La inflación es el impuesto de la guerra, y el Pacto de Rentas garantiza que lo pagará la clase obrera

 

La ministra Nadia Calviño, íntimamente relacionada con la burocracia europea, quiere un Pacto de Rentas. Pablo Hernández de Cos, el gobernador del Banco de España ya adelantaba en enero que era necesario un acuerdo entre los llamados “agentes sociales” para establecer un gran pacto que limite los salarios. Antonio Garamendi, responsable de la CEOE, por supuesto, también quiere un Pacto de Rentas, aunque, eso sí, pretende no dar nada a cambio de la limitación de las retribuciones de los trabajadores. Incluso García Ferreras, el insigne periodista amiguísimo de Eduardo Inda que se dejó asesorar tan blandamente por Villarejo, quiere un Pacto de Rentas. Todos están de acuerdo.

Todos coinciden, como ocurrió con la visita de la OTAN a Madrid, como acontece con la entrada en guerra de nuestro país, como sucede con el silenciamiento y represión de los movimientos sociales y sindicales que se resisten al expolio neoliberal, como pasa con el nuevo monarca, que nada tiene que ver con los tejemanejes del anterior y, que, se supone, ha debido llegar a su puesto “por sus propios méritos”.

Todos dicen lo mismo, así que deberíamos preocuparnos.

Un Pacto de Rentas es un acuerdo entre empresarios y sindicatos para limitar los salarios y los beneficios. Una herramienta para actuar frente a una inflación desbocada que, se supone, se acelera cuando los trabajadores pretenden adecuar sus salarios a las alzas de precios, provocando una “segunda ronda” de subida de estos últimos. Es decir, lo que dicen que les preocupa es que, si los precios han subido un 10 %, los trabajadores pretendan subir sus salarios ese mismo 10 % , para mantener su poder adquisitivo, y eso “obligue” a los empresarios a seguir con las subidas de precios.

El contenido del acuerdo, por tanto, consistiría en que los trabajadores admitamos que nuestros sueldos no suban, aunque lo haga la inflación, y, así, aceptemos perder poder adquisitivo. A cambio, no se sabe muy bien que nos van a dar los empresarios, ya que nadie ha hablado en ningún momento de controles de precios ni de los márgenes de beneficio. Quizás, y eso se determinará en la oportuna negociación, la CEOE acepte que el Estado implemente algún pequeño subsidio para quienes salgan peor parados (y, por lo tanto, que ese subsidio lo paguen los propios trabajadores mediante los descuentos del IRPF de sus nóminas) o que se establezca alguna limitación menor para repartir dividendos o algún nuevo impuesto a los sectores que están obteniendo beneficios de escándalo gracias, precisamente, a la alta inflación. Quizás. Está por ver.

La alta inflación, por su parte, es el resultado previsible de la dinámica militarista emprendida por el capitalismo occidental, a la que nuestro gobierno se ha prestado con entusiasmo y abnegación. Entrar en una guerra indirecta con quien tiene la llave de nuestro consumo energético es una actitud que crea las bases para un alza sostenida de los precios. Si a esto le sumamos el colapso aún irresuelto de las cadenas de suministro globales tras la pandemia, y la absoluta voracidad de los grandes capitales, que no quieren renunciar a los brutales márgenes de beneficio que ha representado el alza de precios para las petroleras, y que representan las consiguientes subidas de tipos de interés para las financieras, tenemos una tormenta perfecta.

La inflación es el impuesto de la guerra. Y nadie prevé detener dicha guerra. Los bancos centrales de los países occidentales, en todo caso, pretenden retomar la senda de la austeridad, como lo hará el Banco Central Europeo asociando “condicionalidades” al futuro “mecanismo anti-fragmentación” de la deuda de los países miembros de la UE. “Condicionalidades” es el nombre eufemístico para los recortes neoliberales que pretenden garantizar que los flujos financieros internacionales no atacarán a la deuda de los países periféricos, porque les vamos a garantizar que van a hacer siempre un buen negocio, degradando los servicios públicos y los mercados laborales para que no encuentren “rigideces” en su proceso de extracción del plusvalor.

El objetivo del Pacto de Rentas es imposibilitar un proceso de rearme y de movilización de la clase trabajadora, entorno a la defensa del salario y, por tanto, de la porción que obtiene el trabajo de la riqueza nacional. La alta inflación ha espoleado las luchas obreras en algunos sectores, como el metal o la limpieza. Pone en cuestión la abulia generalizada entre los trabajadores del sector público e incita a los pensionistas a pelear por la integridad de sus pensiones. Asoma a la clase media y a los sectores más acomodados de la clase trabajadora a la posibilidad de la dilución de sus ahorros. Empieza a poner nerviosa a una población que ha sufrido mucho en las últimas dos décadas.

La salida que Calviño, Hernández de Cos y Ferreras buscan a este escenario de inestabilidad es bastante evidente: la clase trabajadora se ata las manos y los empresarios siguen haciendo lo que les da la gana. La guerra de Ucrania no se detiene. El gas deja de llegar o llega mucho más caro. Las energéticas siguen teniendo beneficios récord, aunque repartan una pequeña fracción, que el Estado dedica a inundar en burocracia a la población más excluida, a cambio de subsidios exiguos. Cumplimos las “condicionalidades” de la Comisión Europea con una nueva reforma regresivade las pensiones. Los sindicatos, absolutamente desprestigiados, se dedican a predicar las bondades de la concertación, la paz entre las clases y la ternura de un gobierno que, al menos, no es de ultraderecha y no nos obliga a ir a misa.

Frente al Pacto de Rentas, sin embargo, tenemos a una izquierda transformadora desnortada, confusa y fragmentada. La indecisión a la hora de enfrentarse al gobierno deja el campo abierto para la irrupción de una contestación desde la ultraderecha. La cooptación de militantes de los movimientos por la política institucional instaura una evidente crisis moral y un tono general depresivo que no termina de cerrarse en las organizaciones de base. Los espacios de autoorganización social se han estrechado hasta la inanición en los años de gobierno “progresista”. La clase trabajadora mira perpleja al sindicalismo de pacto y a los estudiantes eternos que repiten una y otra vez que las clases ya no existen, hasta que obtienen un oscuro puesto de asesor del asesor del concejal de jardinería y de festejos, donde cumplen ordenadamente todas las normas que ha aprobado el bipartidismo en cincuenta años de democracia.

Podría ser así. En cierta manera, es así. Pero…

Si uno mira más de cerca ve que las huelgas se multiplican. Desde el metal de Cádiz a los tripulantes de cabina de Ryanair. El sindicalismo combativo, fragmentado pero despierto, empieza a buscar ámbitos de confluencia, a mirarse a la cara. La plaza de Callao se llena de gentes que muestran su rechazo a la matanza de la valla de Melilla. El verano calcina las calles, pero los militantes tratan de encontrarse bajo la calima. Debatimos y existimos. Algo podría despertar.

La gran guerra ha comenzado y debemos pararla antes de que lleve al mundo a la destrucción. La “clase media occidental” y las libertades democráticas difícilmente sobrevivirán a una gran conflagración, que puede durar décadas, con la periferia emergente del sistema global. La inflación es el primer impuesto de la guerra. Los propagandistas del Pacto de Rentas quieren que los trabajadores se aten las manos ante la inestabilidad que se avecina, que acepten pagar la fiesta de las energéticas y los bancos. Y de las empresas de armamento.

No es nuestra compasión lo que salvará a quienes se hayan en peligro, en este convulso inicio del siglo XXI, sino nuestra valentía y nuestra acción colectiva.

 

Por José Luis Carretero Miramar para Kaosenlared

 

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