
Un cabreo más grande que la batalla de ‘Apocalypse Now’
Por Alfons Cervera
Y le ordené hacer el perro
Bob Dylan
La sociedad ha crecido a lo largo y ancho de un espectro ideológico que va más allá de aquella primera democracia recién salida de la dictadura franquista. Hasta ese franquismo que siempre anduvo caracoleando por las entrañas del PP se ha liberado para tomar abiertamente el aspecto (in)humano de Vox y casi siempre el de un Ciudadanos cada vez más volcado en sus propuestas propias de la extrema derecha. Por eso me resulta difícil entender que la política en España vuelva a ser cosa de dos partidos, o sea, del PP y del PSOE. Si eso fuera así después del 10 de noviembre, les juro que si tuviera bigote me lo afeitaría como promesa, igual que hizo –como recordarán los viejos del lugar– aquel meteorólogo de la tele que se equivocó en una de sus previsiones con el meteosat de aquellos tiempos.
Lo único que puede alterar mis nada sesudas previsiones es que la gente de izquierdas no vaya a votar el 10 de noviembre. El hartazgo, ese cansancio tan justificado que hemos acumulado socialmente en estos meses, puede haber hecho mella en nuestro ánimo y hacer que ese día -como apuntaba aquí el profesor Ignacio Sánchez Cuenca, seguramente con más razón que un santo– nos quedemos en casa a ver cómo la vida transcurre impunemente en la pantalla del televisor. O disfrutando de la familia, que tampoco está mal. O echando cuentas con la nueva hipoteca (si es así, no se olviden de leer la letra pequeña). O clavando alfileres en el cuerpo del líder -pongan ustedes aquí el nombre que más les disguste- que impidió la llegada feliz al pacto de gobierno progresista.
Claro que no tengo la bola de la bruja, ni este artículo es un juego de adivinanzas. Pero así, a pelo, sin más elementos de análisis que los que leo cada día más los que yo puedo añadir por mi cuenta, sé que las derechas –con España Suma o sin ella- irán a votar. Eso está fuera de toda duda. Seguro que Ciudadanos bajará en votos porque las veletas se quedan quietas cuando hasta el viento se niega a soplar porque –de tanto mareo– no sabe hacia dónde hacerlo. Y que Vox vaciará buena parte de su voto fascista de nuevo en las alforjas del PP, su marca original. Pero esta vez el miedo al “lobo de la extrema derecha” ya no cuela. No me ha gustado nunca votar empujado por el miedo. La democracia basada en el miedo es una democracia floja, demasiado titubeante, débil como las tripas de un pez al que las olas dejaron varado en una playa. Lo decía al principio: la democracia no se mide sólo por el número de veces que votamos. Pero, aun estando en desacuerdo con lo que nos ha llevado hasta aquí, no tengo dudas, o si las tengo intentaré disiparlas en los días que quedan hasta el 10 de noviembre.
Sé que el cabreo entre mucha gente progresista y de izquierdas es más grande que la batalla con aviones, bombas y la inmensa The end, de los Doors, en Apocalypse Now. Sé que unos se echan la culpa a los otros: ése, al cabo, va a ser el estribillo más repetido en la campaña electoral. Pero también sé que ponernos a repartir culpas es convertirnos en estatuas de sal porque entrar en ese juego puede llegar a ser paralizante. Sé que casi con toda seguridad –ya lo dije antes– los asientos en el Congreso no se distribuirán de una manera muy diferente –ideológicamente– a la de ahora, aunque el PSOE y el PP (soñando con el viejo bipartidismo) estén convencidos de que sí. Ya sé que todo lo que llevo escrito puede ser entendido como una invitación torpemente forzada a votar ese domingo de noviembre. Tal vez lo sea. Pero siempre dejando claro que el derecho a no votar es el mismo que el contrario: quedarse en casa o coger un lápiz y pintarle, en la papeleta de tu partido preferido, unos ridículos bigotes al líder que te ha traicionado.
Lo que no debemos olvidar, sean cuales sean nuestras decisiones en ese trance, es que la exigencia a quienes elegimos para que nos representen (o habrían de representarnos) en las instituciones ha de ser constante, ha de ir más allá de un domingo electoral, ha de seguir siendo fuerte para construir –dentro y fuera de esas instituciones– una democracia cada día más fuerte, menos concentrada en unos cuantos poderes económicos y mediáticos que ofician sólo al dictado de sus intereses: una democracia, en fin, más libre, más justa y más definitivamente igualitaria. Porque mientras esa democracia se ajusta sólo a los dictámenes de una campaña electoral, qué pasa con los desahucios, con los contratos basura, con los malditos privilegios de los bancos, con la ley que nos cierra la boca cuando lo que decimos no les conviene a quienes mandan en todas partes, con ese medio ambiente que se va río abajo porque no hay dios que se ocupe de ese bienestar que tiene su centro más imprescindible en la naturaleza, con ese crimen constante que mata mujeres, niños y niñas sin que de una vez sean tachados esos crímenes de infecto y claro terrorismo. Y así esa larga lista de cuentas pendientes que vemos cómo se oscurecen en las trifulcas de una campaña electoral que no se acaba nunca. A ver si ha llegado la hora, como canta Bob Dylan, de que si nos dicen insistentemente que hagamos el perro nos pongamos con la frente bien alta a hacer el gato. Ahí la democracia, la libertad, la honra de las urnas abiertas a la calle después de los domingos electorales.
PD. Por cierto, se me había olvidado: el presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, dice que es mejor que haya nuevas elecciones. Y digo yo que así será para él y sus colegas empresarios, al menos hasta que consigan el gobierno que a ellos les gustaría. Dejo aquí la casilla abierta para que ustedes pongan las siglas pertinentes. ¡Señor, qué cruz!
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Alfons Cervera es escritor. Su último libro publicado es ‘La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona’ (Piel de Zapa, 2018)