La indulgencia
Por Mikel Arizaleta
Ante la conmemoración del 500 aniversario (1517-2017) de la Reforma del gran Martín Lutero, y sin perder de vista que el luteranismo es tan sólo hoy día una parte del espectro del protestantismo mundial: los reformados, los metodistas, los evangelistas…, sí conviene recordar, a la hora de valorar la labor de este gran reformador, una grave lacra que por entonces [¿ y sólo entonces?] padecía la Iglesia católica y contra la que alzó su voz Martín Lutero.
Otro gran alemán de nuestros, ya fallecido, KarlHeinz Deschner, la sintetizó con profusión de datos en su obra “Der gefälschte Glaube”, traducida al castellano y publicada por la edit. Txalaparta como “El credo falsificado”. Pero para una mayor profundización y detalle de su lucha contra, en palabras de Horst Herrmann, “das Credo des Credits”, el credo del crédito, léase lo recogido en el tomo 6 de la “Kriminalgeschichte des Christentums”, cap. 11 “Der Ablass vom katholischen zum protestantischen Luther” de KarlHeinz Deschner.
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En mi cartera guardo vuestro dinero, toda vuestra propiedad es mía, vuestra plata alemana va a parar a mi arca.
Confiese, señora cartera, ¿le ha enviado aquí el Papa para que usted le haga rico embargándonos a nosotros, pobres alemanes?
Pienso que muy poca de esta plata llega al país de Dios, porque jamás soltaron un tesoro así las manos del clero.
Walter von der Vogelweide
La indulgencia fue quien mayor influjo ejerció en la vida económica… Estaba tan enraizada en la vida del pueblo que en 1500 se pudo hacer en serio la propuesta de que el imperio reuniera el dinero de sus presupuestos mediante predicaciones sobre las indulgencias, ya que éste es el único camino de conseguir dinero del pueblo.
El teólogo católico Hans Rost.
Para los teólogos católicos pocas cosas hay en la dogmática romana tan penosas como la doctrina de la indulgencia. Para entenderla es importante hacer la distinción entre culpa y castigo. Según doctrina de la Iglesia, a través del denominado sacramento de la penitencia se borra la culpa del pecado y el castigo eterno pero no los castigos temporales, que hay que purgar en la tierra o en el purgatorio. Uno puede librarse de ellos especialmente mediante indulgencias, de modo total mediante una indulgencia “plenaria”, en parte mediante una “parcial”, en la que indicaciones de tiempo no significaba que ése era el tiempo que uno debía purgar en el purgatorio, sino el tiempo que tenía que realizar en la antigua Iglesia como penitencia por sus pecados. Si alguien tenía “la suerte” de morir inmediatamente después de haber ganado una indulgencia plenaria, iría “directamente al cielo, sin ser rozado por las llamas del purgatorio.”
En la primera Edad Media se daban ya grados de indulgencia. Se podía satisfacer a la Iglesia mediante lo que se llamaba dinero, conmutación o redención.; se podía evitar un día de ayuno severo pagando un denario o, si se era pobre, encajando cincuenta bastonazos. De modo análogo en el 791 compraron los nobles antes de la expedición militar de los ávaros de Carlos Magno con dinero el permiso para beber vino, mientras que los guerreros normales tenían que ayunar en saco y ceniza.
Durante siglos los mismos representantes de Cristo organizaron cruzadas, y todos los papas extendieron indulgencias contra turcos, tártaros, moros, “herejes” y demás demonios, para la dirección y fomento de estas guerras agresivas y de ataque, que ocasionaron la muerte de millones de personas.
Ya León IV (847-855) concedió una especie de indulgencia de cruzada, prometiendo ser aceptados en el cielo los cristianos que caían luchando contra los sarracenos. Algo parecido garantizó el Papa Juan VIII (872-882) como comandante de una escuadra de buques de guerra: “la paz de la vida eterna a las víctimas de la guerra.” Y estas promesas continuaron durante toda la Edad Media en las guerras de los Santos Padres.
