La impostura política aquí y ahora
Por Miguel Amorós
Se dice del impostor que es alguien que se hace pasar por quien no es, alguien que finge ser otro. La impostura es ante todo una suplantación, lo que implica engaño, farsa y embuste. El impostor es básicamente un hipócrita y un comediante, cualidades esenciales para el ejercicio de la política. En la historia, Marx decía que los grandes hechos se repiten dos veces, una como tragedia y la otra como comedia. De tragedias hubieron muchas; de comedias, la última, la del ciudadanismo – o del patriotismo “de la gente”, como gusta llamarse– las supera a todas. En efecto, el impostor imita gestas pretéritas y se engalana con sus oropeles pero de manera involuntariamente cómica. Anda bien alejado de los heroísmos pasados: su interpretación se decanta cómicamente hacia el costado que más conviene a la impostura, el que mejor sale en los medios, por más que ese proceder despierte sonrisas e incite a la incredulidad.
Nuestros ciudadanistas son perfectos ejemplos de impostores políticos y comediantes de ideales. Simulan ser distintos a lo que son –burócratas patéticos aspirantes a dirigentes- y aseguran que “no fallarán” a sus seguidores en la carrera por “ocupar las instituciones.” En nombre de entidades tan brumosas como “la gente”, “las personas” o “la ciudadanía” nos prometen cambios profundos y liderazgos esclarecidos decididos a “recuperar la democracia” e incluso a “construir una nueva civilización.” Sin embargo, tan pronto como esa “democracia” y esa “civilización” se van concretando, no se distinguen de las presentes más que por el hecho de que en su gestión participan ellos. Aparentemente han cambiado de naturaleza gracias a su presencia. Al recurrir a conceptos interclasistas los ciudadanistas se colocan por encima de las clases como representantes de un interés general que ha de realizarse únicamente a través de las instituciones. Las operaciones que conducen al “cambio” no se plantean como enfrentamiento entre clases, puesto que se huye expresamente del terreno social, sino como cambios en la delegación. Para los ciudadanistas las contradicciones importantes se dan en la escena política, que es la primera que hay que ocupar, no en la lucha social o económica. En una sociedad del espectáculo ello supone tres cosas: la desactivación de la protesta social, la formación de partidos convencionales y la promoción mediática intensiva de sus figurillas. Estamos ante un caso vulgar de charlatanería política, ni qué decir tiene, pero con la particularidad de haber tenido éxito. Ha sido una bufonada que convirtió a montones de activistas frustrados en burócratas convencidos. Cabe buscar el porqué.
La ausencia de lucha de clases ha creado las circunstancias y las condiciones que han permitido a personajes mediocres representar ante las cámaras el papel de salvadores, y a partidos de circunstancias aparecer en escena como vanguardias aguerridas. En los países a la cabeza de la economía global, la clase más numerosa no es el proletariado. Ni siquiera éste constituye una verdadera clase. No existe una “clase obrera” como elemento autónomo consciente con el que contar. La terciarización de la economía y la funcionarización de la política, a la vez que anularon los sectores proletarios más combativos, desarrollaron un amplio estrato intermedio asalariado, heredero del pensamiento burgués, que hasta hoy abasteció regularmente de ejecutivos y mandos los escalones bajos del capitalismo renovado. Son las nuevas clases medias diplomadas, tecnológicamente al día, cuyos miembros tienen estudios y desempeñan funciones mayormente ligadas al proceso de burocratización o racionalización instrumental del sistema. Dichas clases, debido a su posición improductiva dentro de una mundialización dirigida por las finanzas, contemplan al Estado como el garante de su “bienestar”, es decir, de su vida privada chapoteando en un mar de consumismo tranquilo. Con mayor razón, en tiempos de crisis, la visión salvadora del Estado se acentúa, por más que su naturaleza verdadera se corresponda poco con la salvación. Pues bien, nos encontramos en uno de esos periodos críticos donde éstas toman la iniciativa y tratan de instrumentalizar el Estado. Lo que el triunfo de los partidos ciudadanistas tiene a bien revelar es la irrupción de las clases medias en la política, con sus propios partidos y sus improvisados líderes, forzadas por una crisis que ha deteriorado la confianza en la política profesional, crisis que amenaza la existencia apacible de dichas clases y que liquida implacablemente los minúsculos privilegios que las diferenciaban de los estratos populares inferiores. El ciudadanismo es un fenómeno de clase, la toma de conciencia particular de unas clases que han conseguido arrastrar hacia las urnas a sectores desclasados más desfavorecidos y, por consiguiente, más afectados, sectores que al sentirse de alguna forma representados por los políticos de nuevo cuño, se han quedado en casa. Un ejemplo de que “sí se puede” montar en poco tiempo un operativo político triunfante en su modesto propósito de parar las luchas sociales y “tomar” las instituciones para usarlas en interés de la clase en cuestión.
