Las heridas de la memoria
El último verano, Berlín olía a flor de tilo y a expiación. El aroma vegetal tal vez procedía de la avenida Unter den Linden. La reparación histórica aguardaba al viajero al lado de la Puerta de Brandenburgo, donde se encuentra el Museo del Holocausto: un monumento reciente y opresivo y evocador. Para un español resultaba más instructiva, no obstante, la exposición 'La Topografía del Terror', localizada en los bajos del antiguo cuartel central de la Gestapo, cerca de Prinz Albertstrasse. La muestra exhibía una notable colección de fotografías de los verdugos nazis; también numerosos documentos que explicaban la política de exterminio de los hitlerianos. En el aniversario de nuestro tirano particular, uno celebra y envidia el ejercicio de dignidad de los berlineses.
A los treinta años de la muerte de Franco, la historiografía de la guerra y la posguerra se bate en retirada y la política no logra suturar los costurones de una herida que aún supura. Desde hace años -el punto de inflexión coincidió con la mayoría absoluta de Aznar: «la derecha sin complejos»-, las huestes más conservadoras arremeten contra el acuerdo de mínimos que existía entre el gremio de historiadores con respecto a la guerra. Quebrado el consenso, publicistas y sochantres han reescrito a partir de medias verdades, labia patriotera y argumentos antañones una historia a la carta; un relato que está cristalizando entre un público que hace tiempo buscaba la forma de metabolizar su genealogía franquista. Los revisionistas más radicales y estrafalarios mantienen que la responsabilidad de la guerra atañe al Partido Socialista; que el conflicto empezó con la revuelta de octubre de 1934, y que los partidos republicanos eran antidemocráticos en su conjunto y forzaron el enfrentamiento porque pensaban ganar la guerra. La intentona de Sanjurjo en 1932, las apelaciones fascistas de Falange y de la CEDA, la conspiración permanente contra la República y el levantamiento del 18 de julio formarían parte de las leyendas urbanas incubadas por la propaganda izquierdista. Historiadores más templados y hábiles, pertenecientes al ámbito académico, impulsan la tesis del cincuenta por ciento: todos fueron culpables y en la misma medida. Una perversión de la inteligencia.
El revisionismo de la guerra comienza también a extenderse a la dictadura franquista, la llamada era de Franco en los ¿abortados? planes escolares del PP. La nueva estrategia parte de un sofisma: todos perdimos la guerra; una mentira obscena que pueden atestiguar millones de supervivientes de los dos bandos. Le sigue un proyecto ya esbozado. El franquismo era un régimen autoritario que permitía la disidencia dentro de un orden; en realidad, un Gobierno paternalista, inevitable en un pueblo de díscolos. Franco completó además un largo periodo de paz que trajo a España la modernidad social y el progreso económico. El objetivo final del proyecto revisionista consistiría en ampliar a la dictadura la teoría del cincuenta por ciento: franquismo y antifranquismo se repartirían las responsabilidades del periodo. Un planteamiento que deviene en desatino conceptual y farsa histórica. Parece lógico que existan discrepancias entre los historiadores, incluso entre los más ponderados y capaces, sobre los orígenes de la guerra y su desarrollo. Pero trazar simetrías durante la posguerra entre el franquismo y la oposición resulta insostenible. Y repulsivo: parecía impensable que la trivialización de la Historia alcanzara esos niveles. El franquismo no permitió una oposición digna de tal nombre, y los republicanos fueron sojuzgados durante cuarenta años; las cárceles, los juicios sumarísimos y el exilio radiografían la naturaleza del régimen. También los muertos. Aunque tal vez las víctimas fueran suicidas disfrazados de republicanos.
Habrá que recordarlo una vez más: el franquismo fue una dictadura.
Yo he conocido a viejos republicanos negar su propia identidad, víctimas de un miedo inoculado durante años. He tratado a padres de adolescentes asesinados que denuncian con un hilo de voz, y arrasados en lágrimas, a los victimarios de su familia, con quienes se vieron obligados a convivir durante toda una vida. He oído relatos de los hombres del monte que, en épocas ominosas, impugnaron la dictadura con las armas sabiendo que a cambio sólo encontrarían el rostro de la muerte. He rozado las manos mórbidas y torturadas de mujeres que no claman venganza, sino que el país sepa de su dolor macerado durante años. He dialogado con exiliados que perdieron familia y país, y que todavía sueñan con una patria desvanecida en el tiempo. He participado de la emoción que reflejan testigos de posguerra y que dibujan una niñez sin juegos, una adolescencia sin sueños y una juventud sin esperanza. He visto piedras en los caminos que indican la presencia de fusilados que están a la espera de una lápida para descansar de tantos años de muerte. Y ciudadanos que perdieron sus propiedades, y maestros que fueron arrojados de sus escuelas, y
Habrá que recordarlo una vez más: de todas esas devastaciones fue responsable el franquismo.
La Transición habría sido un tiempo ideal para cauterizar las heridas de la dictadura. Los demócratas debieron exigir no solamente su derecho a la libertad, sino también el reconocimiento de los republicanos: anulación de los juicios sumarísimos, limpieza del callejero y la imaginería franquistas, búsqueda de los desaparecidos. Pero los herederos de los vencidos aceptaron que el advenimiento de la democracia pasaba por hacer tabla rasa de la memoria, y en su galbana no sólo cedieron el liderazgo del cambio a los franquistas, sino que además renunciaron a su pasado. La mayoría de los ciudadanos -el recuerdo de la guerra actuó como un dique de contención- aceptó convivir con el olvido y la impunidad. El correlato implicó que los cabecillas de la represión durante la posguerra continuaran en sus puestos: políticos que firmaron penas de muerte se convirtieron en precursores de la democracia; policías torturadores siguieron habitando las comisarías; y en los papeles de los consejos de guerra figuran todavía nombres y apellidos de cientos de fiscales y jueces militares que dispusieron arbitrariamente de vidas y haciendas de inocentes. En la Transición, los demócratas jamás reclamaron que nuestros verdugos más reconocidos fueran juzgados. Una postura digna de elogio, o una estrategia obligada. Pero
El verano pasado, Berlín olía a tilo y a expiación. Madrid, por el contrario, parecía cubierta de una niebla atravesada de nostalgia. Este otoño ha acentuado la intensidad de esa niebla. Quizá el cielo madrileño despejaría si el Gobierno de Rodríguez Zapatero aprobara, sin miedo al chantaje de los nostálgicos, la Ley de Recuperación de la Memoria, y tal vez el sol saldría definitivamente si al mismo tiempo que se rescata un mínimo común denominador historiográfico, desde el rigor y la honradez intelectual, se favoreciese un uso democrático del Valle de los Caídos. Entonces no haría falta que en la sede del Gobierno de la Comunidad de Madrid, antigua Dirección General de Seguridad -asiento de la tenebrosa Policía en los años de infamia- se mostrara, al igual que en la antigua Gestapo de Berlín, la Topografía del Terror franquista.
Los rostros de nuestros verdugos.