Los “representantes” concedieron también indulgencias (¡incluso en domingos y días de fiesta!) para la construcción de fortificaciones, así por ejemplo Clemente VII, Pío II, Nicolás V, Sixto VI o León X. Se concedían indulgencias con sumo gusto y por doquier (desde Inglaterra a Italia o España) para acarrear arena y piedras de cara a la construcción de iglesias y conventos, consiguiendo trabajadores gratis que venían desde zonas lejanas, como ocurrió en la construcción de la catedral de Friburgo de Brisgovia.
La indulgencia gozó en la Edad Media tardía de una creciente popularidad. En las postrimerías de los siglos XIII y XIV las bulas de indulgencia se contaban ya no por cientos sino por miles. “La palabra indulgencia, cuyo uso en este tiempo era un abuso continuado, es dura pero verdadera”, escribe el historiador de la Iglesia Hauck. Y en los siglos XV y XVI creció todavía más el número de concesiones, sobre todo con Bonifacio IX, Sixto IV y León X y, por supuesto, por la sed crónica de dinero.
Y es que la indulgencia proporcionaba claro está –ése era el objetivo- dinero a los papas. En primer lugar la tasa por el libramiento; había una tasa por el borrador, otra por la copia en limpio, una tercera por el registro, una cuarta por el sello (taxa abbreviatorum, scriptorum, registri, plumbi). Además, los representantes de Cristo cobraban una parte del producto de todas las acciones provechosas. En muchas indulgencias había que anotar exactamente, a finales de la Edad Media y en Roma, el precio de adquisición.
Fueron muchos los obispos y cardenales que se quejaron de esta práctica romana de las indulgencias, sobre todo porque les menguaba sus propios ingresos. Claro está, también ellos promulgaban las correspondientes bulas y cobraban por ello; en pequeñas indulgencias se quedaban con la tasa por el libramiento, pero el ingreso gordo iba a parar a la Iglesia o entidad “agraciada.” Como ya se ha dicho, en negocios fuertes, una parte del dinero de la indulgencia se mandaba a Roma, donde existía una especie de doble regulación. O la cámara papal recibía un tercio, la mitad o a veces hasta dos tercios de la cantidad, o el solicitante pagaba por cada otorgamiento una suma global, que tenía el bonito nombre de “composition.”
Sobre todo desde el siglo XIII los obispos idearon también, siguiendo la costumbre de los papas, multitud de indulgencias. El prelado español Ermengaud, ya en el siglo XI y con el visto bueno de su arzobispo, concedió indulgencias a todos los que dispensan “pan, vino, oro, plata y otras cosas.” Dicho sea de paso, Ermengaud, que compró con dinero su sede episcopal, es venerado como santo desde el 1044.
A lo largo de la Edad Media se estableció también las indulgencias por los muertos. Es cierto que hubo sus discusiones en la Iglesia. Así, a mitades del siglo XIII, el conocido canonista Heinrich de Susa (Hostiensis), que gozaba de alto predicamento entre los papas, tildó las indulgencias por los muertos de engaño pecaminoso. Para el doctor Alberto Magno, en cambio, son de gran utilidad para las pobres almas del purgatorio.
Ya por entonces corrían acerca de estas cosas historias increíbles. Un franciscano inglés, por ejemplo, cuenta en un “libro de ejemplos“ para uso de predicadores el caso de un hombre, que compra indulgencias para su hijo recién fallecido. Paga mucho dinero; y ya en la noche se le aparece el hijo envuelto en luz y le anuncia que “por las indulgencias, que has comprado, he sido librado del purgatorio y me dirijo ahora al cielo.”
