La pertenencia a algo sagrado
Me cuenta mi sobrina, que vive y trabaja en Bruselas, de los tejemanejes de la política y la administración en la Comisión Europea, que es dónde trabaja. Si alguna duda me quedaba de que estamos gobernados y administrados por incompetentes en todas las escalas, un par de veladas con ella me han confirmado lo que suponía, que en todas partes cuecen habas. Y a mayor escala, a calderadas.
Después de todo Europa Unida, ese no-lugar, esa Utopía es tan difícil de creer como Catalunya Lliure. Pero de ilusión también se vive, y eso de que hacer castillos en el aire es mejor que intentar vivir en ellos no conduce a dejar de necesitar ambas cosas. La falta de recursos energéticos de Europa, la falta de buena administración en todas las escalas está pasándonos cuentas. Y no hemos visto nada, claro.
Si en un lugar somos más hijos de nuestra historia que padres de un buen porvenir es entre nosotros, los europeos. La ecuación empleo, trabajo estable, integración ha dejado su lugar al retardo indefinido del paso a la edad adulta, educación permanente e inmadurez social y emocional. Se nos quiere antes hijos nuestros que padres de otro. La vida perdurable.
Como decía aquel rumano en su buhardilla en Paris: Por ciertas partes nos endurecemos, por otras nos pudrimos, on ne mûrit jamais, no maduraremos nunca. En las conversaciones de verano la distancia a los problemas nos instala en un cierto nihilismo, la bondad de la noche propicia alargar la velada pensando en que las cosas no sólo van a ir más mal de lo que pensamos, sino incluso peor de lo que podemos llegar a pensar. Que ante lo muy improbable, como una guerra, como una quiebra generalizada no nos estamos preparando en absoluto.
Nos quedamos sin aquel fundamento último, la pertenencia a algo sagrado y “nuestro mundo verdadero se ha convertido en fábula”. Nos hemos hecho con la creciente conciencia de que pensamos solamente en el contexto de esta cultura, ya que la idea misma de una verdad universal y un humanismo transcultural han madurado justamente dentro de esta querida cultura occidental. Cuando el nihilismo deviene hermenéutica el pensamiento sabe que puede mirar hacia lo universal sólo si pasa a través del dialogo, el acuerdo, la caritas… que la verdad nace del acuerdo y en el acuerdo, y no viceversa. Y no los estamos haciendo, no los estamos tomando, y así no hay verdad que valga, ni en mi barrio, ni en mi ciudad… ni en Europa.
Sin “madurez holística”, sin espíritu de sacrificio, sin espíritu de cooperación, sin buena voluntad, valor y generosidad, no podemos creer posible ninguna revolución. No se puede confundir revolución con aumento de fuerza. Revolución no es que uno vaya de un lado a otro porque nada le parece adecuado, que lo arroje todo por la borda porque ve algo mejor, que intente atrapar, como el perro en el agua, la imagen reflejada del bocado que tiene en la boca. Evidentemente la revolución es una situación de madurez.
Lo malo de nuestra deseada Europa no es que se haya hecho vieja, sino que envejece mal. La vejez es el momento en el que se vuelve cada vez más difícil distinguir claramente las causas, es decir, calcular probabilidades condicionales atribuidas a estados bien identificados hacia los que pueden dirigirse acciones específicas. Pero es también el caso en el que, a posteriori, el médico que certifica se encuentra a menudo ante un encadenamiento de sucesos de entre los cuales resulta delicado elegir. El problema surge cuando en la adición, en las tablas estadísticas, de las causas de defunción de los ancianos, personas de edad madura y personas jóvenes, porque la acción puede no tener, al menos desde ciertos puntos de vista, la misma significación en todos estos casos.
Cicerón, en De senectute, cuando Roma era Europa: “¿Qué puede haber más natural que los viejos mueran?… un viejo se muere como el fuego que se apaga porque ya ha consumido todas sus brasas…” Bien, él entendía la vejez como el momento de desaparecer, nosotros nos resistimos a entenderla así. Eso de que “morir es fácil, hay que saber desaparecer” no se lleva en un continente de malos viejos. De viejos que nunca maduraron.