La miseria de ser becario de Adrià, Muñoz o Berasategui: 16 horas a palos y sin cobrar
La ecuación es sencilla: cuantas más estrellas Michelin tenga un restaurante, más becarios sin cobrar habrá en la cocina. Si una noche decide darse el lujo de pagar 300 o 400 euros por vivir la experiencia de un tres estrellas Michelin, debe saber que al menos un 80% de los cocineros que elaboran sus manjares son jóvenes becarios, sin salario y que a esas horas de la noche superan de largo la jornada de su contrato.
Todos confirman lo mismo: ser ‘stagier’ (aprendiz de cocina) de los grandes chefs es una experiencia durísima, capaz de impulsar carreras pero también de hundirlas. Los chefs Michelin rozan, cuando no directamente tocan, la explotación de sus becarios, pero estos lo aceptan de buen grado porque haber sido aprendices sin morir en el intento de Adrià, Berasategui o los hermanos Roca abre las puertas de cualquier cocina del mundo.
«Todo el mundo sabe a qué va. Sabes que te tratarán mal, que quizá sufrirás ansiedad, depresión, que habrá momentos incómodos, muchos piques con tus compañeros por ser el mejor, mucha violencia verbal. Esa imagen tan bonita que la gente ve en la tele, en ‘Masterchef’, ‘El Xef’ y todos esos programas, es una mentira. En las cocinas de los estrellas Michelin se sufre mucho y hay mucha explotación», prosigue el cocinero. Él mismo tuvo que dejar El Bulli por ansiedad, aunque aguantó seis meses antes de reventar. «Al menos cobraba. Unos 600 euros al mes por 15 o 16 horas al día. El primer mes adelgacé 12 kilos, pero conseguí adaptarme.
«Tenía un contrato de 200 euros por cinco horas semanales, pero estaba de 9:00 a 2:00 de la mañana y los martes entraba a las 8:00. Comía de pie en una esquina, si es que comía. Me decían que si aparecía un inspector, le dijera que estaba en una de mis cinco horas semanales. Había muchos piques y mal trato, pero no de Muñoz personalmente, él no se dirigía a nosotros, sino de los cargos intermedios, que para hacer méritos y demostrar que pueden ascender, te putean al máximo», prosigue.
«Currábamos de 6:00 a 21:00 sin parar. Dieciséis cocineros cobrando la mayoría 900 euros. Era dormir y currar. En tres meses perdí 11 kilos. Había presión, muy malos modos, insultos a los trabajadores, todo el mundo cagándose en todo».
«Yo he visto gente llorar durante los servicios. Gente que subía a trabajar y no terminaba el día. Durante los servicios, unos gritos… vuelan platos si algo sale mal. Tienes que ir preparado mentalmente, porque ahí todo el mundo insulta a todos, uno tiene que tener claro qué es lo que quiere».
«Es cierto que hay mucha presión, a mí me llegaron a saltar lágrimas de rabia, ganas de querer irme, y eso que yo era muy duro. Tienes que aprendes a controlarte, a ser disciplinado, porque por una tontería puedes tirarlo todo por la borda mientras hay 200 chavales esperando para coger tu lugar. Luego depende de cada uno decidir cuándo dices basta».
“Yo he sido víctima de trampas en El Bulli con el único objetivo de mantener la tensión al máximo. Por ejemplo, emplatabas entre cuatro personas y cuando lo ponías en la mesa el jefe de cocina le añadía una hoja de perejil que no tenía que ir, daba un grito y paralizaba el servicio para quejarse. Recuerdo una vez que sonreí por una cosa que pasó preparando un plato y me cayó una bronca tremenda delante de todo el mundo. Yo no quiero ese estrés en mi día a día».
«Al final, mucha gente recurre a las drogas para aguantar a este nivel. Es gente joven que quiere darlo todo en el trabajo y luego salir de fiesta, tener vida social, ir al gimnasio…», señala Toni. «Yo he visto chavales consumidos, otros con problemas serios de alcoholismo. Por desgracia, lo de las drogas en las cocinas es un pez que se muerde la cola: se juntan juventud, estrés máximo y ganas de triunfar».