Sobre la propuesta de una Constitución para la Tierra

 

El invierno europeo de 2022 amenaza con ser un período de frío, miseria y desigualdad para las clases populares. Un inflación desbocada, precios de la energía que han subido aceleradamente impactando sobre los presupuestos de los hogares y las pequeñas empresas, cuellos de botella en la producción de alimentos por la sequía y el encarecimiento de los fertilizantes y del trigo y el maíz, tensiones crecientes en las empresas ante la aplicación desigual de la reforma laboral, subida acelerada de los tipos de interés que impactará sobre las cuotas de las hipotecas y sobre la financiación de la actividad productiva, desazón manifiesta de los trabajadores ante la pasividad cómplice los grandes sindicatos, desarticulación social y degradación de los servicios públicos, pesimismo rampante y difusión acelerada de las narrativas catastrofistas y la anomia vital.

Además, en este complejo escenario hemos visto como el proyecto de Transición Ecológica, del que la Unión Europea decía ser la principal abanderada, naufraga ante la urgencia bélica y el colapso energético en ciernes. Nos encontramos con la sustitución del gas ruso por Gas Natural Licuado proveniente del fracking en Estados Unidos y otros países, la reapertura generalizada de las plantas de carbón y una presión creciente para alargar la vida útil de las nucleares. La expansión de las energías renovables corre pareja a la multiplicación de las reaperturas de las plantas más contaminantes.

La contradicción entre la economía capitalista y el medio natural está llegando a un punto de no retorno, una bifurcación histórica de consecuencias incalculables. Y la gobernanza occidental se muestra incapaz de pilotar un proceso racional de adaptación al nuevo escenario ecológico. Cuando más necesaria es la articulación de una política global coordinada para hacer frente al desastre medioambiental, la estructura organizativa de las clases dirigentes mundiales estalla en un conflicto abierto entre Occidente y los países emergentes. La guerra con Rusia impide la Transición Ecológica europea y la República Popular China suspende toda colaboración sobre la crisis climática con los Estados Unidos, tras las maniobras de provocación de la dirigencia norteamericana en Taiwán.

Los países emergentes más díscolos acusan a Occidente de propugnar un “fundamentalismo verde” asimétrico que trata de imponer un decrecimiento injusto a quienes menos han contaminado históricamente, aunque en los últimos tiempos hayan multiplicado su actividad económica. Europa y Estados Unidos implementan una nueva “Guerra Fría”, con escenarios concretos de confrontación “caliente” contra los “regímenes autoritarios” del Sur Global, mientras financian generosamente, con dinero público, sus sectores energéticos e industriales más contaminantes para garantizar que una hipotética transición “verde” se realice sin que los actores empresariales principales, las grandes transnacionales occidentales, sean sustituidos por otros.

Es en este escenario complejo y cada vez más caótico, en el que algunos intelectuales de reconocido prestigio plantean una salida jurídica a la crisis ecológica: la aprobación de la una Constitución de la Tierra. La propuesta, presentada por el reconocido jurista italiano Luigi Ferrajoli, en su libro “Por una Constitución de la Tierra. La humanidad en la encrucijada” (Trotta, 2022), ha sido también defendida en nuestro país por el exmagistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo José Antonio Martín Pallín, en el breve opúsculo “Los derechos de la Tierra (CTXT, 2022), con prólogo de Yayo Herrero.

Ferrajoli, profesor emérito de Filosofía del Derecho de la Universidad Roma Tre, plantea un proyecto articulado de Constitución que daría lugar a la conformación de una Federación de la Tierra que tendría entre sus fines (artículo 2 del proyecto):

“Garantizar la vida presente y futura sobre nuestro planeta en todas sus formas y, con este fin, acabar con las emisiones de gases de efecto invernadero y con el calentamiento climático, las contaminaciones del aire, el agua y el suelo, las deforestaciones, las agresiones a la biodiversidad y los sufrimientos crueles infringidos a los animales.”

