestión homicida de las emergencias.
De un momento a otro, dada la irritante desidia administrativa, el vaso de la paciencia tenía que colmarse, y la iniciativa popular, ponerse manos a la obra. A finales de enero, se constituyó en el barrio de Parque Alcosa, también de Alfafar, el primer Comité Local de Emergencia y Reconstrucción. Fue un verdadero acto de desobediencia civil, pues las autoridades habían ordenado que el vecindario se mantuvieran al margen. En el local de la Koordinadora de Kolectivos del Parke se celebró una asamblea donde se puso de manifiesto que la reconstrucción era demasiado importante para quedar en manos de funcionarios y políticos. La reconstrucción había de ser una obra colectiva, “de abajo arriba”. En pocos días aparecieron una docena de comités locales de emergencia con las mismas intenciones, a los que se añadieron los comités de las cuatro pedanías inundadas de la ciudad de Valencia. No era el momento de mostrar un exceso inútil de beligerancia, por lo que invitaban a los ayuntamientos a sus reuniones y a figurar en sus grupos de trabajo, a la vez que proclamaban el deseo de coordinarse con las administraciones para así poder discutir las propuestas “de arriba” y participar en las decisiones. “No hay reconstrucción sin participación”, sería el nuevo eslogan. La gente del extrarradio cobraba protagonismo dotándose de un espacio autocontrolado para dar voz y poder de resolución a los implicados, rechazando cualquier adscripción política. De alguna forma, se quería colmar el vacío creado entre la sociedad civil y la administración, pasando por encima de la posición de los partidos políticos al respecto, fenómeno tenido por superficial y de escasa relevancia.
Cierto es que en las asambleas ha primado la eficacia inmediata y el pragmatismo, pero en los mismos comunicados se trasluce el anhelo de que la reconstrucción no acabe en una “normalización” favorable a los intereses inmobiliarios y a la Banca. Algunos delegados y delegadas han manifestado que el modelo de reconstrucción propuesto es insuficiente, ya que persigue la simple estabilización de los suburbios y no tiene en cuenta el dañado tejido social. En el deseo bien o mal formulado por los portavoces de los comités de que los municipios del área metropolitana de Valencia sean tratados como partes integrantes de la ciudad, reside la negativa de los pueblos a ser simples dormitorios hacinados de la fuerza de trabajo que necesita el capitalismo local. Un modelo alternativo a escala humana no puede estar basado en la acumulación de capitales, sino en la gestión controlada de la actividad social por la población que la realiza. Medidas urgentes son “Salvar la Huerta”, reforestar las cuencas hidrográficas, restaurar los ciclos hidrológicos, reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, o sea, renunciar al uso de combustibles fósiles. Minimizar los impactos de las danas recuperando sistemas naturales de drenaje, desurbanizar la periferia suburbial, desmotorizar la urbe, dignificar el trabajo, fomentar la autonomía de la población. No es un programa máximo, sino más bien un conjunto de sugerencias con las que orientarse en una acción colectiva realmente trasformadora.
Miguel Amorós
24 de febrero de 2025