Un relato estrictamente antropológico
Mi edad, 66 años.
Primera advertencia: mientras biológica, antropológica, filosófica y coloquialmente siga valiendo la distinción (que tanto empeño se pone en querer destruir, hasta dar la impresión de que todo habrá de terminar en androginia), soy del género masculino. Un dato irrelevante pero significativo: soy más bien bien parecido que lo contrario.
Segunda advertencia: habiendo tenido relaciones sensuales con personas del otro sexo en diferentes ocasiones —entendidas esas relaciones por caricias—, no recuerdo haberme masturbado nunca, al menos ni en la infancia, ni en la pubertad, ni en la adolescencia, ni en la juventud. La primera relación propiamente sexual, es decir, el primer coito, lo tuve a los 21 años. Mi padre me llevó a un prostíbulo de cierto “prestigio” profiláctico y me esperó en la calle a que consumase la experiencia —más bien experimento— que, como es fácil suponer resultó un desastre. Pues, al no haber tenido apenas erección y —me parece recordar— tampoco eyaculación, resultó íntegramente incompleto…
Sin embargo, nobleza obliga a cualquier edad y con mayor motivo en una relación paternofilial. Por eso yo agradecí vivamente a mi padre su intención y avanzado sentido de las cosas, en tiempos en que todo eso en este país era tabú yno conocía a quien no hiciese «aguas» en tal sentido.
Cuando terminé aquella, en tales circunstancias y para mí absurda ósmosis de flujos, mi padre —que, como digo, me esperaba abajo— me dio una crema desinfectante que me apliqué en el interior del coche.
Comencé unas relaciones de las llamadas hoy prematrimoniales, a los 22 años. Ya desde la primera fue absolutamente gratificante, como así han sido todas las demás a lo largo de mi vida. Me casé —por supuesto por la iglesia, pues no había entonces otro remedio a menos que se estuviese dispuesto a pasar por un calvario enrevesado— con mi pareja, a los 24. Llevo por tanto 42 años casado.
Hemos tenido crisis amorosas en distintas ocasiones de nuestra vida, y a punto de romper el matrimonio otras. Aunque los matrimonios duraderos aparenten otra cosa, no suelen ser precisamente un camino de rosas. Además, en mi —nuestro— caso tenemos cuatro hijos. Y los hijos, en las relaciones interpersonales de pareja pretendidamente estable unas veces son un estímulo, otras una excusa y otras un agravante. Aunque en mi caso no fuese ninguna de estas tres cosas, sí pudo haber en ello un plus de dramatismo en las tres direcciones… Pero llega un día en que, de pronto, apenas sin darte cuenta, adviertes que tu compañera se ha convertido en un miembro físico, en un órgano real de tu cuerpo y en elongación de tu propia alma.
Todo en la relación afectiva y biológica, según mi —nuestro— punto de vista estriba en la suerte; en la dosis de generosidad y de sentido moral de la justicia conmutativa, es decir la exigida mutuamente entre quienes conviven; en la importancia que, en tiempos orgiásticos como los actuales, se dé a la pasión y a la mayor o menor ingenuidad en la búsqueda de “la felicidad”. Pero, a mi juicio, sobre todo depende de lo que podríamos llamar nietzscheanamente “voluntad de quererse”.
Tengo nietos de 18 años, y no me extrañaría ser pronto bisabuelo. Eso es todo.
Para quienes suelen leer mis reflexiones, mis análisis, mis bodrios, mis ladrillos… quizá esta historieta tan lejana de la rabiosa actualidad pueda encerrar algún interés. Así lo espero. Pero al menos, como las confesiones públicas tienen efectos redentores y catárticos, se me ha ocurrido que en ningún otro lugar mejor que aquí para sacar ésta a relucir…