El capitalismo había logrado dominar sus contradicciones, integrarlas como parte de su ser, evitando así que engendrasen a un enemigo mortal. Si bien aquéllas continúan dándose y adquiriendo cada vez mayor dimensión, pocos son los que las intuyen y menos aún los que son capaces de explicarlas. Pero aunque fuesen expuestas y debatidas razonadamente no se produciría desafección, sino desazón y miedo. Una sociedad atemorizada e instalada en el engaño se agarra a la impostura con todas sus fuerzas; desea ser embaucada porque la verdad la asusta. Si la mayoría de la población está convencida de que tiene mucho que perder si se moviliza por su cuenta, menos todavía se embarcará en proyectos revolucionarios que aspiren a transformaciones reales. Más bien se atrincherará en una posición inmóvil, dejando que una nueva casta juvenil de antiguos estudiantes presente el enroque sin riesgos de la masa conformista como una heroica aventura. Necesitará entonces una fuerte dosis de ilusión y autocomplacencia. Gracias a ella, los cálculos estratégicos de la guerra social se convertirán por arte de magia política en aritmética electoralera. Y del mismo modo, el desmantelamiento violento del capitalismo se transformará con la guía de nuevos profesionales en una “sostenible” y relajada “transición al post capitalismo”, para la cual se poseen fórmulas decrecentistas y fondos de la Unión Europea. La mistificación y el bluff desempeñan un papel tan de primera magnitud como el Estado en una sociedad donde una mayoría aplastante no desea auténticos cambios, sino la vuelta pacífica a situaciones anteriores económicamente más beneficiosas. En un contexto espectacular de autoengaño y pavoneo como el actual, ideal para teatralizar en las tertulias televisivas, consistorios y parlamentos la partida entre la vieja política corrupta y la nueva por corromper, entre la derecha y la izquierda del capital, todos van de farol y lo saben. El juego está amañado.
La crisis capitalista se percibe en el Sur de Europa como un problema político que atañe al estatus de las nuevas clases medias, no como un problema de seguridad y de fronteras. El “estado del bienestar” de dichas clases no necesita blindarse como en el Norte, sino recomponerse. El montaje mediático-político desplegado en los países europeos del Sur es una operación rescate en la que el Estado juega un rol central, puesto que se trata de un salvamento al margen de la lucha social y hasta cierto punto, de los mercados. Por eso adquiere un carácter más político que económico, más “de izquierdas” que “de derechas”, y, en lo que concierne a las masas oprimidas tiene más efectos desmovilizadores que autoorganizativos. Los partidos ciudadanistas son pacificadores sociales y esa es una función que apenas se subraya. No son partidos antieuropeístas, es decir, no pretenden desmontar las estructuras capitalistas europeas. Son estatistas y son desarrollistas. Quieren asegurar la situación de las clases medias con ayuda del Estado, aunque también tengan que recurrir a los recortes, a los impuestos, a las industrias contaminantes, al turismo de masas, a los grandes eventos y a los macroproyectos inútiles. Donde mejor se ha visto esto ha sido en el caso griego, quizás porque la relación entre el neoestalinismo ciudadanista y la neutralización de los conflictos sociales era ya muy evidente en el momento del “asalto a las instituciones.” Una vez en el poder la coalición-partido Syriza se ha comportado como lo que realmente era, una socialdemocracia de recambio, y ha tomado las medidas antiobreras oportunas para garantizar la estabilidad del capitalismo globalizado en Grecia. De igual manera, en el estado español ha podido comprobarse, sobre todo a nivel municipal, la labor en pro del orden del ciudadanismo en acción. A pesar de recurrir a una catarata de gestos de cara a la galería, los alcaldes ciudadanistas no han podido ofrecer una gestión esencialmente diferente de la anterior por más empeño que hayan puesto. Como en el cuento de Andersen, el idioma liberal-progresista de la corrección política con el que los nuevos cortesanos visten al emperador no ha podido disimular su desnudez.
