Los millonarios “indignados” por la desigualdad

 

Por Daniel Gatti

Los diez hombres más ricos del mundo tienen seis veces más que el conjunto de los 3.100 millones de personas más pobres. La distancia crece y sus sombras atemorizan incluso a los más beneficiados.

Los informes se suceden y las conclusiones son las mismas: las desigualdades entre ricos y pobres han llegado a niveles desconocidos desde, por lo menos, comienzos del siglo XX. El año pasado se cerró con la difusión de un macroestudio del Laboratorio sobre la Desigualdad Global (véase “Mundo Musk, Los ricos al rescate del planeta”) y 2022 se abrió con uno de Oxfam que reafirma el anterior y aporta datos complementarios. El documento de la ONG británica («Las desigualdades matan») se presenta como un balance de lo sucedido desde el inicio de la pandemia de covid-19. Parte de marzo de 2020 y llega a noviembre último. En ese lapso, dice Oxfam, los diez hombres más ricos del planeta duplicaron sus ya siderales fortunas: ganaron, en promedio, unos 15 mil dólares por segundo, es decir unos 1.300 millones al día, para llegar a acumular una riqueza seis veces mayor a la que tienen, todos juntos, los 3.100 millones de personas más pobres del planeta.

Los milmillonarios siguen siendo una pequeña elite: 2.755 en todo el mundo, hasta donde Oxfam pudo contar, pero son casi unos 700 más que antes de la pandemia. Están, entre ellos, los dueños de las GAFAM (sigla de Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft), el cowboy espacial Elon Musk, el gurú de Wall Street Warren Buffett, pero se les sumaron, entre otros, cinco ejecutivos de las grandes farmacéuticas, como Pfizer, Biontech, Moderna. «En todo este tiempo, en lugar de vacunar a miles de millones de personas en países de renta media y baja, se generaron 1.000 millonarios gracias a esas vacunas, vendidas por empresas que deciden de hecho quién vive y quién muere», denuncia Oxfam. En el marco de este apartheid de las vacunas, las farmacéuticas se embolsaron unos 1.000 dólares por segundo (86,4 millones por día) en beneficios.

Si los riquísimos crecieron en número –y los bienes destinados a ellos se vendieron bastante más que antes de la pandemia–, los pobres de toda solemnidad, esos que viven con menos de 5,5 dólares por día, aumentaron infinitamente más: en 160 millones. Aun si a los milmillonarios se les sacara, por ejemplo, vía impuestos, el 99 por ciento de su fortuna, dice Oxfam, seguirían siendo más ricos que los pobrísimos.

También creció en el año y medio analizado la brecha entre países y la brecha en el interior de los países más ricos. Y la brecha entre hombres y mujeres, y la que separa a los blancos de los negros o los indios u otras «minorías».

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El informe de Oxfam, además de sus datos, tiene otro mérito: destruye el mito de que los ricos y los riquísimos son ricos y riquísimos debido a sus habilidades, su talento, su capacidad de innovación, su creatividad y que, en definitiva, el resto de los mortales deberíamos estarles agradecidos por tanto empeño, trabajo, generosidad, y por tanta generación de empleo. Pues bien, su fortuna de este año y medio provino, esencialmente, de no hacer nada. De sentarse a esperar y dejar que el precio de las acciones de sus empresas aumentara y aumentara.

«La ironía absoluta de este aumento fabuloso de las riquezas de los ricos –dice el diario francés Libération, que poco puede ser confundido en sus recientes versiones con una publicación de izquierda radical– es la consecuencia directa de políticas públicas de respaldo a la economía para hacer frente a la crisis económica provocada por la pandemia de covid-19. El vertido masivo de dinero decidido por los Estados engendró, en un contexto de tasas de interés sumamente bajas y, en consecuencia, no remuneradoras, una corrida hacia los mercados de acciones. Las fortunas de todos los Elon Musk, Jeff Bezos, Bernard Arnault de este mundo están precisamente asentadas en el valor de las participaciones en las empresas que dirigen o poseen. […] Un ejemplo es el de Apple, la empresa más cara de la historia, que superó recientemente los 3 billones de dólares en la bolsa de Wall Street.»

