La niña puta
Sabíamos que la prostitución generalizada es uno de los pilares sobre los que la burguesía sostiene su tiranía. Para el mercader es imprescindible que todo tenga un precio. Hay que saber venderse, les dicen a los parias. ¿Para qué gastar látigo cuando el borrego puede redactar su propio currículum, llamar a puertas, arrodillarse y aplastar a otros borregos peor enseñados?
Hay que acabar con las putas de calle, aquellas cuyas últimas esperanzas de supervivencia residen en el irrefrenable impulso que el instinto de reproducción ejerce sobre la eyaculación. Estas putas, son autónomas, no pagan impuestos, no alimentan a los escarabajos peloteros de la burocracia. Tienen que convertirse en precarias, poseer la misma naturaleza discrecional e intercambiable de un jersey o unos calcetines, a ser putas legales, dispuestas a todo para mantener las migajas que les dan. De todas maneras acaban chupándola. Esta vez gratis. La prostitución salvaje es un atavismo. Hay que regularla.
Todos y todas los proletarios y las proletarias somos putas. Putas ajadas, tristes, agotadas, desmoralizadas, acabadas.
Pero para la burguesía no es suficiente. Todo ha de tener un valor económico, ser susceptible de transformarse en oro. En la era del niño rey, figura sobre la que la decadencia proyecta sus más íntimos anhelos de beatitud, exigiendo que al óvulo fertilizado se le dé dignidad de votante, de sujeto económico, la infancia aparece como un precioso tesoro a saquear.
Habíamos oído hablar de las trágicas historias de esos niños de oro, explotados sin escrúpulos por los magnates del poder y por su padres para hacer soñar a las masas. Niños como Marisol, como Joselito, como Michael Jackson o Britney Spears, utilizados por su padres como auténticas gallinas ponedores y luego tirados a la estercolera. Eran otros tiempos y el fenómeno se circunscribía al mundo del espectáculo. Pero cuando el espectáculo lo fagocita todo, cuando la farsa se convierte en la última fortaleza de la esclavitud, el espectáculo lo fagocita todo, lo es todo. Ahí tenemos al oscarizado nobelizado Obama, entronizado sumo pontífice de la multietnia global, destinado a apaciguar a las pauperizadas masas mestizas, a habitar los sueños de los hombres y mujeres de África. Pero antes que Obama la fórmula ya funcionó con Kofi Anán, un negro educado en las mejores universidades, que hizo lo que se le dijo en Irak, con su mejor cara triste.
Y en España, en esta tierra putrefacta, donde los mangante-mandantes son a su vez putas de millonarios clientes londinenses o neoyorkinos, asistimos con estupor al primer caso de prostitución infantil político espectacular que los tiempos han conocido. Leonor de Borbón, una niña rubia y adorable, un ángel infantil, se ha convertido en garante última de las esperanzas de perpetuación en el poder de una familia de criminales y de todos los criminales clientes que dependen de ella para salvaguardar sus rapiñas.
Sabíamos que Felipe de Borbón era inteligente, y que apostó desde un primer momento por la baza del espectáculo para asegurar sus posibilidades en una línea sucesoria manchada irremediablemente por el sello del fascismo. La elección de una estrella de la televisión para consorte, pequeño burguesa con la que se podía identificar la España del Corte Inglés, fue una operación meditada coronada por el éxito. Aprovechando la misma veta, desde que nació su primogénita, una corte de fotógrafos se dedica a proporcionar el material iconográfico con el que los pueblos de España han de empapelar su miseria. Porque, ¿quién podría desearle mal alguno a una criatura divina, a un ángel adorable?
La propaganda del bien y la felicidad, alimentada en su raíz por las técnicas de la publicidad comercial, de una praxis eficiente y masiva, puesta a punto durante décadas, fue el arma decisiva con la que se derrotó al demonio comunista. Las masas no pueden atentar contra su propio anhelo de felicidad, anhelo tanto más punzante y vital cuanto desesperadas son sus necesidades, cuanto pestilente es su miseria. El cuento de hadas en el que vive la niña Leonor es el reflejo inverso de la pesadilla en la que viven millones de niñas y niños de la misma edad, sujetos a la violencia del desempleo, la precaridad, la marginación y la falta de esperanza de sus padres. Al igual que los esplendores de la corte de Luis XIV servían para ocultar por ceguera la mugre que supuraban los barrios de París, la Disneylandia borbónica deslumbra y oculta la vida de las ciudades dormitorio, de las ciudades autopistas, de las ciudades centro comercial, de las ciudades alcohólicas y suicidas.