Pero cuando en 1482, el franciscano Johann Angeli propagó en Tournai que el papa, si quisiera, podía vaciar el purgatorio completamente, lo desmintió tajantemente al año siguiente, el 5 de febrero de 1483, la Sorbona como algo “escandaloso.” ¡Y es que un purgatorio vacío no les hubiera proporcionado dinero! En España sostuvieron algunos clérigos, mediante bulas falsificadas, que era posible librar a las almas no sólo del purgatorio sino incluso del infierno. Esta ignominia fue duramente reprendida y rechazada en 1453 por Nicolás V.
Había ya monstruosidades suficientes. El prior de los agustinos de Viena, Leupolt, asegura (redactado en un escrito de romería) de la iglesia de san Lorenzo de Roma, dónde él mismo había estado que: “Quien visita la iglesia los miércoles de todo el año libra a un alma del purgatorio. Y esto lo conseguía san Lorenzo merced al martirio divino.” A la larga, estos favores no podían quedarse encerrados entre las cuatro paredes de la iglesia de san Lorenzo. El regidor de Nuremberg, Nikolaus Muffel, que en 1455 y en Roma se ocupó “con todo el alma” de este maravilloso fenómeno, nombra ya más de quinces iglesias y lugares donde se podían rescatar almas del purgatorio. Y de la capilla de san Práxedes afirma que: “Si se dicen cinco misas en esta capilla por un alma, será librada de toda pena. Y de que ha ocurrido esto hay documento y registro.”
Según el librito de Roma, impreso en latín varias veces, la primera bajo Inocencio VIII, estando diciendo misas en la capilla de san Práxedes el papa Pascual (817-824) por una determinada alma, tras la quinta vio el papa cómo la santísima virgen la portaba al cielo. No es extraño, por tanto, que muchísimos peregrinos emprendieran la cara romería a Roma buscando el consuelo de las pobres almas. Y hasta finales del siglo XVIII se podía alcanzar, visitando la iglesia de san Práxedes, una indulgencia “diaria” de 12.000 años.
Pero pronto perdieron tirón las indulgencias más mezquinas de tiempos anteriores, de modo que hubo que rellenarlas y complementarlas. Una oración para el rey de Francia, que bajo Inocencio IV proporcionaba diez días de indulgencia, rendía cien años después, bajo Clemente VI (1342-1353), cien días. El legado papal Peraudi, a inicios del siglo XVI, había concedido para cada reliquia de la Schlosskirche de Wittenberg – allí había por millares- cien días de indulgencia, pues bien, el Papa León X de cien días subió por cada partícula a cien años, y por cada reliquia de la nave a 4.000 años. De modo que se dio paso a un proceso verdaderamente inflacionista. Se multiplicaron las gracias. De una indulgencia de pocos días se llegó –mediante documentos verdaderos o falseados- a 1.000 años, 12.000 años, 48.000 años , incluso hasta 100.000 años, 158.790 años, 186.093 años, y (en un libro inglés de oraciones) a una indulgencia de un millón de años.
Un libro de indulgencias, publicado en Roma en 1491, declaraba: “Las indulgencias, que se ganan en la iglesia de Letrán, son tan numerosas que sólo Dios sabe cuántas son; los días en los que se muestran las cabezas de los apóstoles Pedro y Pablo en Letrán los romanos ganan 3000 años, los habitantes de las cercanías de Roma 6000 años y los demás pueblos 12.000 años de indulgencia; cuando el papa consagró la iglesia de Letrán concedió tantas indulgencias como gotas de agua en una borrasca, que dura sin parar tres días y tres noches; quien asciende las escaleras de san Pedro con ánimo santo gana, por cada escalón, 1000 años de indulgencia, gana 4000 años quien se acerque al altar de la misma iglesia de san Pedro, bajo el cual descansan los cuerpos de los apóstoles, y 14.000 quien se acerque al altar principal del coro y, al mismo tiempo, se libera un alma del purgatorio; en María la Mayor se gana 12.000 años de indulgencia en todas las festividades marianas; 48.000 años de indulgencia en la iglesia de san Sebastián; 60.000 en Ara coeli; en la iglesia de Santa Maria del Popolo sube la indulgencia hasta 555.293 años y 285 días.”
