La dama pintada
Un cuadro. Eso soy. Mido 2,20 de alto por 1,30 de ancho. Fui pintado al óleo por Federico de Madrazo y Kuntz en 1852. La dama pintada representa unos veinticinco años, de dulce mirada y labios prometedores. Se llamaba Josefa del Águila y Ceballos, más tarde marquesa de Espeja.
Me llevaron del estudio del pintor a la casa de mi primer comprador. Allí empecé a escuchar cuanto decían de mí: “excelente obra·”, “magnífico lienzo”, “soberbio cuadro”, “prodigioso retrato”, entre otras adulaciones, como es costumbre decir desde la invención del caballete.
Luego, ese dueño se cansó de verme y pasé a manos de otro comprador. Y así transcurrió mi vida entre compradores hasta el día de hoy, primeros de abril de 2018. Se ha dado un hecho insólito en el decurso de mi existencia. He sido presentado en los medios de comunicación. Me fotografiaron y televisaron. Encontrarme en el centro de la noticia sería para mi futuro un asombroso acontecimiento. Verán. Una persona me había comprado, para regalárselo al Museo del Prado. No me lo podía creer. Iba a estar habitando bajo el mismo techo que las obras pintadas por Velázquez-Tiziano-El Bosco-Caravaggio-El Greco-Van Dyck-Rembrandt-Veronés-Ribera,-Rubens-Durero-Tintoretto-Zurbarán-Goya-y-tantos-otros.
Una vez instalado en la pinacoteca, estoy viendo a mi acompañante dama salir del cuadro, para ir a ponerse frente a las obras maestras. Permanecerá absorta, un tiempo sin tiempo, ante tanta Belleza. Volverá con los ojos encendidos, llenos de conmovedor deleite. Sentiré los gozosos latidos de su corazón, danzando sobre el lienzo.
Ha logrado impactarme lo imaginado. Como me sobrecogió lo sucedido en una ocasión años atrás. Pasó en la casa del segundo comprador. Una profesora de arte explicaba las bondades del retrato de la dama pintada a los anfitriones y un grupo de amigos. Según la profesora, la figura de la dama estaba concebida en forma de cono. La luz venía de la izquierda, para atraer la atención sobre el vestido de encaje y seda blancos. El brillante alarde de tejidas y entretejidas texturas, lo había elaborado un superdotado orfebre del óleo. En el cuello lucía una gargantilla de perlas. El mantón bordado pendía desde su regazo al suelo y se alargaba un palmo hacia el espectador, consiguiendo así un leve efecto visual de levitación de la figura. Este punto lo tuvo que volver a explicar con detenimiento, porque ninguno de los escuchantes lo había entendido. La profesora optó por abreviar. Como comentario final les recordó el consejo de Schopenhauer. Refería el filósofo alemán cómo se debían comportar ante una excepcional obra de arte. Sería como cuando se está ante el Rey. Debe esperarse a que te hable. La profesora les aseguró que el retrato de la dama pintada invitaba a seguir el consejo de Schopenhauer. Una vez solos, el cuerpo de la dama pintada se movió como un susurro de bailable alegría, al tiempo de subírsele a la boca la media sonrisa de la Gioconda. Fue increíble. Se me pusieron los hilos de la tela de punta. Nunca lo olvidaré.
Volvamos al Museo del Prado. Ya estamos en disposición de dejarnos ver ante miles y miles de visitantes de múltiples países y razas. Mientras nos miran, también la dama pintada y yo les miramos a ellos.
Ahí estarán: El que mira, da unos pasos atrás, se acerca a un palmo de la tela, huele a alcohol y tabaco Uno toma notas en un cuaderno, quizá sea un crítico o simplemente un exhibicionista Tres damas de mediana edad hablan entre ellas, no tanto del cuadro, como de la persona que lo había donado La joven cerraba los ojos y se veía con el vestido de la dama del cuadro El adolescente tratando de adivinar cómo sería la ropa interior Uno solo tenía ojos para el marco isabelino Pasa de largo, sin mirar, no estaba para cuadros, sino para alcanzar la salida El profesor se dirigía al corro de alumnos. Hablaba de nosotros, aunque apenas se le oía, salvo cuando quiso que le oyeran todos: el gran arte es denso como la inocencia, obsesivo como el juego e imprevisible como la duda El niño le pintaría unos bigotes a la del cuadro Estaría viéndolo un buen rato para amortizar el precio de la entrada Nos mira, se va, vuelve, y se va, mira con displicencia a todos, solo él sabe cuáles son las intenciones del autor El desocupado observa a quienes miran el cuadro En un recorrido por el museo, llega hasta nosotros. Ya sabe por qué le gustaban los museos: porque los cuadros son de todos y de nadie Aquel tipo comparecía como colega mío por llevar tatuados el cuello, las manos y los brazos El joven se movía de un lado a otro, para ver si los ojos de la dama le seguían Se marchaba enfadado porque no entendía nada de aquella pintura No movía un músculo de la cara. Miraba sin pensar, ¿a qué vino? El mirar le sacaba de lo malo de la vida… Una embarazada se planta ante nosotros. Mira y medita. Sonríe. Deseo y promesa. Será pintor o pintora. Vuelve a sonreír. Ha confundido la dama pintada con la Inmaculada de Murillo…
Mientras estás mirando, se va la vida sin más.
Se acabó. ¿Cómo? ¿Quieren que lo dedique? No lo había pensado. Está bien. Ahí va una pincelada: dedico estos ciento sesentaiséis años entre compradores, a todos los amantes del arte, excepto los artistas, porque a ellos no les gusta ni interesa el arte; solo les gusta su arte. Y no digo más.