Ruth Klüger, huir para re-vivir
Por Iñaki Urdanibia
«Turistas había a mano para estar a cubierto, / la huida me llevó a salas de estación. / Por doquier colgaba, de la pared, mi orden de captura, / por diferentes nombres me conocían, / con distintos peinados me buscaban. // Donde construyen las caras nuevas / (¡ cada ladrillo, cada clavo me reconoce!), / me atreví a detenerme, a mirar, / me refugié en la vida cotidiana de las mujeres, / pero me quema el sol de la vida cotidiana. // Por doquier me acusaban, / por doquier me prohibían la entrada. / Todos los gendarmes me preguntaban, / dondequiera que iba, que estaba, por los muertos. // Y siempre me preguntan sobre hechos / que ocurrieron junto a mí, pero sin mí. / Yo bien lo vi, ¿por qué voy a negarlo? / Pero los testigos más falsos de todos / no son tan poco fiables como yo. // Todo fantasma que llega me puede expropiar, / pues tengo que seguir cuando uno me dice. “Habla!»
Negarse a declarar
Entre quienes padecieron el internamiento en los campos de concentración, hubo quienes narraron su experiencia, movidos por el deber de memoria, de relatar lo que allá había acontecido, a la vez que suponía para ellos una descarga emocional. Unos lo hicieron al poco de abandonar los lager: Primo Levi, Robert Antelme o David Rousset; otros tardaron más reflexionando sobre lo vivido años después ya sea por medio de ensayos, ahí está la obra de Jean Améry / Hans Mayer, otros recurrieron al cruce de narrativa, poesía y ensayo como Charlotte Delbo (sin olvidar a Tadeusz Borowski que tras narrar su periplo concentracionario, en el hogar Auschwitz, se suicidó), otros, todavía, dieron a conocer cuadernos, cartas y recuerdos, como Emmanuel Lévinas, Louis Althusser, Etty Hillesum, Pável Florensky, Willy Berler, Eddy de Wind, o Viktor Frankl, y los de más allá, tardaron más y recurrieron a la ficción, aunque basada en sus vivencias, con el fin de no quedarse paralizados por aquella vida y su memoria ya que había que seguir viviendo: ahí están, los Jorge Semprún que exponía la disyuntiva entre la escritura o la vida, Eie Wiesel, Imre Kertész, el sereno Fred Wander, Arnost Lustig, o Boris Pahor y, sin pretensión alguna de pasar lista, la mujer que con claros tintes personales y de novela de aprendizaje tardó en narrar su vida en varios campos siendo una jovencita: me refiero a Ruth Klüger (Viena, 1931- California, 2020; su muerte le llegó el pasado octubre) quien cobró celebridad en 1992 al ver publicada su «Seguir viviendo», editada en castellano por Galaxia Gutenberg en 1997 [posteriormente ha sido editada por Contraseña]. El libro se compone de cuatro partes: Viena, los campos de concentración, Alemania, Nueva York y un epílogo, Gotinga en donde se relata el accidente sufrido en 1988 como trampolín para la escritura de su libro, recuperando una poesía suya escrita en los años sesenta [dicho poema es el que abre este artículo]. Se oponía la escritora a la opinión de Adorno acerca de la imposibilidad de escribir poesía tras Auschwitz (el francfurtiano luego se desdijo al leer los entrecortados versos de Paul Celan), al contrario pensaba que era posible y hasta necesario hacerlo como tabla de salvación, recordando el papel, consolador, que esta había jugado en los campos.
Fue en 1938 cuando los nacionalsocialistas anexionaron Austria al III Reich, cuando la niña, de seis años, que entonces era la futura escritora y profesora en varias universidades alemanas y americanas, entró en un periodo de problemas relacionados con su educación, debido al ambiente antisemita, se vio obligada a cambiar de escuelas. La presencia de profesores de clara vocación nazi o los dibujos de cruces gamadas por parte de los alumnos daban cuenta de la cargado ambiente que se respiraba; atmósfera que se cargaba con la desaparición de algunos profesores y de algunos alumnos, con vetos y medidas que a la postre suponían en la práctica un confinamiento de los niños. Para entonces su padre había sido encarcelado y suspendido de su profesión médica por haber practicado un aborto, clandestino claro. Cuando la muchacha tenía once años fue deportada junto a su madre al campo checo de Theresienstadt, peor suerte corrió su padre que intentando huir al extranjero, fracasó y fue detenido y asesinado.
La novela de Ruth Klüger comienza en Viena y retrata los problemas que tenía la muchacha debido al ambiente retrógrado que reinaba en su hogar y en su entorno; añade que ella era muy preguntona y que las continuas cuestiones con que interpelaba a los mayores incomodaban sobremanera a quienes le rodeaban, que guardaban incómodo silencio y la mandaban callar; subraya que los cuchicheos de los adultos no trataban de cuestiones sexuales sino de la muerte, que todo lo invadía. Las duras condiciones de encierro se veían incrementadas por las relaciones problemáticas que mantenía con su progenitora que era de una rigidez pasmosa. Los intentos de controlarla, sublevaban a la joven, que con el fin de soportar la infame situación escribía poesías que le suponían consuelo, y que servían de entretenimiento a algunas compañeras de aquel universo. Varios son los campos que hubo de soportar Ruth, ya que fue trasladada a Auschwitz-Birkeneau y, más adelante, a Christianstadt de donde logró huir junto a su madre cuando avanzaban en la marcha de la muerte que provocó la desbandada de los SS ante la cercana presencia de las tropas enemigas. Subrayado queda que en los campos no todo era egoísmo sino que se creaban lazos de amistad y la solidaridad propia de una comunidad de víctimas.
