
Ponga un juez en su vida
mienta como un bellaco y luego jáctese sin pudor ante los medios de comunicación y en sus apariciones en público de que para definir su relación con él hay que buscar en el diccionario la palabra que unen intimidad y sentimiento. A partir de entonces habrá garantizado usted su impunidad si se enriquece injustamente, si abusa de alguien o si comete excesos o desviaciones de poder, incluidos cohecho y prevaricación, delitos típicos de políticos y funcionarios.
  Es cierto que cabe recurrir al Tribunal Supremo la sentencia que absuelve a Camps del delito de cohecho. Pero ahora no sólo hay que recurrir el fallo y esperar a verlas venir por si hay otro amigo sentido e íntimo entre los mienbros del Tribunal que juzgue el recurso. Ahora hay que exigir al Supremo que juzgue si el juez ponente del Tribunal Superior de Justicia Valenciano, un tal De la Rúa, amigo sentido e íntimo de Camps, no ha prevaricado. Pero les da igual a todos que no haberse abstenido el caballero y no haber prosperado la recusación interpuesta por esa causa, hace mucho daño a la Justicia, ya suficientemente degradada ella solita, que aceptar trajes gratis de un sastre un politicastro.
  Analizo de vez en cuando a España como país de un falseado Estado de Derecho. Pero por pitos y flautas los insultos a la inteligencia y los abusos abrochados por las instituciones judiciales, las prevaricaciones a conciencia y las prevaricaciones por incompetencia, hacen de este Estado, tanto en el ámbito judicial como en el político, un refugio inseguro para los que creen estar amparados por el Derecho, y un refugio seguro para la clase política y judicial que no disimulan la no separación de poderes sino que recalcan que no existe, que la difuminan constantemente o la suprimen.
  Ya asistimos a privilegios insolentes e insultantes en estos tiempos teniendo que sufrir imàvidos las regalías de la familia coronada, como para aceptar de buen grado que somos ciudadanos dignos sabiendo que estamos rodeados de tanta chusma empigorotada que se protege entre sí. Y todo no sólo con la impotencia del ciudadano corriente, sino también la de los políticos y los jueces honestos que quedan por lo común en el fondo del saco de las inmundicias de un país que sigue funcionando, en materia política y judicial, como en los tiempos del caudillismo y los de siempre de las repúblicas bananeras.