Los responsables de la muerte de Eloy Alfaro
Las fuerzas impulsoras de los acontecimientos de enero de 1912[1]
Se ha dicho que los acontecimientos que culminaron el 28 de enero de 1912 fueron originados solamente por rivalidades personales surgidas en el seno del liberalismo. Este es el criterio de cierta historiografía burguesa cargada de superficialidad. Pero nosotros tenemos que buscar las causas de los hechos en la lucha de clases y de fracciones que tenían lugar en ese entonces, como consecuencia lógica de intereses económicos contrarios, que tenían su reflejo en el plano de la ideología inclusive. Las mismas enemistades, en la mayoría de las veces, fueron manifestaciones de esa pugna.
Las piras de El Ejido fueron encendidas por los liberales de derecha respaldados por el conservadorismo, con el propósito manifiesto de terminar con el alfarismo, que representaba el ala progresista del liberalismo. La clave de esta lucha estaba en el deseo que tenían los primeros por detener cualquier avance que podía afectar sus intereses, en especial los fincados en la propiedad de la tierra, que la creían amenazada. Veamos si en verdad fueron estas fuerzas las que desencadenaron los trágicos sucesos.
El gobierno que regía el país ese momento era encarnación inequívoca del liberalismo de derecha vinculado al latifundismo. El presidente encargado Freile Zaldumbide era uno de los más ricos terratenientes, al igual que los ministros Carlos R. Tobar y Carlos Rendón Pérez, los dos primeros de la Sierra y el último de la Costa. Octavio Díaz, ministro de Gobierno, era un partidario abierto de la fusión liberal─conservadora. Y la espada del régimen, general Plaza Gutiérrez, era un rico latifundista de nuevo cuño, merced a un matrimonio de conveniencia.
Y todos ellos, con más o menos actividades participaron en el crimen, aunque la compasión de algunos historiadores ─interesada o de buena fe─ haya querido librar de culpas a esos tales con argumentos baladíes. Por ejemplo, para defender a Freile Zaldumbide se ha alegado su bondad y hasta su corta inteligencia. Cierto que ese noble adinerado, tal como afirma Peralta en su libro Eloy Alfaro y sus victimarios, era de escaso cacumen, de carácter apocado y de exiguos conocimientos, pero ¿acaso la estulticia es siquiera atenuante y menos eximente de pena? La salvaguarda de sus múltiples haciendas ─el escritor antes citado añade que temblaba ante “la posibilidad de la pérdida de una parte de sus bienes, por mínima que sea”─ fue el mejor estímulo para su asquerosa actuación.[2] Tampoco se pueden justificar los otros casos, pues las pruebas en contra son abrumadoras.
Estas mismas fuerzas, en Guayaquil formaban un solo frente contra Alfaro. Basta revisar la lista de los que patrocinaron el pronunciamiento de Montero para advertir que faltan todos los grandes señorones, los potentados del cacao y de la banca, que antes, en 1895, habían peleado por aparecer en primera fila. Es que la mayoría había plegado ya al otro bando. La gran prensa ─El Telégrafo, El Grito del Pueblo Ecuatoriano, El Guante─ apoyaba al placismo. La plana mayor de los bancos, igual cosa. Sobre todo el Banco Comercial y Agrícola, que se había convertido en fortín de la oligarquía antialfarista, formada especialmente de grandes terratenientes y exportadores, como se puede constatar revisando la nómina de dirigentes y socios. Era el banco que respaldaba incondicionalmente a Plaza y de tanta confianza para ─éste que ya en 1905 se había palanqueado la gerencia de la Sucursal en Quito, según consta de una carta dirigida a Lizardo García. Pero eso sí, “en compañía de mi compadre Sánchez ─Sánchez Carbo─ para aprender con él y no hacer una plancha”.[3]
En la Sierra la masa de la aristocracia terrateniente, tanto liberal como conservadora, estaba unida contra Alfaro. De esto no queda ninguna duda después de leer el libro de Luis Eduardo Bueno, El mes trágico, donde constan las comunicaciones y las firmas de los que solicitaban con vehemencia el traslado de los prisioneros a Quito para el condigno castigo, es decir, para la muerte. Veamos solamente, a manera de muestra, los nombre de algunos firmantes de Quito: Cristóbal Gangotena Jijón, Alfredo Flores Caamaño, José Modesto Larrea, Gabriel Gómez de la Torre, Pedro Pallares Arteta, Luis Felipe Borja (h), José Rafael Bustamante, Ricardo del Hierro, Lino Cárdenas, Manuel Antonio Calisto, Melchor Costales, Rafael Barba, Francisco Urrutia Suárez, Eduardo Salazar Gómez y muchísimos otros.[4] Unos liberales y otros conservadores. Pero todos, eso sí, poderosos latifundistas y nobles a carta cabal.
