Lo que nos permite ver Pegasus

“En la vida privada es sumamente desordenado y cínico; es un pésimo administrador y vive como un verdadero gitano. Lavarse, peinarse, cambiarse de ropa interior, son para él rarezas; no desdeña el vino. A menudo se queda todo el día tumbado, pero si tiene mucho que hacer trabaja día y noche con una resistencia inagotable: el sueño y la vigila no están repartidos regularmente en su vida; muy a menudo permanece despierto toda la noche; luego, hacia el mediodía, se hecha vestido en el canapé y duerme hasta el anochecer sin preocuparse de los que andan a su alrededor, en una casa donde todos van y vienen a su antojo.”

Así es como describe un informe de un agente secreto de la policía prusiana, destacado en Londres en 1852, al peligroso revolucionario Carlos Marx, “jefe del partido de los comunistas”. Sería curioso poder oír y ver las grabaciones realizadas con el programa espía Pegasus a los militantes independentistas y, probablemente, otros activistas sociales de nuestro país. Escucharíamos, muy posiblemente, un montón de horas de conversaciones personales intrascendentes, alguna probable visita a webs pornográficas u otras prácticas más o menos vergonzantes, un montón de referencias a datos sensibles sobre la salud o las relaciones familiares de los espiados y algunos intercambios de información con sesgo político que, dado que no han sido utilizados en procedimiento judicial alguno, carecerían seguramente de cualquier dimensión inculpatoria desde el punto de vista jurídico.

¿Qué hacen los servicios secretos con toda esta información? Si creemos lo que nos cuentan las series televisivas de nuestro tiempo, en gran medida acumular voluminosos archivos, presionar a ciudadanos de formas diversas, orientar de forma subyacente y secreta la vida política de la sociedad, prevenir supuestos delitos y, sobre todo, justificar un enorme presupuesto público en seguridad. Como se ha puesto numerosas veces de manifiesto en la historia de España, los servicios policiales ligados con la política interna necesitan amenazas que garanticen sus puestos de trabajo, y cuando estas no existen tienden a exagerar lo necesario para seguir alimentando sus departamentos. La tendencia expansiva del conjunto del sistema penal y de seguridad es una constante en todo el mundo.

Pero, más allá de lo que podríamos ver si tuviéramos acceso a lo grabado con Pegasus, lo cierto es que el desarrollo de los acontecimientos desde que se denunció que el espionaje había sucedido ya nos permite visualizar con claridad aspectos importantes referentes a la calidad democrática de nuestra sociedad.

El primer aspecto esencial desvelado por lo sucedido ha sido que, en la lucha tradicional entre la concepción liberal del poder y la concepción decisionista-populista, nuestros responsables políticos se sienten más cómodos con la segunda (representada por el conocido jurista alemán Carl Schimtt) que con la primera (representada por el vienés Hans Kelsen). Lejos de entender el ámbito constitucional como un espacio de garantías, pesos y contrapesos, fundamentado en una amplio ejercicio del pluralismo y del debate público; los responsables de nuestros servicios secretos y (aún más acusadamente, por cuanto ello no está incardinado de manera necesaria en el ejercicio de sus funciones) los miembros del gobierno, entienden el Estado de Derecho desde un positivismo estrecho que mantiene que el despliegue del poder desde la legalidad justifica políticamente cualquier decisión tomada.

Es decir, lo realmente impactante del asunto es la facilidad con que los miembros del gobierno concernidos han afirmado que, puesto que la actuación realizada por los servicios secretos se había ajustado, presumiblemente, a la legalidad, ya no había nada más que hablar.

En un sistema democrático no “iliberal”, como les gusta ahora decir a las gentes a la moda, es de presuponer que el ámbito del debate político no se circunscribe, únicamente, a la discusión procesal sobre el cumplimiento de la legalidad. La democracia liberal, según sus mismos defensores, va más allá de la existencia de tribunales y códigos. Algo que es legal, puede ser discutido políticamente. Es más, debe serlo si afecta directamente al ejercicio de las libertades públicas y de la convivencia en sociedad. El espionaje legal sigue siendo espionaje y tiene implicaciones políticas y sociales que deben ser sometidas a un amplio debate público, no sólo en el Parlamento.  La democracia no consiste únicamente en el “Estado de Derecho”, sino que implica todo un proceso de debate social que se fundamenta en la libertad de expresión y en la problematización colectiva de la convivencia. La pregunta no es sólo, ¿es legal el espionaje?, sino también ¿por qué se ha espiado a esta gente? ¿Ha de ser lícito hacerlo? ¿Qué implica que se pueda espiar a los disidentes? ¿Debería seguir siendo legal?