Quentin Parrinello, representante de Oxfam en Francia, fue más claro aún: «Si esta gente se enriqueció, no fue por la mano invisible del mercado ni por sus brillantes opciones estratégicas, sino principalmente por el dinero público que les fue entregado sin condiciones por los gobiernos y los bancos centrales». Es un fenómeno similar al de las farmacéuticas y los laboratorios productores de las vacunas, que se beneficiaron de gigantescas subvenciones públicas que les generaron aún más gigantescas ganancias privadas. El resultado de todo esto es «más riqueza para unos pocos y más deuda pública para todos», dijo el director de Oxfam en España, Franc Cortada. «No vino solo, no cayó del cielo: es consecuencia de políticas.»

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El informe de Oxfam fue presentado ante el Foro Económico Mundial (FEM), ese «intelectual colectivo» de los poderosos del mundo que se reúne desde hace ya décadas en las alturas de la coquetísima ciudad alpina de Davos, en la riquísima Suiza. La paradoja es solo aparente.

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Fue en 1971 que el ingeniero alemán Klaus Schwab tuvo la idea de crear un ámbito para que los grandes empresarios y banqueros europeos «dispusieran de tiempo y espacio para pensar el mundo en el que viven y proyectarlo hacia el futuro». Lo llamó Simposio Europeo del Management y lo instaló en Davos, una pequeña localidad montañosa (hoy no supera los 11 mil habitantes) promocionada en el siglo XIX para el tratamiento de la tuberculosis por su microclima seco y frío. Thomas Mann ambientó allí La montaña mágica.

Hoy Davos es una (cara) estación de esquí. «Es un lugar ideal para que los grandes empresarios, los creadores de riqueza encuentren el reposo que necesitan para pensar más allá de lo que sus obligaciones les imponen cada día», dijo en su momento Schwab. Unos 15 años después, el simposio salió del marco estrictamente corporativo y regional y dio paso al Foro Económico Mundial, incluyendo a gobernantes, dirigentes políticos de variado pelaje (fundamentalmente conservadores y liberales, pero también socialdemócratas), académicos y «analistas».

Rápidamente el FEM se convirtió en un think tank, una usina de pensamiento de quienes comparten, como premisa fundamental, la defensa de la economía de mercado y «su permanente readecuación a los cambiantes contextos mundiales», según definió hace unos años un alto dirigente de la confederación patronal francesa, quien se presenta como «abierto a las evoluciones societales». Desde la crisis económico-financiera de 2007-2008, se hizo evidente que en el FEM las disputas intercapitalistas estaban en vías de saldarse en favor de los representantes de los sectores empresariales «modernos», que comenzaron a pesar decisivamente en el foro con sus propuestas en favor de un capitalismo supuestamente «moralizado». A la George Soros, a la Joseph Stiglitz, a la Warren Buffett.

Pero también a la Kristalina Georgieva, la búlgara que desde 2019 funge como directora gerenta del Fondo Monetario Internacional, una institución que hasta hace poco incluía invariablemente en su famoso recetario desregular la economía, privatizar todo lo que se pueda y reducir impuestos y salarios, y que ahora propone en todos lados (tanto en países ricos como «emergentes») reformas de la fiscalidad para obligar a los riquísimos a soltar algún dinerillo para las arcas de Estados cuyo papel en cierta medida hoy revaloriza. «El inicio de esta década –escribió Georgieva en 2019– trae recuerdos inevitables de los años veinte del siglo XX: elevada desigualdad, rápido desarrollo tecnológico y grandes retornos en el ámbito financiero.»

