Los pájaros tirándole a la escopeta

El régimen nazi, durante la Segunda Guerra Mundial, masacró a seis millones de judíos, y a algunos otros seres humanos no forzosamente judíos, en los campos de concentración (que también eran lugares de trabajo esclavo, de lo cual se favorecieron, además de su industria bélica, grandes empresas alemanas: las industrias Krupp, el complejo químico I.G. Farben -conformado por las compañías BASF, Bayer, Hoechst, Agfa-, el gigante de alta tecnología Siemens AG, escabroso tema del cual poco o nada se habla). Para llegar a ese holocausto, fue necesario un trabajo político-psicológico-ideológico previo, amarga y genialmente presentado por un sobreviviente del mismo, el italiano Primo Levi:

No empezó con las cámaras de gas. No empezó con los hornos crematorios. No empezó con los campos de concentración y exterminio (…) Comenzó con políticos dividiendo a la gente entre “nosotros” y “ellos”. Empezó con discursos de odio e intolerancia, en las plazas y a través de los medios de comunicación. (…) Comenzó cuando la gente dejó de preocuparse por eso, cuando la gente se volvió insensible, obediente y ciega, con la creencia de que todo esto era “normal.

El visceral desprecio por el otro distinto, profundamente manipulado por la propaganda nazi, preparó el terreno. La pretendida “raza superior” pudo destrozar a otros seres humanos en nombre de una patraña indefendible, una verdadera locura, con ribetes de delirio psicótico. Pero así es la dinámica humana (¿la locura humana?): siempre puede haber un otro “despreciable” o, mejor dicho, construído como despreciable -porque ningún ser humano es eso-, lo cual me garantiza a mí ser “superior”. Genéticamente nadie desprecia a nadie; eso es un avatar histórico-social. ¿“Vale” más un ario que un negro, un estadounidense que un latinoamericano, un hutu que un tutsi? Locura sin dudas, pero así funciona hoy el mundo. Por tanto ¡sigamos trabajando para construir un mundo distinto!

Lo patéticamente curioso es que algunos de los descendientes de esos judíos esclavizados y aniquilados en los campos de terror durante la Alemania nazi, años después pueden estar repitiendo lo mismo, pero invirtiendo los papeles. Eso es lo que está haciendo el sionismo enquistado en el Estado de Israel contra el pueblo palestino: Los árabes”, expresó el ultraderechista ex mandatario israelí Ariel Sharon, “sólo entienden la fuerza, y ahora que tenemos poder los trataremos como se merecen”; “y como solíamos ser tratados”, agregó con mucha perspicacia el politólogo palestino-estadounidense Edward Said. “Se repite activamente lo que se padeció pasivamente”, enseñará Freud. Vericuetos de nuestra humana condición (¿nuestra humana “locura”?)

¿Cómo puede darse este fenómeno? ¿Cómo es posible que una mujer torturada, en ciertas ocasiones, termina casándose con su torturador? (increíble pero real; ha pasado muchas veces). ¿Cómo es posible que una población entera vote alegremente por alguien que promete recortes y ajustes? (Milei en Argentina, Trump en Estados Unidos, ambos con motosierra en mano). En el caso del mundo judío, de víctimas a victimarios, ¿cómo entender esa increíble repetición que se está dando en Palestina? El máximo líder de la locura eugenésica del Tercer Reich, Adolf Hitler, puede haber tenido ascendencia judía. Eso está muy confuso, y de momento no hay ninguna prueba evidente que lo atestigüe; quizá el fantasma que lo persiguió toda su vida tiene que ver con sus orígenes, con un presunto -tal vez hipotético- personaje judío de su familia. Así no sea exactamente cierto el rumor, sino se trate -esto parece lo más fiable- de un oscuro pasado endogámico con hijos “bastardos”, por ende, nunca reconocidos- algo dice todo esto: hay, en ocasiones, una inquietante pregunta sobre la identidad, una corrosiva y ácida duda sobre los propios orígenes. En otros términos: ¿quién soy? Pregunta que mueve nuestras vidas y, a veces, puede ser angustiante.

Si, a veces, los orígenes “avergüenzan” -aunque oficialmente nunca se lo exprese así- nuestra psicología se las ingenia para construir otra historia, una narrativa que calme esa angustia, tergiversando la realidad, inventando -simbólicamente- una nueva. Por diversos motivos, nuestra identidad originaria, nuestras auténticas raíces, pueden resultarnos problemáticas (muchos indígenas americanos a sus hijos no les hablan en sus idiomas originarios, sino en español). O incluso, los orígenes pueden resultar insoportables, abominables. En esa lógica se inscribe lo que se conoce como “maldición de Malinche”. Ante esa vergüenza, ante ese malestar profundo, creamos -inconscientemente- otra identidad. Es un puro mecanismo de sobrevivencia, de defensa ante la ansiedad que nos puede atenazar y nos desborda.