En Alemania prosiguió los estudios, licenciándose en filosofía en la universidad de Ratisbona, dando cabida en su descripción a la condición de exiliada que le persiguió a lo largo del tiempo, del mismo modo que quedó marcada por la ignominia soportada, que hacía, entre otras cosas, que no pudiese aguantar la presencia, ni el ruido de los vagones de tren de ganado, al recordar los vagones en los que fue trasladada en peores condiciones que cualquier tipo de ganado: seres apilados, sin espacio, en una atmósfera fétida que iba aumentando con el paso de los lentos kilómetros, sin agua, ni alimento y con un gélido frío de muerte; memoria reavivada al volver a pisar suelo germano y sentir un hondo malestar. Recuerdos, y huellas, marcados en la mente más allá de la voluntad que le lleva a afear las visitas turísticas, como banalización de lo sucedido, tema en el que coincide con el Boris Pahor de Necrópolis.
Tras su breve periodo germano, emigró a Estados Unidos, donde estudió literatura inglesa en nueva York y después en Berkeley, literatura alemana, hasta doctorarse y lograr un puesto de profesora en diferentes universidades.
Si en la obra, la autora narra todos estos avatares que acompañaron su vida, cobran especial importancia en su escritura las reflexiones que planeaban en su mente sobre la realización de sí misma, su auto-conocimiento y el objetivo de alcanzar la dignidad que estaba convencida que merecía. Las cavilaciones sobre la memoria, sobre la necesidad de recordar las penalidades pasadas y sobre el deber de testimoniar, que la escritora considera que muchas veces eran usadas para neutralizar el tema, en algunas opiniones que resultan cercanas al chirrido, no le abandonaron ni aun cuando ya se había asentado como indiscutible germanista, reconocida en su propio país y en la tierra que le había acogido; cuestiones que iban unidas a su condición de mujer y de judía y las discriminaciones que ello le acarreaban, aspectos que son tratados con una sorna – que por momentos denota una neta intempestividad- que se entrevera con una apuesta decidida en pos de la libertad y la igualdad, mostrando a la vez un rechazo y un profundo dolor que le producían las violaciones por parte de las tropas liberadoras de los campos. Importancia cobra en su prosa la necesidad de mantenerse vigilantes para evitar cualquier repetición y la consiguiente caída en la barbarie. Todo ello con el sello de una absoluta sinceridad, que se mueve cerca de la crudeza, y una sagacidad deslumbrantes hasta el destello que está presente a lo largo de la narración en la que las perlas prestas a ser repetidas o citadas abundan; siempre manteniéndose lejos de cualquier forma de sensiblería o sentimentalismos, al igual que se distancia de cualquier tono resentido o marcado por el odio; esta distancia hace que haya una cierta frialdad expositiva que acerca su rendición de cuentas al acta de un notario (resuena una de las características que habitualmente se atribuye a Primo Levi, y por la que fue reprendido por Jean Améry al calificarle como el hombre que perdona, buscándose la causa de este verbo aparentemente distante en su profesión de químico). El acento puesto de manera permanente en la trayectoria de superación y de conformación de sí misma, a través de las etapas, que fueron completando su vida desde su infancia hasta su madurez, rechazando su conversión en víctima permanente y llorosa, digna de compasión por el pasado sufrido, como sucede con algunos monumentos y memoriales que se alzan para acallar las voces; «yo también quería que la vida continuase –escribe-, no quería volver la cabeza para mirar la ciudad muerta y convertirme en estatua de piedra, como la mujer de Lot. Yo quería alejarme de los que habían tenido parecidas experiencias a las mías». Ruth Klüger va a su bola y escribe a contrapelo, lo que hace que haya momentos, reitero, en que sus opiniones sobre la memoria y los homenajes conmemorativos incomodan; al menos al que este escribe así le sucede. Sí quisiera añadir que existe una tendencia a crear una nueva religión, la religión civil del Holocausto, de la que hablase con tino Enzo Traverso, en su La fin de la modernité juive. Histoire d´un tourrnant conservateur, con sus incondicionales adoradores que con el lema de Nunca más, ponen freno a la marcha de cualquier propuesta que avance más allá del estado actual de cosas, hacia un horizonte emancipador, como si el único objetivo presente y futuro posible y deseable fuese evitar la repetición de la experiencia totalitaria en sus diferentes vertientes y cualquier propuesta de avanzar más allá fuese el camino abocado a la barbarie. Está claro, por si es necesario aclararlo que los argumentos de la escritora no van por esa senda.
La obra, que se balancea entre el no-deber de memoria y el no-deber de olvido, fue celebrada por sus pares: ahí está la elogiosa introducción de Jorge Semprún o los comentarios que realizaron Martin Walser o la mención de su figura, por parte de Imre Kertész con ocasión de la recepción del premio Nobel; su obra fue galardonada por el premio Memoria de la Shoah 1998, además de haber sido premiada con el Thomas Mann y con la Medalla Goethe.