Sus símbolos y los nuestros
Uno de esos momentos se dio el pasado 7 de junio cuando una estatua cubierta con tinta rodaba por las calles de una ciudad inglesa, empujada por miles de manifestantes hasta ser arrojada a las aguas del río Avon.
La violentada efigie no era otra que la de Edward Colston, “hijo ilustre de Bristol”. Colston [1636-1721] amasó una enorme fortuna traficando seres humanos secuestrados de África para luego ser esclavizados en el Caribe y otras partes de América.
Se estima que más de 84.000 cautivos fueron traficados en sus barcos. Las horrendas condiciones de la travesía costaron la vida de entre 10% y 20% de “la carga”[1]. El exitoso empresario llegó a ser subdirector de la Real Compañía Africana (RAC, por sus siglas en inglés), que en ese tiempo monopolizaba el comercio de esclavos. El director era nada menos que el hermano del rey Carlos II, luego rey Jacobo II. El poder que acumuló por medio de sus negocios hizo que llegara a ser miembro del Parlamento británico en el siglo XVII. De ahí que sus laureles como empresario hayan sido asociados a la “prosperidad” de Bristol, construida sobre carne y sangre africanas. La burguesía local, demostrando una profunda conciencia de clase y un compromiso (no menos profundo) con los suyos, no podía dejar de eternizarlo, dándole su nombre a calles, edificios, escuelas, además de otros monumentos esparcidos por la ciudad.
Hacía mucho tiempo que activistas sociales avivaban una campaña para retirar de la vista pública el monumento hecho a este genocida. Pues bien, la historia otorga revanchas. Para espanto de las autoridades inglesas –que vieron la escena como una atrocidad, un “acto criminal”, un condenable hecho “vandálico”–, aquellos que protestaban en Bristol obtuvieron una victoria que sin duda elevó la moral de millones de luchadores y luchadoras en todo el planeta.
El símbolo de las protestas de Bristol era la imagen de George Floyd estampada en carteles de todo tipo. El símbolo del racismo y el colonialismo en la ciudad es Colston. Resultado del embate: la efigie del esclavista está en el fondo del río… una pequeña gran victoria.
De hecho, las protestas contra estatuas de personajes racistas, colonialistas, genocidas, tiranos de todo tipo, recorrieron media Europa. En Londres, entre otras, derribaron la estatua del esclavista escocés Robert Milligan. Ni el mismísimo Churchill se salvó del arrebato de furia popular: en el pedestal de su estatua en la capital británica los manifestantes escribieron, con razón, “era un racista”.
Esto encendió la alarma. El gobierno protegió el monumento con una caja metálica y dispuso una custodia policial permanente. El sábado 14 de junio, una manifestación de extrema derecha se congregó para, junto con la policía londinense, “defender” la memoria del “héroe” inglés.
En Bélgica, las decenas de estatuas de Leopoldo II, que reinó entre 1865 y 1909, ahora están en la mira de miles de manifestantes. En la base de su monumento ecuestre en Bruselas, puede leerse un grafiti: “este hombre mató a quince millones de personas”. En Amberes, su estatua fue incendiada. Esto es muy simple de comprender. En el contexto del reparto colonial de África, la actual República Democrática del Congo tuvo la particularidad de haber sido una propiedad personal del monarca belga. Primero, se enriqueció explotando el marfil de la región. Pero hacia 1890, la alta demanda por caucho elevó la explotación colonial a niveles de barbarie. Dotado de un ejército particular, obligaba a los congoleños a cumplir con cuotas de caucho cada vez más elevadas. La crueldad del sometimiento generó éxodos y rebeliones, aunque fueron ahogados en sangre. Aquellos que no cumplían con las metas dictadas por Leopoldo II y sus socios podían ser asesinados o, entre otras atrocidades, tener sus manos amputadas. Adam Hochschild, historiador estadounidense, estima que la mitad de la población desapareció entre 1880 y 1920.
Tanto en el Reino Unido como en Bélgica, algunas autoridades removieron algunas estatuas de los espacios públicos para exhibirlas en museos. Una medida que evidentemente fue tomada para evitar que se repitan escenas como las de Bristol.
En el otro lado del Atlántico, el asesinato de George Floyd no solo detonó masivas protestas sino que echó más leña al debate sobre la memoria histórica en Estados Unidos. En las últimas dos semanas las estatuas de líderes o generales confederados y las de Cristóbal Colón fueron atacadas en medio de protestas, en ciudades como Nueva York, Boston o Richmond, precisamente la antigua capital del antiguo Sur esclavista. La estatua del expresidente confederado, Jefferson Davies, concentró la bronca del movimiento antirracista que sacude a los EEUU. En consecuencia, el gobernador de Richmond se apresuró para decidir el retiro del monumento que conmemora al general confederado Robert E. Lee. Pero un juez aplazó la medida apelando a una jurisprudencia que lo considera “perpetuamente sagrado”. Lo cierto es que decenas de monumentos que rinden homenaje a políticos y militares del bando perdedor de la Guerra de Secesión estadounidense [1861-1865], mecas de la idea de la supremacía blanca y de la causa esclavista sureña, están en el centro del debate.