En un libro publicado al año siguiente, en 2020, Joseph Stiglitz proponía un «capitalismo progresista» que limara, afirmaba, las apabullantes desigualdades que minan la confianza de la población en el sistema, alteran la «calidad de la democracia», afectan el crecimiento y, a la larga, fomentan eventuales rebeliones que, al decir de Warren Buffett, «no convienen a nadie», menos que menos a los ricos que están («estamos», precisó el gurú de las finanzas) «ganando la lucha de clases».

Hoy las palabras clave para esta gente son refundación, regeneración, reinicio, escribió en 2020, cuando el covid-19 estaba recién en sus balbuceos, el economista español Manuel Garí (Viento Sur, 3-2-20). «El gran reseteo» se tituló la propuesta que en junio de 2020 presentó en Davos Klaus Schwab para reconstruir la economía pospandemia «sobre bases sostenibles». El ingeniero alemán recogía en su planteo parte de las discusiones que habían tenido lugar en la ciudad suiza en enero de ese año durante la última, hasta ahora, de las ediciones presenciales del FEM.

Unos 3 mil grandes empresarios, banqueros, gobernantes y dirigentes políticos de todo el planeta, así como representantes de organizaciones internacionales, se dieron cita en esa ocasión, cuidados por más de 5 mil policías que acordonaron la localidad alpina durante casi una semana. Los señores allí reunidos hablaron de responsabilidad social empresarial, de ética, de economía circular y colaborativa, de fomentar un «capitalismo de los partícipes» en el que «accionistas, clientes, asalariados, empresarios, proveedores» se den la mano, de un capitalismo más distributivo e inclusivo, más «conectado con la economía real que lo que lo ha estado en los últimos años», según dijo Schwab.

Para Davos, apuntó Manuel Garí, «la solución a los problemas generados por el capitalismo no se encuentra en una nueva política y un nuevo modelo productivo y de relaciones de producción y de intercambio, que reorganicen la apropiación del plusvalor y la riqueza entre clases y a nivel mundial, respetando los límites de suministro y carga de la biosfera, sino simplemente en una nueva forma de hacer negocio. Forma que no cuestiona la propiedad y, por tanto, quién tiene el botón rojo de la economía. […] El foro apuesta por el capitalismo productivo (en torno a la digitalización y la robótica) frente al especulativo, sin tener en cuenta la realidad: la imbricación de la producción con la especulación, que ha convertido el dinero en la principal mercancía mundial, y la creación de este por el complejo entramado de las finanzas (viejas y nuevas) en la forma mayoritaria de acuñación, al margen del control de los Estados. Hoy la economía financiera mundial representa un monto casi diez veces superior al PBI mundial. Economía real y financiera son las dos caras del mismo modelo. Y los presentes en el foro lo saben. Podríamos decir que en Davos se dicen cosas a medias y se deciden cosas enteras. Por un lado, se detectan los efectos del funcionamiento del sistema y, por otro, se ocultan las causas de fondo».

Muy claro quedó todo eso cuando, en 2020, Schwab creó un grupo de «expertos» para ir pensando las líneas de la futura «economía colaborativa» en el marco del capitalismo decente y remoralizado que preconiza. A la cabeza del grupo designó al entonces presidente del Bank of America, un señor al que, al parecer, la justicia social le debe preocupar mucho. «Recuerda la fábula de la zorra y las gallinas», comentó Garí.

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El informe de Oxfam sobre las desigualdades que matan fue distribuido en instancias virtuales del foro de Davos. En junio, cuando se prevé que el FEM vuelva a ser presencial, estará entre los «insumos para la discusión de los líderes económicos, políticos e intelectuales», dijo Schwab. «Somos gente comprometida en mejorar el estado del mundo», dijo también, repitiendo un viejo eslogan del foro.

Algunos creen, acaso buenamente, que efectivamente es así, que del magín de la «clase de Davos», como la define la activista estadounidense Susan George, saldrá algo nuevo y bueno. Señal del estado en que se encuentra eso que alguna vez se llamó pensamiento crítico.

Brecha

Correspondencia de Prensa

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