Un diplomático al borde de un ataque de nervios
De todos los ministros de exteriores posibles en España, se me ocurren otros candidatos que no monsieur Josep Borrell. Considerado siempre, ad intra, como una ponderada mezcla de político e intelectual sensato, y llevándose todas las alabanzas de militantes de base y grandes varones del partido socialista español, a poco que uno rasque en el ecosistema mental de Josep Borrell se encontrará de bruces con el clásico retrato del político que antepone el orden a cualquier conato de conflicto o movimiento que sea desestabilizador para el estado de derecho realmente existente.
Si tal estado de derecho pudiese, de hecho, presumir de algo en lo que se refiere a indicadores de desarrollo económico y condiciones dignas de trabajo; si tal estado pudiese, de hecho, presumir de generosidad y confianza a la hora de ceder protagonismo real a sus periferias a la hora de asumir un mayor grado de gestión política y administrativa; si tal estado pudiese, en verdad, caracterizarse por escuchar a los movimientos ecologista, pacifista y feminista a la hora de ejecutar con mesura su política medioambiental, exterior y de igualdad, en lugar de insistir en hacer de correa de transimisión de los intereses puramente contables de los consejos de administración del IBEX 35, podríamos, en verdad, sentirnos felices, contentos, orgullosos y en paz con tal estado.
Lamentablemente, esa situación no se ha dado. Y no se ha dado, porque no se quiere. Porque el estado español realmente existente es estructural e intrínsecamente conservador, en el mal sentido de la palabra, y además, violento y reaccionario. Por ello, no deben extrañarnos los exabruptos y la ignorante sofistería de Josep Borrell : aparece y comunica, precisamente, en donde talles exabruptos y sofisterías se necesitan; a saber : en el poder.
Aquellas famosas declaraciones en las que justificaba la reventa de armas a Arabia Saudí apoyándose en el argumento de que, al ser de precisión, no podrían tener efectos colaterales en la población civil, podrían, como mínimo, provocar algo de escepticismo en Josep Borrell, habida cuenta – y él lo sabe y tiene conocimiento de ello – de que casi todas las víctimas civiles en cualquier conflicto suelen ser exterminadas precisamente por las mismas. Sabemos que Josep Borrell ha tenido siempre cierta simpatía por los estados del bienestar nórdicos, pero esta filia no justifica nada su creciente hábito de hacerse el sueco cuando la circunstancia lo requiere.
No queda aquí, ni mucho menos, el rosario de exabruptos y estupideces de nuestro ministro; sus recientes declaraciones, en las que llegaba a echar de menos la existencia del dictador para aplacar los deseos de los independentistas catalanes, aunque pueda ser cínico interpretarlas literalmente, no dejan der ser infantilmente desafortunadas : «Si Franco estuviera vivo, los golpistas catalanes no se pasearían como si fueran estrellas de Rock». En primer lugar, predica a los independentistas catalanes de golpistas; mal principio para empezar a gestionar algo semejante a una apelación al diálogo para rebajar la temperatura del conflicto. Y en segundo lugar, lo haya significado directa o indirectamente, el sentido de la frase es que es preferible el orden franquista a la existencia del independentismo catalán. Mal principio, de nuevo, y eso que monsieur Josep Borrell tiene conocimiento de la importancia de las palabras y del tono en los espacios institucionales de la política internacional. O eso creo.
Para continuar con el rosario, en un reciente viaje a Suiza, mi matria natal, y preguntado por la posibilidad de un referendum vinculante en Catalunya, para evitar el engangrenamiento del conflicto, no tuvo mejor salida que bromear socarronamente con el hábito de la confederación helvética de practicar referéndums : «Entiendo que hablar de referéndum en Suiza es como si en España habláramos de la tortilla. Es lo habitual aquí. Ustedes votan al tiempo que van a comprar el pan».
Después de tamaña lección integrada de gastronomía y antropología jurídica comparada, en la que llegué a hechar de menos que algún Suizo respondiese «Entiendo que hablar de referéndum en España es como si en Suiza habláramos de los berberechos. No es lo habitual aquí, ustedes sólo votan de cuatro años en cuatro años, y el resto del tiempo se van de compras», nuestro ministrísimo volvió de nuevo en avión al Reino de España, seguramente, satisfecho con su performance.
Pero el rosario de estupideces aún tiene un desenlace abierto – puesto que la estupidez siempre persiste y nunca descansa – : recientemente, en un programa de la televisión Alemana, Conflict Zone, tuvo que lidiar con un entrevistador ante el que – recordando éste el confinamiento en solitario de 15 horas de Carme Forcadell sin previa condena y sólo en calidad de acusada – no supo reaccionar de otra manera que ordenándole parar. Lo que a Borrel desestabilizó, lo que realmente rompió su talante diplomático, es evidente : no supo interpretar o no quiso interpretar la diferencia existente entre ser acusado y ser condenado, y las consecuencias prácticas que, a efectos de la acción penal y penitenciaria, se derivan de ello.