La fuerza del movimiento hizo que Donald Trump expresara, a través de un tweet, “ni siquiera considerará” cambiar el nombre de lugares o retirar estatuas. Sin embargo, el Comité de las Fuerzas Armadas del Senado, liderado por los republicanos, instó al Pentágono a cambiar el nombre de las bases militares que lleven nombres de líderes confederados. Este elemento de la crisis política en las altas esferas del gobierno de EEUU se hizo más nítido cuando la Marina estadounidense anunció en otro tweet la orden de “prohibir el uso de la bandera confederada en todos los espacios públicos y áreas de trabajo de las instalaciones de la Marina, así como en barcos, aviones y submarinos”.
Latinoamérica no está ajena al impacto de la rebelión que tiene lugar en EEUU y otras partes del mundo. La polémica acerca de los monumentos que homenajean dictadores y genocidas también está planteada. Por citar un ejemplo, en São Paulo existen autopistas con nombres de generales de la última dictadura militar. Sin contar los incontables monumentos o nombres de calles que exaltan las “glorias” de los comandantes del genocidio cometido en contra del pueblo paraguayo durante la Guerra de la Triple Alianza [1864-1870], como el Duque de Caxias, patrón del Ejército brasileño. Pero son las estatuas de los controvertidos “bandeirantes” las que han despertado un debate especialmente acalorado. No es para menos. Los bandeirantes fueron la vanguardia armada de la penetración colonial en el interior del actual Brasil durante los siglos XVI y XVII. Como explica Rodrigo Ricupero, las conquistas territoriales atribuidas a los ahora considerados “héroes nacionales” son inseparables de la captura y esclavización de decenas de miles de indígenas, de la destrucción de los “quilombos” (zonas liberadas de esclavos fugitivos que resistían al colonizador y esclavizador europeo): “ellos eran simplemente la cara más visible de la violencia fundamental que marcaba aquella sociedad […] fueron piezas fundamentales para la formación y reproducción de la sociedad esclavista […]”. Los bandeirantes, sostiene Ricupero, fueron el otro lado de la moneda de los señores de ingenios azucareros, de los dueños de minas, de los grandes comerciantes, y del Estado portugués en el Brasil colonizado[2].
¿Borrar la historia?
Boris Johnson, primer ministro británico, defendió la permanencia de los monumentos de figuras racistas y colonialistas con el argumento de que “debemos atacar la sustancia del problema, no los símbolos”[3].
Muchos historiadores académicos y periodistas de medios burgueses se posicionaron en el mismo sentido: hay que mantener las estatuas porque, según ellos, no se puede “borrar la historia”. La historia es la historia, con sus aristas “buenas” y “malas”, dicen. Si acaso, se podría profundizar el debate sobre el papel histórico de tal o cual individuo o período, pero jamás “violentar” los símbolos del pasado.
Así, bajo el manto de la defensa del “patrimonio histórico” o urbanístico, o de una apelación a “estudiar” y “contextualizar” la historia, esconden un rechazo –ora abierto, ora velado– y un miedo (justificado) por el contenido explosivo de la enorme caja de Pandora que abrió el asesinato de Floyd. El problema para estos políticos y académicos es que este debate se está dando… en las calles.
Planteado lo anterior, algunas reflexiones.
- No se trata de “borrar” o negar la historia sino de qué relato historiográfico se reivindica. Esto dependerá de la perspectiva de clase que se tenga. Los monumentos son reivindicaciones de algo o de alguien. La decisión de qué o quiénes merecen ser eternizados fue siempre eminentemente política. En términos concretos, la definición de quién pasa a la posteridad o queda relegado al anonimato siempre fue potestad de las clases dominantes de cualquier sociedad.
- Por consiguiente, la acción de repudiar o derribar tal o cual monumento –que reivindica aquello que las clases dominantes quieren que sea reivindicado– es también una acción política, pero en sentido opuesto. Es un rechazo a un tipo de pensamiento y acción pasados o presentes. Por lo tanto, si sabemos que las estatuas y monumentos son símbolos, lo que conviene cuestionar es: ¿símbolos de qué? Porque no existe “patrimonio histórico” abstracto. Eso está siempre dictado por los vaivenes de la lucha entre las clases. Si aceptamos que en la sociedad de clases no existe interpretación histórica neutral –como pretenden los positivistas y sus variantes posmodernas–, las masas explotadas y oprimidas –que hacen su propia historia– tienen todo el derecho de rechazar tal o cual monumento o simbología que sus explotadores les impusieron. En este caso, los ataques a los monumentos de figuras históricas racistas, colonialistas y, por ende, genocidas, está completamente justificado.
