Hay ciudadanas y ciudadanos españoles que guardan en los paraísos fiscales 140.000 millones de euros, según nos indica el informe “Evasión fiscal global 2024” del Observatorio Fiscal de la Unión Europea. Esta cantidad se corresponde con el 10, 6 % del PIB nacional y es la cifra más alta, en términos nominales, de las últimas dos décadas. De hecho, estos 140.000 millones equivalen a más de dos veces el gasto anual en educación de nuestro exiguo Estado del Bienestar.
Al mismo tiempo, y pese al Acuerdo para el Empleo y la Negociación Colectiva (AENC) firmado por los sindicatos mayoritarios y la patronal, la pérdida de poder adquisitivo de los salarios de la mayoría de la población continúa. Según la estadística de convenios colectivos del Ministerio de Trabajo, los salarios crecieron hasta septiembre un 3,1 %. Sin embargo, la inflación en esos meses había aumentado un 3,64 %. ES decir, que la clase trabajadora sigue viendo como se menguan sus exiguas retribuciones, y la posibilidad de recuperar el poder adquisitivo de antes de la pandemia parece ilusoria. En 2021 los precios crecieron un 1,48 % más que los salarios, y en 2022, un 5,21 %. De hecho, en 2022 los salarios reales en nuestro país sufrieron el mayor retroceso desde que hay registros, el noveno más alto entre los países de la OCDE.
Pese a algunos avances en la cuantía de las exportaciones españolas y, además, en las exportaciones de servicios no turísticos (telecomunicaciones, servicios a empresas, etc.), alimentados por los Fondos Europeos Next Generation, la amplia euforia desatada por la presunta resistencia de la economía española a la crisis global en ciernes es quizás prematura y está ampliamente sesgada por los intereses de clase que intervienen a la hora de financiar los distintos análisis. Siguen siendo la clase trabajadora y los sectores más vulnerables los que pagan las facturas de la inflación, las guerras en las que últimamente gusta meterse la Unión Europea y una “modernización económica” que se parece demasiado a un proceso de concentración alrededor de los fondos globales y las grandes empresas transnacionales.
El amplio desarrollo de la infraestructura energética destinada a facilitar la Transición Ecológica no debe hacernos olvidar sus contradicciones asociadas, como los límites a la expansión de las renovables que comporta una red eléctrica limitada, la burbuja especulativa generada alrededor de las subastas de proyectos renovables, o la poca presencia de electrolineras y el muy limitado porcentaje de coches eléctricos que se venden, hoy en día, en nuestro mercado automovilístico.
La continuidad en la política de altos tipos de interés del Banco Central Europeo, junto a la inestabilidad geopolítica global, que está impactando sobre numerosas cadenas de suministro y mantiene alta la inflación, plantea la inminencia de una desaceleración global que puede resolverse en una recesión. La situación económica es más preocupante de lo que parece.
Ante este escenario, el ala más progresista del gobierno plantea la reducción del tiempo de trabajo como una medida necesaria para recuperar la productividad de la economía española y repartir el empleo, de forma que se pueda mantener la demanda agregada ante una situación cada vez más volátil. Es una medida que se ha implementado ya en otros países de la Unión Europea, como Francia.
El ala progresista del gobierno hace bien en defender esta medida. Se trata de una reivindicación muy ampliamente sentida por las clases populares y remite a la reconstrucción del movimiento sindical que se está produciendo en numerosos lugares del mundo en los últimos meses (Estados Unidos, Grecia, Reino Unido, Francia…).
Sin embargo, las contradicciones que implica la implementación real de esta medida son también importantes. La regulación legal de la jornada de trabajo se vio dinamitada por las reformas laborales de 2010 y 2012, que luego no fueron derogadas. La normativa actual ofrece una amplia flexibilidad que facilita la gestión empresarial de los horarios y la jornada laboral. El establecimiento de una bolsa de un 10 % de las horas de la jornada anual, que pueden ser “distribuidas irregularmente” por los empresarios, la ambigüedad que rodea a las limitaciones diaria y anual de la jornada, y la ubicuidad de las horas extra y las complementarias, han generado un escenario en el que los límites de jornada, simplemente, no se cumplen, pese a la implementación del Registro Horario obligatorio que está siendo soslayado de diversas formas por los sectores más “piratas” de la patronal.
Existe el peligro de que la hipotética reducción de jornada aprobada por el Gobierno se convierta en un nuevo “brindis al sol” de la socialdemocracia. Si la efectividad de la reducción se vincula al acuerdo entre empresarios y sindicatos mayoritarios, en los convenios colectivos futuros, como ha sucedido con el derecho a la desconexión digital o la compensación por el teletrabajo, podemos encontrarnos con una bonita norma sobre el papel, pero vacía de contenido en la realidad. Una forma de “poesía legislativa” que no llegará a mejorar la situación de los sectores que más la necesitan, sino sólo la de algunos trabajos muy específicos.
Pese a ello, por supuesto, la reducción de la jornada laboral es una magnífica idea. Reparte el empleo, minorando las bolsas de precariedad en un momento turbulento, e impulsa la productividad al facilitar la cualificación de los trabajadores, entregándoles un tiempo liberado para su formación profesional y humana. Y, además, fuerza al empresariado a buscar a nuevos modelos de negocio, más vinculados con la tecnología y el conocimiento, lo que, a su vez, impulsa el avance en los conocimientos técnicos y de gestión de la propia patronal.
Pero la mejor medida posible para la clase trabajadora es reforzar sus procesos de organización autónoma. Construir un sindicalismo combativo, en el que confluyan todas las ramas dispuestas a pelear del movimiento obrero. Sostener su independencia y su autoorganización, al margen de intereses externos. Formar a sus militantes y extender el apoyo mutuo entre las clases populares.
Construir, en definitiva, una fuerza real para un futuro que se muestra cada vez más caótico e imprevisible.