Y ante una indulgencia bastante llena, como aquella de 48.000 años de la iglesia de san Sebastián de Roma, amenazaba el librito alemán de Roma: “Nadie debe dudar de la indulgencia, que existe en la digna iglesia; si alguien duda peca gravemente.”
Se carecía de todo escrúpulo, y continuamente se ideaban nuevos métodos de sangría. Por ejemplo, los papas aseguraban en sus bulas a menudo que la indulgencia concedida nunca sería revocada. Pero en la próxima ocasión, que se les presentaba, declaraban en las nuevas bulas, sin vergüenza alguna, invalidadas las indulgencias anteriores, ¡aun cuando se hubiere asegurado y afirmado que jamás serían suspendidas!
Y esa eterna emisión de nuevas indulgencias y anulación de las anteriores -desde el siglo XIII- enfadaba a las gentes todavía más que los precios en sí. Y es que se había pagado ya por las anteriores. ¡Y ahora se necesitaban otras! Se “suspendían” las anteriores y se concedían nuevas, por lo que había que pagar de nuevo, nuevos ingresos… Era el ritmo de esa “piedad.”
¡Y cuán numerosas fueron las indulgencias de las cruzadas! A partir del siglo XV se hizo más frecuente la anulación de las anteriores, se anulaban casi todas con la emisión de nuevas. Pío II necesitaba dinero para la restauración de la basílica romana de san Marcos, así que hizo que el obispo de Treviso encontrase cien personas en su diócesis, que pagaran una considerable aportación por una indulgencia plenaria a la hora de la muerte y, mandó suspender, mientras no se encontrase este centenar, todas las demás de este tipo. Sixto IV, constructor de la Capilla Sixtina y de un burdel, e instaurador de la fiesta de la Concepción inmaculada y fanfarrón sexual sin igual, quería ver el año jubilar de 1475 a numerosos cristianos reunidos en Roma y, con ese motivo, engordar sus arcas. Así que, con antelación suficiente, (para que preparasen con suficiente tiempo el viaje) el 29 de agosto de 1473 suspendió todas las indulgencias plenarias, excepto las de las iglesias de Roma. (Alejandro VI, amante de su hija Lucrecia y de otras prostitutas, aprendió la lección e hizo lo mismo en el gran Año Santo). Inocencio VIII, que se mudó al Vaticano con dos hijos, accedió a la silla papal el 29 de agosto de 1484 y ya el 30 del mismo mes y año anuló todas las indulgencias plenarias de su predecesor (a excepción de la de a la hora de la muerte). Quien quisiera de nuevo las anteriores, debía pagarlas de nuevo en el gabinete papal. Y, de la misma forma que Inocencio VIII, procedieron Alejandro VI, Pío III, Julio II, León X y Adriano VI.
Y a todo esto hay que añadir que los clérigos falsificaron indulgencias, falsificaron en proporciones industriales, es decir, las extendieron en sus mismas iglesias en nombre de papas anteriores. Así se inventaron ya en el siglo XI indulgencias plenarias para la catedral de Asti, para un convento en Vertemate, para la iglesia de Pedro en Nesso etc.
Se falsificó una bula del 28 de diciembre de 1121 para Catanzaro, otra del 23 febrero de 1120 para el convento de san Jean-du-Mont, un privilegio de bula del 1 de mayo de 1133 para el convento de san Salvatore de Brescia, y en la misma época una indulgencia para la abadía de Königslutter. También se falsificaron indulgencias para varias iglesias de Tréveris, también para el convento de Andech, para la iglesia de san Agustín en Orvieto, para la iglesia de san Simplicio en Milán, la iglesia de san Marcos en Viterbo, la iglesia de san Marcos en Venecia, la catedral de Padeborn, la catedral de Anagni en Vercelli etc. Y, como decíamos, abundaron estas falsificaciones en provecho de la Iglesia.
