Senado habemus
Por Rafael Cid
El Senado en España ha sido siempre la casa de tócame Roque. Un despropósito. El panteón de los chismes inútiles. Desde que al comienzo de la Transición se produjo el esperpento borbónico de los “senadores de designación real”. Cuando si alguna virtud se le puede buscar al Senado es que sus miembros se reclutan por elección directa, en oposición a lo que ocurre en el Congreso. Se trataba de una reedición de aquellos “40 de Ayete” del franquismo, con la diferencia de que en democracia resultaron agraciadas personas tan respetables como el escritor José Luis Sampedro (un mal día lo tiene cualquiera). Una Cámara Alta destinada a la función más baja del entramado parlamentario. Un cero a la izquierda para premiar los servicios prestados a políticos de vía estrecha.
Sobre el papel el Senado tiene casi la mismas competencias que el Congreso (legislativa y control del gobierno), aparte de la teórica representación territorial. Pero se trata de una realidad virtual. Nada de lo que propone el Senado haciendo uso de sus atribuciones tiene carácter concluyente. Puede decir misa si se lo propone, pero al final es el Congreso quien pronuncia la última palabra. Incluso su papel como cámara territorial es ficticio. Los senadores electos en listas abiertas al final se organizan por grupos políticos como está mandado. Actúan como el perro de Paulov, haciendo de la obediencia debida a la dirección de sus partidos un axioma. Un auténtico fraude.
Hasta estas elecciones del 28-A, que han encomendado al Senado algunas claves del devenir político. Y ello por una serie de conjunciones astrales donde confluyen viejas y nuevas competencias sobrevenidas. Hablamos del artículo 155 de la Constitución que confiere a la Cámara Alta la facultad de su aprobación, y que el líder del PP Pablo Casado ha prometido reactivar si gana las elecciones. La última bravuconada de un político que ha dejado a Rajoy como un moderado en las formas y en el fondo. Diga la piensa o piense lo que dice, el 155 no depende del capricho de ningún cesar visionario. Es algo tasado y milimetrado. Afortunadamente, el “a por ellos” que pregona con nuevos bríos el dirigente popular aún no figura en la Carta Magna.
El otro punto que devuelve protagonismo al Senado tiene que ver con Ley de Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera (LOEPSF) de 2012. Una norma urdida al fragor de la crisis económica y del mandato de la troika, que encomendó al Senado el monopolio para vetar el techo de gasto (artículo 15.6). Como ocurrió tras la llegada de Pedro Sánchez a Moncloa, haciendo imposible romper ese candado para configurar una contabilidad nacional más social. El control ejercido por la mayoría del Partido Popular en el Senado dejó baldía esa posibilidad, achicando los Presupuestos del 2019 que luego decayeron definitivamente por el “no es no” de ERC y PDeCAT.
Con ese panorama, el 28-A adquiere una dimensión inédita y sobresaliente. El partido que domine en el Senado está legislatura tendrá un plus de eficacia. Negativa si cae otra vez en poder de los grupos dispuestos a liarla parda, farfullando otro estado de excepción en Catalunya y manteniendo el santo temor al déficit para satisfacción del Ibex. O positiva si sirve para desarmar las aviesas intenciones de la nueva CEDA (PP, Ciudadanos y Vox). Lo que supondría incentivar un esperanzador principio de sensatez si, además y como colofón, se complementara con una sentencia absolutoria de los políticos juzgados por el procés. Para eso sería necesario que por encima de la ley existiera un Estado de derecho y que sobre este prevaleciera la democracia. Porque celebrar unas elecciones para elegir a los nuevos representantes de la nación mientras siguen en la cárcel los representantes electos del país catalá, lo “llaman democracia y no lo es”.
La transición del siglo XX empezó con la “designación real” de senadores y entrado el siglo XXI, 42 años después, continua borboneando. En el Congreso Mundial de Juristas, Felipe VI ha declarado que “sin el respeto a las leyes no existe ni convivencia ni democracia”, en descarada intrusión en el juicio del procés. Otra versión de aquel taimado “a por ellos” que disimulaba el discurso donde calificó de “deslealtad inadmisible” el ejercicio del derecho a decidir de buena parte de Catalunya. Lo afirma un monarca que nunca fue elegido para un cargo que ocupa de forma vitalicia y puede trasmitir en herencia. Es la marca de la casa. Su padre, el otrosí Rey (emérito) Juan Carlos I fue nombrado Jefe del Estado por Franco, un dictador que basó su poder en imponer leyes antidemocráticas. Y, ciertamente, la convivencia solo existía en los seriales del NO-DO.