Y esto nos lleva al segundo gran aspecto que ha desvelado el escándalo Pegasus. El debate público sobre estos aspectos es imposible si los medios de comunicación masivos no cumplen su función democrática. Nos explicaremos: no hemos podido ver que el debate sobre el espionaje se desplegara en los medios de comunicación. Todo lo más, los tertulianos televisivos y los articulistas de los periódicos informan sobre los vericuetos de los aspectos legales de las escuchas, pero todos están igualmente de acuerdo en que la discusión sobre la legalidad del asunto agota todo posible debate. Si es legal, no debe ser debatido. En todo caso, hay una evidente competencia entre ellos a la hora de buscar argumentos que justifiquen este extremo: la legalidad es intangible e indiscutible.

Ya no resulta sorprendente esta actitud del gremio periodístico patrio. Nos hemos acostumbrado, de manera suave pero indeclinable, a tertulias televisivas donde todos los que supuestamente debaten comparten la misma opinión. Muchos ciudadanos no somos ya capaces de recordar cuando fue la última vez que vimos un programa en el que se sostenían dos posiciones enfrentadas, en un marco de respeto y civilidad. Durante la pandemia, todos los periodistas estaban de acuerdo; respecto a la guerra de Ucrania, todos los periodistas están de acuerdo. Sólo compiten para ver quien es más ocurrente en su estar de acuerdo. Es más, empezamos a ser conscientes de que al debate público le ha sustituido una sucesión de lo que parecen “campañas de masas” dirigidas desde los medios a la sociedad, para convencerla de que todos estamos de acuerdo en los más variados e, incluso, peregrinos temas.

Así que esta falta de espacios para el debate político anega también la posibilidad de, incluso, un correlativo debate jurídico sobre el espionaje. ¿Se sostiene desde el punto de vista democrático que las autorizaciones de este tipo de escuchas se diriman por un único juez sin intervención de ningún “defensor de los ciudadanos”, que podría intervenir incluso sin conocimiento de estos para someter a contradicción las alegaciones de los servicios secretos? ¿Es plausible que la comisión de secretos oficiales del Congreso sea un espacio donde el CNI informa de lo que estima pertinente y donde no se puede desarrollar un debate propiamente político? ¿Cuándo hay dudas, como en el caso presente, cómo se garantiza que las personas que estiman que han sido injustamente espiadas tienen acceso a la posibilidad de someter a contradicción esa actuación que limita gravemente sus derechos fundamentales?

Es más, el presente caso de espionaje pone sobre la mesa un asunto que tiene implicaciones para la credibilidad de nuestra democracia a nivel internacional: ¿Se han espiado teléfonos de personas residentes en otros países? Y, por tanto, ¿se han llevado a cabo actuaciones que podrían constituir delitos en países extranjeros, a los que paralelamente se les reclama la entrega de prófugos de la justicia? Políticamente, socialmente, ¿qué mensaje envían este tipo de actuaciones a la opinión pública y las administraciones de otros países?

Carl Schimtt era firmemente consciente de que el régimen nacional-socialista era legal. Se afilió al NSDAP y fundamentó su teoría del decisionismo y la dictadura comisarial desde una concepción del Estado de Derecho basada en la idea de una “democracia militante”, que en una “situación de excepción” procedía a defender la Constitución cercenando las libertades. Hitler no derogó la Constitución de Weimar, se sustentó en su artículo 48 para reclamar poderes excepcionales, y vació el sistema democrático de todo debate público y todo pluralismo sin quebrar el orden constitucional.

Hans Kelsen, sin embargo, partía de la premisa de que “el hombre demócrata se inclina más bien hacia el conocimiento y la comprensión, que no hacia la voluntad y el dominio: pues, en él, la intensidad de la conciencia de su yo, el valor atribuido a su subjetividad, ceden el puesto a la crítica racional”.

El escándalo de Pegasus nos permite ser dolorosamente conscientes de hasta que punto, en nuestra sociedad, el espacio para la crítica racional se ha achicado para dar carta de naturaleza a la militancia de los “hooligans” de la legalidad de excepción.

José Luis Carretero Miramar.

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