La Constitución de Ferrajoli, junto al establecimiento de una “ciudadanía de la Tierra”, y la consiguiente declaración de los derechos fundamentales de dichos ciudadanos y ciudadanas, incorpora un “Título Tercero” dedicado a los “bienes fundamentales”, que se dividen en “bienes comunes”, “bienes sociales” y “bienes personalísimos”. Transcribimos su primera definición, obrante en el artículo 48 del texto de Ferrajoli:

“Son bienes comunes, sustraídos al mercado, los bienes vitales naturales, como el aire, el agua potable y sus fuentes, los ríos, los mares, los grandes bosques, los grandes glaciares, la biodiversidad, los fondos marinos, la Antártida, los espacios aéreos, las ondas electromagnéticas, los espacios ultraterrestres, la Luna y los demás cuerpos celestes.

Son bienes sociales los bienes vitales artificiales: los fármacos esenciales, las vacunas, los productos sanos y no contaminados necesarios para la alimentación básica y las redes de internet.

Son bienes personalísimos las partes vitales del cuerpo humano, sobre las que se prohíbe cualquier forma de disposición con fines de lucro, y los datos relativos a la identidad personal, cuyo uso no consentido por la persona titular está prohibido.”

Después de un elenco de “bienes ilícitos” (actividades prohibidas internacionalmente como la producción de armas nucleares, las escorias radiactivas o los drones homicidas, entre otros), la Constitución de Ferrajoli establece dos tipos de instituciones de garantía de su articulado. Las “instituciones de garantía primaria” son organismos multilaterales como la OIT, la OMS, la FAO o un hipotético “Comité de Estado Mayor y de Seguridad Global”, que llevaría a la supresión de los ejércitos nacionales (artículo 77). Las “instituciones de garantía secundaria” son organismos jurisdiccionales como el Tribunal Penal Internacional, el Tribunal Internacional de Justicia, o unos hipotéticos “Tribunal Constitucional Internacional” y “Tribunal Internacional para los Crímenes de Sistema”. Este último tribunal “para los Crímenes de Sistema” perseguiría las actividades no punibles que provocasen daños ingentes a los pueblos o la humanidad en general, como las devastaciones medioambientales o la falta de actuación de los derechos sociales, pero su función sería meramente declarativa: se trata de operar un “juicio de la verdad” que, sin consecuencias jurídicas concretas asociadas, dilucide “las causas sistémicas y las responsabilidades políticas”.

Finalmente, el proyecto de Constitución de la Tierra de Ferrajoli finaliza con un elenco de medidas de clara raigambre socialdemócrata, como un registro global de los grandes patrimonios, una fiscalidad global, o tasas globales sobre las transacciones financieras (la famosa “Tasa Tobin”, sobre los beneficios de los gigantes digitales o sobre los gases de efecto invernadero.

La propuesta de Martín Pallín, por otra parte, es mucho más sencilla y puramente declarativa. Rechaza el diseño de “un posible Gobierno Mundial” como una “ensoñación que desde una perspectiva del presente y una imaginativa quimera del futuro, debe permanecer hibernada en una especie de nebulosa que quizá pueda desvanecerse en tiempos remotos”, y apuesta por la constitución de un “Gabinete científico mundial” con capacidad ejecutiva si sus resoluciones son ratificadas por un “Parlamento mundial”. También apuesta por la institución de un “Poder Judicial global” que tomaría como modelo el Estatuto de Roma, que da carta de naturaleza jurídica al Tribunal Penal Internacional.

Se impone un análisis crítico de estas propuestas. Construidos sobre la racionalidad jurídica y sobre el escenario de relaciones internacionales anteriores al estallido de la conflagración abierta entre Occidente y los países emergentes más díscolos, los proyectos de “Constitución para la Tierra” parten de un inequívoco sustrato kantiano (expreso en el caso de Ferrajoli) que trata de provocar la eclosión global de los principios del pensamiento ilustrado.

Es de agradecer este esfuerzo de prospección jurídica de reconocidos profesionales del Derecho, que podrían adscribirse políticamente en lo que podríamos denominar “la izquierda sistémica”. La argumentación jurídica conlleva determinadas sumisiones a lo real y al Derecho positivo de nuestro tiempo, y el afamado “uso alternativo del Derecho” suele encontrar sus límites en la racionalidad sistémica del régimen capitalista de producción. Ferrajoli y Pallín expresan la dura pugna iniciada por los más conscientes representantes de las élites intelectuales, que tratan de limitar y encauzar las contradicciones que impone la crisis ecológica al funcionamiento de la gobernanza capitalista.