Retomada la entrevista después del primer desencuentro, en el que llegó a designar amenazadoramente al entrevistador con su dedo índice extendido, dándole el rol de policía y hasta de investigador – You are interrogating me not interviewing me. You are not a police! -, al mismo tiempo que le da indicaciones de cómo seguir con la entrevista – !Ask the right questions and let me talk! (https://www.youtube.com/watch?v=67gMk1nGJk8fbclid=IwAR3bLcvsD1_sL2P7fwV90xkaSacNSbRK2-DVT-fz1UaJLQb4gM0D2O506hU)-, nuestro muy diplomático ministro no puede digerir los datos del CIS que le presenta de nuevo nuestro desconcertado policía-detective, en el que el 70% de los españoles afirman querer reformas constitucionales, y vuelve apelar a un evasivo STOP no sin antes predicarlo como un mentiroso.
La guinda del pastel, he de reconocerlo, no me sorprende en absoluto, advertido como estoy ya hace tiempo del modo de juzgar y valorar de cualquier político criado en los estereotipos de las epistemologías coloniales eurocéntricas, tanto cuando pretenden formularse desde la singularidad del pasado colonial de cada uno de los estados-nación que integran a día de hoy la Europa-fortaleza como cuando pretenden formularse desde un paneuropeísmo igualmente excluyente y violento, por mucho que pretenda construir su universalidad sin afrontar la necesidad de decolonizar el imaginario de las historias nacionales que lo componen.
Fue en la Complutense, en una charla magistral que avergonzaría a cualquier alumno universitario de tercer año de ciencias sociales, y en la que, entre otras cosas, sugirió que el mayor nivel de integración política – sic – conseguido por los Estados unidos se debe al hecho de que todos tengan el mismo idioma – desconoce nuestro ministrísimo que el castellano es lengua oficial en algunos estados, así como su diversísima antropología cultural cotidiana, así como la profundísima estructura de desigualdad de su sociedad civil? – y de que tienen poca historia detrás – desconoce nuestro ministrísimo que los padres fundadores de Norteamérica tienen vínculos históricos y culturales con naciones no norteamericanas? -; fue allí, precisamente, en la Complutense, donde Josep Borrell se salió de nuevo del tiesto, afirmando que los padres fundadores de norteamerica «nacieron a la independencia casi sin historia : lo único que hicieron fue matar a cuatro indios; pero, a parte de eso, fue muy fácil».
Brillante y conmovedor, monsieur Borrell.
Y es que, ahora, dice Don Josep «todos los americanos se sienten americanos y ponen la bandera en su jardín, y pobre de ti si la usas como pañuelo para quitarte los mocos (…). Porqué?. Porque hay un soporte identitario que soporta la idea de LA nación».
A partir de ahí, Borrel sí desarrolla con cierta sensatez, pero sin matices, ni datos, ni conocimiento historiográfico serio, la pertinencia de construir un sentimiento que logre cementar la idea de la nación española sobre una federación política estrictamente legalista, basada en la noción de ciudadanía importada de la revolución francesa, y sin ribetes religiosos, etnográficos o culturales; el clásico imaginario del citoyen en abstracto : aculturado, des-sexualizado, des-racializado, deslenguado, ahistorizado.. etc. Vamos, el citoyen que es razón pura y no condicionado en absoluto por sus condiciones económicas, sexuales, raciales o lingústicas.
Es evidente que cuando se quiere imponer el orden político a una comunidad humana, el mejor punto de partida es tratar de integrar sus alteridades, sus diferencias, de un modo comparativo, y hecho este esfuerzo, la tarea de construir eso que Borrell llama un sentimiento común, que no es otra cosa que la comunidad política, el estado, la legislación que debiera emanar de éste tiene que respetar tanto el hecho de que esas comunidades humanas demanden progresivamente un mayor grado de soberanía política como el hecho de que en sus medios de comunicación públicos y escuelas exista una presencia preponderante y normalizada de su propia lengua y cultura.
No es esta, ni mucha menos, y el señor Borrell lo sabe, la pauta política de conducta que han venido desarrollando las élites políticas del estado español desde la transición Española. No es esta la dirección ni este el modelo de convivencia, y el señor Borrell lo sabe, que se pensó en el mismo proceso de la transición Española, y que ya no puede pensarse historiográficamente sin la participación e influencia del imperio norteamericano.
Así pues, teniendo esto en cuenta, y por mucho que a Josep Borrell le haga rechinar los dientes, quizás no sea mala idea llevarlo ante el movimiento indígena estadounidense y ofrecerle escuchar su versión sobre lo que supuso la fundación del estado norteamericano. Si rectificar es de sabios, y si Borrell quiere sentirse a gusto con ese predicado, aún tiene la oportunidad de entender porqué hay quien lo considera un sujeto supremacista, negacionista y patético, como tiene la oportunidad de entender que la razón eurocéntrica y afrancesada a la que apela para re-construir España tiene muchas sinrazones que su razón aún no comprende.
No es por hacer de abogado del diablo, pero monsieur Puigdemont sí tuvo la sensibilidad para no olvidar la mucha sangre que la razón produce en el despliegue de su desarrollo histórico : «We express our solidarity and respect to the all native american peoples. @AIndianMovement, you are right: the spanish minister has expressed himself like a racist, supremacist and denialist. The EU should not have a minister like that».
Y yo, que no soy independentista, porque no me ha hecho falta aún, no puedo sino empatizar con estas palabras.
Lástima que Almodovar no estuviese presente para filmar al decadente diplomático al borde de un ataque de nervios.