La mayoría de las bulas sobre indulgencias, falsificadas en la tardía Edad Media por clérigos y miembros de órdenes religiosas, habían sido ya aprobadas por los papas en los siglos XV y XVI. Pero, según algunos teólogos expertos, aún aquellas indulgencias, que no hubieran obtenido el placet de los papas, serían válidas en virtud del derecho consuetudinario.
Pero no fueron tanto las falsificaciones –con las que muchos cristianos no contaban (hoy muchos siguen no teniendo ni idea de lo ocurrido en este asunto)- cuanto el gran número de emisiones y concesiones de indulgencias lo que desacreditó e hizo sospechoso todo el tema. Lutero censuró el embuste antibíblico de las indulgencias. “El papa y sus comediantes… enseñan para grandísimo oprobio de Cristo como mérito de Cristo el tesoro de la indulgencia. Pero si alguien pregunta qué base tiene en la Escritura, se hinchan y vanaglorian de su facultad y poder y contestan: ¡Y no basta con nuestra palabra! En su contra escribo este artículo y lo fundamento en la Escritura.”
Pero en tiempos de Lutero la indulgencia no era sólo un puro negocio monetario, una explotación de las masas entontecidas, de las que sólo sacaban provecho el clero, la curia romana, los obispos, los predicadores de indulgencias, los confesores, sino también se aprovechaban de ellas los príncipes reinantes, los cambistas y los agentes.
“Muchos se escandalizaban de que el dinero de los pobres, que creían hacerse poco a poco con la llave del reino de los cielos, sirviera para tapar los agujeros de las bolsas reales. Se murmuraba porque el dinero acumulado en el tráfico no se utilizara en beneficio de los fines caritativos, por los que se expendían.” Efectivamente, en el siglo XVI la riqueza de la indulgencia fue a parar a las manos de los ricos hacendados en Silesia, Hungría y Polonia. Abrían con sus propias llaves las arcas y enviaban el dinero y demás contenido a Roma. Cuando en 1518 llegaron los comisarios de indulgencias a Breslau, hasta el capítulo catedralicio obligó al obispo a mandarlos fuera; era tal el número de indulgencias expendidas en los últimos años ¡que el pueblo estaba ya harto y se burlaba de todo esto!”
Por lo demás, se pagaba las indulgencias dependiendo de la situación y del patrimonio. Según la instrucción de 1517 de Maguncia, relativa a las indulgencias, los reyes y reinas, los príncipes, obispos y demás soberanos debían pagar 25 florines del Rin; abades, prelados distinguidos, condes y barones 10 florines; prelados de menor importancia y gente noble 6 florines; comerciantes y artesanos 1 ó 1 y medio. Lo pobres –gente que sólo tenían para comer y mendigos- podían tener acceso a este tesoro de gracias incluso sin pagar. Eso sí, antes tenían que intentar conseguirlo de entre gente devota. Las mujeres podían entregar dinero sin el permiso o en contra de la voluntad del marido, y de igual manera los hijos sin el permiso de los padres, o pedir a los ricos para pagar las indulgencias de los pobres.
Todavía después del Concilio de Trento obispos españoles vendían indulgencias por dinero, “a la vieja usanza”, montándose así “un buen negocio pecuniario.” Y a mitades del siglo XX se alaba, de parte católica, la indulgencia como “uno de los principales elementos de la historia de la economía”, y se vanagloriaban de que a través de ella se erigiesen los deslumbrantes palacios episcopales y catedrales; de que floreciesen por doquier capillas recogidas y calvarios, que se adornara y decorara iglesias con imágenes y llenaran sacristías y tesoros de…”.