La “Constitución de la Tierra” es, en nuestros dos autores citados, un proyecto socialdemócrata y respetuoso con los principios esenciales del Derecho Internacional. Un intento de que la racionalidad jurídica ponga coto a la devastación ambiental, provocando un avance universalista en el camino hacia un gobierno mundial y hacia la conformación de una esfera de “bienes públicos globales” gestionados y protegidos por dicho gobierno.

Por supuesto, se trata de un proyecto que la pugna geopolítica abierta entre Occidente y los países díscolos pone en crisis antes de nacer, tal y como sucede con el proyecto de New Green Deal. La emergencia de una nueva “Guerra Fría”, con episodios de confrontación caliente, excluye toda posibilidad real de un “Gobierno Mundial” integrado, así como de acuerdos efectivos que limiten las posibilidades de crecimiento (y, por tanto, de acumulación de poder) de los contendientes. Las reiteradas apelaciones a organismos multilaterales francamente polémicos, como el Tribunal Penal Internacional, hacen naufragar un texto que trata de navegar incólume sobre las tensiones geopolíticas reales que hace inviable un régimen jurisdiccional global que pueda tratar en igualdad de condiciones, pongamos por caso, el asesinato de Qasem Soleimani, las acciones de guerra en Ucrania de ambos bandos, o las ejecuciones extrajudiciales del ejército norteamericano en diversos lugares del mundo.

El problema del proyecto de Constitución de la Tierra es que es un texto mediante el que la racionalidad ilustrada de los juristas pretende impulsar la renqueante racionalidad de los gobiernos, enfrentados entre ellos en una pugna global por la hegemonía que no admite compromisos. Y, además, pretende hacerlo sin poner en cuestión el proceso de acumulación del capital y sin abrir espacios efectivos para la participación real de las multitudes de trabajadores, campesinos y “parias racializados” del conjunto del globo.

El corazón de la crisis ecológica no se encuentra en la falta de alternativas jurídicas y de gobernanza, sino en el proceso de acumulación competitiva sin fin en que el capitalismo consiste. En ese proceso, quien crece gana. Y las consecuencias de perder son de una extrema gravedad, así que todo el mundo procura crecer. La redistribución socialdemócrata no es un límite a la devastación ambiental, sino un paliativo a algunos de sus síntomas más visibles. La enfermedad de fondo es sistémica y pre-racional. Está afincada en el corazón del mismo proceso productivo. El impulso a la acumulación es la pseudo-racionalidad irracional de fondo de la sociedad de clases. Las clases se definen en la competencia. Y la competencia precisa de la acumulación para dirimir sus contradicciones, para determinar sus ganadores.

Más que una Constitución necesitamos una deconstrucción del sistema de la acumulación, paralela a un proceso constituyente de nuevas relaciones sociales, productivas y afectivas. Un proceso que sólo puede hacerse desde abajo, desde los principios de la autogestión y la libre federación. Necesitamos superar las contradicciones del capitalismo mediante la acción colectiva y consciente de las multitudes trabajadoras, las únicas que pueden cortocircuitar la pseudo-racionalidad irracional de las clases dirigentes que nos llevan a la guerra y al caos climático.

Una Constitución de la Tierra redactada por bienintencionados juristas, manoseada por gobiernos que se hacen la guerra y nos obligan a ella, articulada entorno a reiterativas recetas socialdemócratas, sólo puede ser un nuevo y flamante “papel mojado” en el seno de un Derecho Internacional sumiso ante la Realpolitik y limitado a un elemento ornamental de las relaciones de fuerza entre los bloques beligerantes.

Apostemos por un proceso constituyente popular y global. Por el Derecho que nace desde abajo en una democracia radical, que tiene como premisa una economía cooperativa exenta de explotación. Es necesario oponerse a la guerra, ahora, también contra la naturaleza, afirmando la fuerza productiva, creativa, de las clases y pueblos en rebeldía.

 

Por José Luis Carretero Miramar para Kaosenlared

 

Compartir
Ir al contenido