Se podría entender ese proceso como una compensación, un mecanismo que busca evitar el sufrimiento o, al menos, atemperarlo. (¿Si no puedes contra ellos, úneteles?) Es, si vale la comparación, como el llamado Síndrome de Estocolmo, o lo que el psicoanalista húngaro Sandor Ferenczi llamó “identificación con el agresor”: tomando las características de quien nos agrede, repitiendo el trauma al que fuimos sometidos, simbólicamente salimos de la situación de víctimas y pasamos a ser, fantasiosamente, victimarios (“Ahora que tenemos poder…”, dice aquel verdugo sionista). ¿Por qué, si no, alguien de cabello castaño se tiñe de rubio, y en general no pasa al contrario? Porque en el actual mundo capitalista globalizado son los anglosajones, o europeos en general -mayormente rubios- los que han jugado el papel de amos, de victimarios. Pintándose el pelo de amarillo ¿nos parecemos más al amo imperial, y así, ilusoriamente, salimos del papel de víctimas? La psicología nos dice que sí.

En Estados Unidos hoy se está dando un fenómeno que nos presenta algo por el estilo. Recordando lo expresado por Primo Levi, apelando a la división de “nosotros” versus “ellos”, el mandatario Donald Trump ha iniciado una caza de brujas contra los inmigrantes latinos que allí laboran (supuesta causa del declive económico del país, ocultando con ello los problemas estructurales reales del capitalismo). Se les está deportando tratándolos como delincuentes, encadenados, atrapados en redadas por las calles como si fueran peligrosos criminales. La Secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem, supervisando personalmente una redada antinmigrantes en Nueva York, pudo decir altanera que “seguiremos eliminando a esta basura de nuestras calles”.

Peligrosamente nos vamos conduciendo a una situación no muy distinta a la del clima psicológico-cultural-ideológico con la que la locura nazi construyó su enemigo: comunistas, gitanos, homosexuales y, fundamentalmente, judíos. Tratados como “basura” se les pudo esclavizar, forzándolos a trabajar doce horas diarias en los campos de concentración, para luego aplicarles la “solución final”. Ahora, con Trump, ese chivo expiatorio, supuesta causa de todos los males que sufre Estados Unidos, son los inmigrantes (básicamente latinoamericanos) en situación migratoria irregular. “Todos los indocumentados son criminales”, afirmó tajante la Secretaria de prensa de la Casa Blanca, Karoline Leavitt. Y encadenados se les deporta. “Nosotros” y “ellos”; ¿qué diferencia hay entre lo de “raza superior”, proclamada por Hitler, y “países de mierda” (por supuesto: “¡ellos!”, nunca “nosotros”), vociferado por Trump?

Lo más patético de todo esto, lo que le da título a este opúsculo y alimenta la cuestión de esa “identificación con el agresor” arriba citada, es que quienes más se centran en la lucha contra los migrantes en el actual Estados Unidos -país enteramente hecho por migrantes, que masacraron a las poblaciones originarias en su momento, y que siguió siendo el punto del planeta que más grupos migrantes recibió en la historia- son personajes que tienen que ver directamente con la migración: el hijo de una migrante escocesa (Donald Trump), el hijo de padres cubanos huidos de la revolución (Marco Rubio, actual Secretario de Estado), y un inmigrante sudafricano que durante un tiempo trabajó ilegalmente en Estados Unidos (Elon Musk).

“Ser migrantes no es un delito. Los blancos de Europa que llegaron en el siglo XV y siguientes vinieron sin documentación. A los africanos los secuestraron y los trajeron como esclavos, porque tenían una agricultura desarrollada. Entonces, ni europeos ni africanos trajeron visa ni pasaportes.” (Yury Weki)

No hay razas superiores ni supremacía étnica de nadie (el genoma humano es el mismo para los 8,200 millones de humanos que hollamos este planeta); la construcción de nosotros versus ellos nos lleva por mal camino (“El infierno son los otros”, dirá Jean-Paul Sartre). Así empezó el nazismo en los años 30 del pasado siglo. Impidamos por todos los medios que se repita esa monstruosa, loca, sangrienta historia. Mucho más constructivo que el llamado a “eliminar basura” es la Marcha Internacional Comunista que pide un planeta Tierra “patria de la humanidad”.

PD: si Donald Trump cambió el nombre del Golfo de México, ¿por qué no cambiar el nombre de Estados Unidos por, digamos…. “Estados Sioux”?

Marcelo Colussi
Imagen: CC BY-NC 2.0
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