Vox: Los que piden respeto
La demanda de respeto —el respeto que el capital, la élite política, las fuerzas que rigen nuestras vidas parece que no nos tienen— puede ser tanto abono para una revolución como gasolina para el peor de los fascismos.
l autobús iba hacia el centro en plenas fiestas. Se intuía que era un acto masoca meterse ahí, pero no hasta qué punto. Comprimida entre otros congéneres, escuché a una voz infantil decir: “Viva España”. No veía bien al pequeño patriota, con tanto pasajero entre nosotros. Tampoco le presté mucha atención hasta que la misma voz pequeña dijo: “Viva Vox”. Me volví, no fui la única. Allí estaba sentado sobre una señora, quizás la abuela. Los padres hablaban de horarios de autobuses vallecanos, y de optimizar la ruta.
Alrededor de esa escena familiar: la gente que toma el autobús, que es la gente diversa que vive en esta ciudad, aunque algunos se obstinen en abrazar pasados monocromos que no existen más que en sus vetustas fantasías de la normalidad y aclamen a Vox en la intimidad de sus salones. Claro que la cosa se vuelve menos íntima cuando el chavalín repite los vítores en el transporte público. Los padres no dicen nada, por qué habrían de avergonzarse, la suya ya es una opción lo suficientemente grande para sentirse legitimidos, y al mismo tiempo lo sificientemente pequeña para sentirse una minoría rebelde. “A nosotros no nos importa que se muera gente”, dice entonces el niño. Y parece que ahí los progenitores introducen peros y matices: aunque se escuchan con poca claridad.
La suya ya es una opción lo suficientemente grande para sentirse legitimados, y al mismo tiempo lo sificientemente pequeña para sentirse una minoría rebelde
Reveo mentalmente mítines de Vox, intervenciones en debates electorales, declaraciones a la prensa a la luz de esa sinceridad infantil. En mi pantalla interna ellos mueven la boca pero lo único que se oye, como un subtexto con la voz de un niño sin reparos es: “A nosotros no nos importa que me se muera gente, a nosotros no nos importa que se muera gente, a nosotros no nos importa que se muera gente”. Y entonces la imaginación me lleva del otro lado y ahora veo a un votante de Vox que lee estas líneas y refunfuña, ultrajado, indignado, caliente: “¡Maldita superioridad moral de las izquierdas! Claro que nos importa que muera gente, pero no solo las mujeres, también los hombres. Claro que nos importa que muera gente, pero son ellos quienes arriesgan sus vidas poniéndose en manos de mafias. Claro que nos importa la gente, pero primero los nuestros. Y no tenemos vergüenza de decirlo: viva España, viva Vox”.
Les importan todas las vidas, por eso aprovechan para decir que los hombres también mueren cuando aún está caliente el cuerpo de la última mujer a quien un hombre asesinó frente a sus hijos. Por eso dejan caer la idea de que los violadores son extranjeros en horario de máxima audiencia mientras se hunde la última barca en el Mediterráneo.
Otra imagen: Ortega Smith se baja del atril público que los votos le han dado. Es 25 de noviembre, acaba de negar, en un acto institucional, que exista la violencia de género. Y si existe, los hombres son tan víctimas como las mujeres. Tiene ese porte solemne y marcial, seguro de sí mismo, de los que llegan al mundo aceitados de privilegios. No es de los que piden respeto, es de los que lo exigen porque han nacido con la certeza de que les es debido. Una mujer no puede contenerse tras escucharle. Ha visto morir a su hermana frente a sus ojos. Se ha llevado ella misma una bala que le ha dejado en una silla de ruedas. Y no lo soporta. Todo se le mueve adentro y le grita. El que exige respeto no le mira a los ojos, la ignora. Porque el respeto es para ellos un objeto monopolizable más, que se redistribuye a su antojo.
“Fuck Vox”, escribió ágil Rosalía en sus redes sociales poco después del 10N, convocando millones de virtuales aplausos y miles de quejas. Sí, las quejas eran muchas, las rastreé un tiempo en aquel hilo, pero también en los comentarios de los artículos de El Salto intentando descifrar esos 52 escaños. Somos cientos de miles, tenéis que respetarnos, leía aquí y allá. Nuestros votos valen tanto como los de los demás. Reivindicaban. Los votantes de Vox también nos merecemos respeto.
“Fuck Vox”, escribió Rosalía. Y los votantes de Vox protestaron: Somos cientos de miles, tenéis que respetarnos, leía aquí y allá. Nuestros votos valen tanto como los de los demás.
La vida se juega fuera de Twitter. El conflicto desborda nuestra sección de comentarios. Somos conscientes y esto nos lleva a debates y choques. La gente que eligió la papeleta verde con curiosidad, esperanza u orgullo es de carne y hueso. Lleva a sus hijos al cole con los tuyos, se sientan junto a ti en los buses que van hacia el centro, hacen la cola contigo en el supermercado, o quizás estén a dos escritorios de distancia en tu oficina. Y cuando conjugan un viva a Vox —quizás más discreto y matizado que el que se le pueda escapar a un niño de 10 años en el transporte público— ¿sabremos responderles? Quizás en el modo de contrarrestar este discurso, desde un choque frontal, o desde el cómodo apaciguamento, o desde la pedagogía resiliente, esté la clave de cómo navegaremos los años de abismo por venir.
Pues no se trata de tener razón: no alcanza con mostrar nuestro desasosiego ante discursos que soñamos extintos pero que se han despertado con convicción gracias a un mix de frustración, agitación identitaria, y oportunismo mediático. Se trata de desactivar bombas identitarias, de recuperar la iniciativa política, la voz antisistema (porque este sistema como existe debe ser superado). Porque es urgente demoler las fronteras en las miradas, abordar esa anemia de la empatía que permite que a tantos les importe cada vez menos que haya gente que muere, de no dejar que eso viaje con nosotros en nuestras rutinas, desde las periferias al centro, desde el centro a las periferias.
Para detener este trayecto hacia el abismo enunciado en la voz de un niño de 10 años, quizás podamos tomar las armas del discurso con el fin de dejar solos a quienes exigen respeto desde la cuna y se han sentido avalados como antisistemas, quienes han sabido pulsar la necesidad de respeto de unas masas de gente a la que no van a respetar ni un segundo. Aprender a revolvernos por dentro y no poder callar. Y no respetar ni en broma ideas que se ríen de la muerte de unas y siembran la muerte de otros. Pero también entender que esa demanda de respeto —el respeto que el capital, la élite política, las fuerzas que rigen nuestras vidas parece que no nos tienen— puede ser tanto abono para una revolución como gasolina para el peor de los fascismos.