El Estado y el Capital son lo mismo: relaciones sociales desequilibradas mediatizadas por formas abstractas –la mercancía, la burocracia- que se erigen como poderes separados (instituciones, administración, mercado) frente a la sociedad de donde provienen y a la que parasitan. Constituyen una gigantesca maquinaria que funciona sólo en la dirección que favorece a la dominación. No se accede a ella impunemente, pues al instante el trepador político queda atrapado en el engranaje, y aunque lleve el equipaje repleto de buenas intenciones no podrá hacer más que lo que haya sido estipulado. Los logros obtenidos desde dentro solamente podrán beneficiar a las clases medias si no perjudican a los poderosos intereses dominantes. Con mayor razón ocurrirá lo mismo con los estratos desahuciados y excluidos, la gran coartada política del ciudadanismo. El margen es muy estrecho puesto que la gestión institucional no dará beneficios sociales más que en coyunturas económicas favorables. Lógicamente, dada la crisis, el ciudadanismo ha de fracasar necesariamente en sus objetivos asistenciales, pero seguirá triunfando mientras la mayoría de la población oprimida prefiera el reposo a la marcha y el sueño al despertar. Mientras la crisis continúe estancada, la apatía, la depresión y el miedo son los componentes principales de la vida privada de la que muy pocos intentan escapar.
Los libertarios somos los agoreros que rompemos el consenso realista en torno a los ciudadanistas y a su “Pequeñilandia”, la tierra prometida del mago de Oz adonde nos debe llevar un tornado electoral. Nuestra tarea empieza combatiendo la mentalidad burguesa que coloniza el imaginario de las masas oprimidas, especialmente sus principales paradigmas, la fe en la política y la superstición del progreso. Hay que derrotar a los ciudadanistas tanto en el terreno de las ideas como en el de la acción. Hay que desvelar el reformismo retrógrado de su programa. Encerrarse en un gueto societario o sindical no sirve. Ningún cambio verdadero será posible si las masas prestan oídos a los cantos de sirena ciudadanistas y acuden a las urnas tras refocilarse en los empleos basura prometidos por los nuevos inversores. Ninguna transformación radical podrá llevarse a cabo si las masas, al calor de los conflictos, no consiguen separarse de la clase media y de los aparatos sindicales forjando relaciones directas y creando instituciones horizontales paralelas, desde donde se elaboren programas revolucionarios de autogestión. La cuestión de la estrategia pasa a primer plano. Contra lo que suelen indicar las apariencias, el Estado y el mercado son extremadamente frágiles; numerosos indicios revelan un grado avanzado de descomposición. Se sostienen por el crédito que de buena o mala gana les otorga la población. Pero no basta con desenmascarar la falacia política: la lucha social ha de intensificarse, pues es el hogar donde ha de formarse una fuerza antagónica capaz de hacer historia desindustrializando el mundo, suprimiendo el patriarcado, destruyendo el capitalismo y aboliendo el Estado.
Miguel Amorós
Charlas del 14 de abril de 2016 en la Cafetería Ítaca de Murcia, organizada por el Ateneo Libertario La Idea, del 15 de abril en el local de la CNT de Lorca, y del 30 en el local dela CNT de Toledo.