- Si la lucha de clases se expresa, entre muchas otras formas, en una lucha ideológica, no existen motivos para abdicar de la disputa por la simbología y la memoria histórica. La lucha simbólica cumple un papel importante en la lucha general. Si no, que lo diga el imperialismo, que utilizó al máximo las escenas de multitudes derribando algunas estatuas que simbolizaban las décadas de tiranía estalinista, durante los conocidos procesos del Este europeo entre 1989-1991. Al contrario de lo que sostiene la propaganda imperialista, las masas no expresaron su furia contra “el socialismo” sino contra el estalinismo, un régimen que representaba la negación del marxismo. Un régimen tan opuesto a los postulados de la Revolución Rusa de octubre de 1917, que llegó a encabezar la restauración del capitalismo en los antiguos Estados Obreros. Por lo tanto, esos monumentos eran considerados por las masas de la extinta URSS como símbolos de opresión de la conocida “cárcel de los pueblos”. Pero, en la lucha simbólica, el imperialismo utilizó esas escenas como “pruebas” de que habíamos llegado al “fin de la historia” y de que el capitalismo se había mostrado “superior”. Más de 30 años después de esos eventos, puede decirse que ocurre lo opuesto. No solo el capitalismo no demostró su “superioridad” –es incapaz de lidiar con una pandemia– sino que es posible que esté atravesando su peor crisis desde la década de 1930. Las masas explotadas de todos los continentes, hartas de penurias y discriminación, ahora orientan de diversas maneras su bronca contra los males del capitalismo. Una de ellas, es destruir la imagen de sus héroes.
- ¿Derribar las estatuas de exponentes racistas, genocidas, tiranos, es la solución “de fondo” contra el racismo y el colonialismo? Evidentemente, no. Pero son expresiones legítimas de rechazo y hastío contra un sistema que nos explota y oprime hace siglos. Incluso, en un sentido, expresan un avance en la conciencia. Si el ataque a las comisarías y a los patrulleros de la policía en los EEUU demostraban una primera ola de furia contra las instituciones que asesinaron a George Floyd y a muchos otros mártires de la clase trabajadora negra, el repudio a las estatuas de traficantes de esclavos y representantes del colonialismo sugiere que sectores de la clase identifican que la violencia racial posee raíces más profundas.
- Lo anterior significa que el cuestionamiento a esos símbolos es inseparable del justo movimiento antirracista, antifascista y, en cierta medida, anticapitalista, que sacude a los EEUU e impacta en muchos otros países.
- Hay que estudiar la historia con el afán de comprender la “sustancia” de las cosas, por supuesto. Pero existen personajes cuya reivindicación es inaceptable. Si en Alemania a nadie se le ocurría erigir un monumento a Hitler, “adornar” una plaza con una esvástica, o es inconcebible un colegio llamado Himmler, ¿por qué la clase trabajadora británica debe aceptar tener que ver todos los días la estatua de un secuestrador y mercader de personas como fue Colston? ¿Por qué los belgas con alguna noción democrática –principalmente la comunidad africana– está obligada a aceptar los monumentos de Leopoldo II, un tirano que exterminó entre 10 y 15 millones de congoleños? ¿Por qué los afroestadounidenses deben tolerar las estatuas de generales sureños y las banderas confederadas, el sector de propietarios que arrastró a la nación a una guerra civil para defender la esclavitud negra? ¿Por qué los brasileños negros o indígenas deben acostumbrarse a las estatuas que celebran las “hazañas” de los “temerarios” bandeirantes? ¿Acaso están equivocados los manifestantes que, hace unas dos semanas, fueron hasta la Universidad de Oxford para exigir que se retire la estatua de Cecil Rhodes, un colonizador racista hasta la médula que creó un imperio de extracción de diamantes en Sudáfrica y, con razón, es considerado uno de los padres de apartheid? Rhodes fue el fundador de la compañía De Beers, que en la actualidad controla 60% del mercado de diamantes en bruto del mundo, pero que en otro tiempo llegó a comercializar 90%. En 1895 llegó a decir que “anexaría planetas si pudiese. Me entristece verlos tan claramente y, al mismo tiempo, tan distantes”.
Si bien la lucha contra el racismo, el colonialismo y todas las atrocidades históricas y presentes cometidas por el capitalismo no puede limitarse –ni se limita– a derribar estatuas, no es menos cierto que, en una sociedad nueva, socialista con democracia obrera, no deberá quedar en pie ningún homenaje a ningún genocida.
En este sentido, debemos entender el fenómeno del cuestionamiento popular –violento o no– a los símbolos de los crímenes (y los criminales) inmortalizados por las clases poseedoras como una expresión más de un proceso progresivo, que además es mucho más amplio y profundo, que está en pleno desarrollo dentro y fuera de los EEUU.
Las impactantes escenas de Edward Colston siendo “estrangulado” y después empujado hasta caer en el río deben servir de aliento para ir más allá de lo simbólico, para seguir en las calles hasta derrotar a los gobiernos burgueses, a los genocidas del siglo XXI, en el sentido de un programa socialista revolucionario.
Notas:
[1] El cruce del Atlántico podía durar entre seis y ocho semanas. Los esclavos, hacinados en medio de sus propios excrementos, morían por asesinatos, torturas, enfermedades o suicidio.
[2] Consultar: <https://www.pstu.org.br/meus-herois-nao-viraram-estatua/>.
[3] Consultar: <https://www.publico.pt/2020/06/15/mundo/noticia/reino-unido-cria-comissao-desigualdades-raciais-devemos-atacar-substancia-problema-nao-simbolos-1920561>.