Es interesante constatar que en la misma ciudad, el mayor de los bancos, el Banco del Pichincha ─el banco del clero y de los grandes terratenientes─ estaba en el mismo lado, ya que sus principales dirigentes y accionistas suscribieron también esos comunicados. Unos pocos nombres: Alberto Bustamante, Rafael Vásconez Gómez, Miguel Páez, Manuel Stacey, Antonio Sierra y César Mantilla, director del diario El Comercio, periódico antialfarista a rabiar.
También la prensa de Quito, al igual que la de Guayaquil, era furiosamente antialfarista. En forma criminal y desvergonzada incitó abiertamente el asesinato de los prisioneros. Veamos siquiera dos ejemplos. El diario La Constitución, dirigido por el ministro Octavio Díaz, decía lo siguiente en su editorial del 21 de enero de 1912:
«La hidra revolucionaria que se asomó por las orillas del Guayas ha recibido el golpe mortal en la cabeza, y si pudiera creerse que todavía da señales de vida, no es más que porque la cola del alfarismo ─que es lo último que muere en todo anfibio─ se agita, azotando el suelo, en desesperada lucha, con los últimos estertores de la agonía.
Un poco más y de todo ello no quedará más que un cadáver repugnante y asqueroso, envuelto en su propia sangre y veneno. ¡Cuestión de tiempo, solo de tiempo!
¡Ah, infames! sabed que al Ecuador hoy le basta una hora para exterminaros!»[5]
Y La Prensa, que tenía como redactores a Gonzalo Córdova, Enrique Escudero y Aníbal Viteri Lafronte, entre otros, en un editorial titulado “La víbora en su casa” del mismo mes de enero de 1912, decía nada menos que esto:
«Esta es la víbora que tenemos entre nosotros, oh ecuatorianos, y a esta víbora es preciso triturarla (…) no merece otra cosa que un salivazo en la cara, hasta que llegue el momento de castigarle con todo el rigor que merece su insolencia y sus crímenes …
Al gobierno y al pueblo ecuatoriano, por su parte, y el Cuerpo Diplomático, por otra, todos estamos en el deber de dejar en salvo, con nuestra actitud enérgica y altiva, la majestad de la Nación, y las leyes de la moral y del honor.
A la víbora, aplastarla».[6]
Y en las otras provincias el panorama era igual o parecido.
Una gran parte de los seudoliberales que dieron al traste con el alfarismo, ocuparon altísimos cargos en el gobierno del general Alfaro, quien pensando afianzarse, o por urgencias de dinero para el Fisco, como asevera Roberto Andrade, hizo muy serias concesiones a este sector, con lo cual nada ganó la revolución, sino que, al contrario, empezó a ser minada desde adentro. Este fue, sin duda, uno de sus tantos errores.
Sin embargo, nunca confió en ellos porque preveía su traición. En carta de 1909 dirigida a la madre de Vargas Torres, decía lo siguiente: «Estos hombres ilusos o felones impugnan como errores míos o peor aún como a dolo, el titánico esfuerzo desplegado para realizar, en corto tiempo obras fundamentales para el progreso de la República, antes que los gobiernos que se sucedan vayan a ser conducidos por fingidos liberales que pactarán con la funesta y corrompida argolla que ha esclavizado durante tantos y tantos años a la mayoría de los habitantes de la Nación».[7]
La previsión se cumplió. La alianza de conservadores y liberales de derecha, de facto había venido actuando desde mucho antes, como se ha visto. Los asesinatos no eran sino la culminación del objetivo perseguido para terminar con toda amenaza revolucionaria. Era la llegada a la meta.
Pero las dos fuerzas coaligadas tuvieron un aliado que actuaba desde las sombras, sobre seguro. Este aliado era el imperialismo. De esto hablaremos en un próximo capítulo.
[1] Capítulo XXII de: Oswaldo Albornoz Peralta, Ecuador: luces y sombras del liberalismo, Editorial El Duende, Quito, 1989.
[2] José Peralta, Eloy Alfaro y sus victimarios, segunda edición, Corporación “José Peralta”, Cuenca, 1977, p. 80.
[3] Roberto Andrade, ¡Sangre! ¿Quién la derramó?, op. cit., p. 217.
[4] Luis Eduardo Bueno, El mes trágico, op. cit.
[5] “Editorial”, La Constitución, Quito, 21 de enero de 1912.
[6] “La víbora en su casa”, La Prensa, Quito, enero de 1912.
[7] Eloy Alfaro, “Carta dirigida a Delfina Torres”, Quito, 1909, en La liebre ilustrada, Quito, 17 de abril de 1988.