Todavía en el siglo XX los papas repartían indulgencias: cincuenta días cada vez que al oír blasfemias contra Dios se pronunciaba la jaculatoria: “¡alabado sea Dios!” (Pío X, el 28 de noviembre de 1903); cien días cada vez que suspirando se dijera: “¡Señor, mantennos la fe!” (Pío X, 20 de marzo de 1908).
El sucesor de Pío X, Benedicto XIV confirió la institución de la indulgencia a la Santa Penitenciaría, en donde adquirió una importancia sorprendente. Se siguieron concediendo indulgencias y fijando nuevas no sólo a través de la Penitenciaría sino mediante los mismos papas. Pocos días después de su elección ordenó, por ejemplo, Pío XII el 12 de marzo de 1939 al obispo de Ratisbona un certificado de indulgencia con ocasión del 1200 aniversario de la “famosa diócesis”, otorgando al prelado la facultad de “en el día fijado para tal conmemoración, tras la misa pontifical, impartir a los creyentes presentes, en nuestro nombre y con nuestra autoridad, la bendición y anunciar una indulgencia plenaria para todos, que en este día del jubileo, o durante la semana siguiente, tras la recepción válida de la sagrada comunión hubieran cumplido las condiciones prescritas por la Iglesia.”
Todavía en el siglo XX gana cada sacerdote una indulgencia de 300 días cada vez que se viste el roquete, hace la señal de la cruz y reza una determinada oración; el laico obtiene las denominadas indulgencias de Tierra Santa siempre que lleve consigo “con el debido respeto” estatuas, medallas o cosas parecidas, que rozaron lugares santos de Palestina o reliquias de santos.
Incluso en el Concilio Vaticano II se llevó a cabo una dura crítica contra la práctica de la indulgencia, así entre otros el patriarca Máximo IV Saigh: “En la Edad Media”, dijo, “con el tema de las indulgencias se cometieron innumerables abusos. Supusieron para la cristiandad un grave escándalo, y aún hoy nos parece que la práctica de la indulgencia promueve entre los cristianos con frecuencia el fetichismo, la idolatría, la propensión a una avara acumulación de capital santo, y la idea de cómo si en temas de fe el hombre pudiera establecer exigencias.” El patriarca llegó a decir: “En realidad en la tradición primigenia y general de la Iglesia no hay ninguna prueba de que se hubieran dado o conferido indulgencias, como ocurrió en la Edad Media en occidente. Sobre todo en aquellos onces siglos de unidad entre la Iglesia de oriente y occidente no encontramos la más mínima huella de indulgencias entendiendo como hoy se entiende. Todavía hoy la Iglesia ortodoxa, que sigue siendo fiel a la primigenia tradición, no conoce nada de lo que occidente entiende por indulgencia.”
Pero como ha señalado Fritz Leist, la institución indulgencia sirve al prestigio de los papas como “trasmisores de la salvación” ante la masa de los creyentes y, por eso, Pablo VI se impuso de un plumazo por encima de la oposición de los obispos y ordenó de motu propio en la Paenitemini de 1967: “Es nuestra voluntad, que estas determinaciones e instrucciones ahora y en el futuro permanezcan y sigan estando vigentes y, dado el caso, aboliendo constituciones apostólicas y órdenes de nuestros predecesores en contrario o de menciones y declaraciones de invalidez por parte de alguna prescripción digna de todo respeto.”
La llamada silla apostólica siguió otorgando indulgencias para las “pobres almas” del purgatorio, sólo que ahora no se sabe cuál es su efecto. Si una indulgencia para vivos sigue siendo “infalible”, “no queda claro” si le beneficia y en “qué medida a una determinada alma.”
¿Y que suceda todo esto 200 años después de Voltaire, Helvétius, Diderot, Bayle es algo realmente increíble?¿Pero en esta Iglesia qué es increíble? ¿Por ejemplo, la infalibilidad del Papa?
Mikel Arizaleta