Lágrimas de sangre
Capítulo 5: Lágrimas de sangre
De la cima a la sima
Natalia, Rosa María, Guille y Jairo se hallan en el punto de Cayo Hueso más cercano a Cuba –Southernmost Point–, el que marca las noventa millas. Una brisa tenaz vuela a lo largo de la Calle Duval, de costa a costa, de las calles South a Front, una distancia de un solo kilómetro. Tres horas después irán a Big Pine Key.
Comienzan a caminar, despacio, por Duval, pasando frente a unas casas de otros siglos que tienen delante amplios portales y fragantes jardines. A unas cuadras, después del Hotel La Concha y alrededor del Sloppy Joe, se ve mucha gente; pero en el lado sur no hay casi nadie. Sólo los fines de semana de noviembre está Duval llena de turistas, pero en la temporada invernal de enero a abril está llena todos los días.
–¡El cucho es el man, cuñas, gorda! –dice Jairo, deteniendo el paso, sin alzar la voz, mirando a sus cuñados y a su esposa y caminando, con cuidado, pues las gruesas raíces de los árboles centenarios han quebrado las aceras–. Ya ustedes verán que los cuchos llegan bien… ¡igual que nuestras cigarretas todos los meses! ¡Melones, no lucas, cuña! –exclama, al oído de Guille–.
Los jóvenes entran a un tikki bar que está casi vacío, entre las calles Virginia y Amelia, se sientan en una mesa de fondo, aislada de las demás, y ordenan cuatro copas. Jairo se acerca a Guille y le dice:
–El nuestro es un negocio de altura, cuña, que lo hacen las personas más grandes de este país. ¿Te acuerdas del Escándalo Irán-Contra?
Guille lo mira como si le hablase en chino. Jairo prosigue:
–Fue una operación dirigida por el vicepresidente George Bush, el asesor Robert McFarlane y el coronel Oliver North. El gobierno le vendía armas a Irán, enemigo de Irak que era el aliado de Estados Unidos en la guerra entre los dos países, en los años 80, en la que murieron cientos de miles de personas. Era una operación ilegal, pues no la había aprobado el Congreso, y la Casa Blanca usaba el dinero para financiar a los contra de Nicaragua quienes, a su vez, le devolvían el dinero al gobierno, inundando a este país de drogas, con la complicidad directa de Bush, McFarlane, North, el gobernador de Arkansas, Bill Clinton, porque la mayor parte de la droga entraba por un aeropuerto de ese Estado, y, por supuesto, la CIA y la DEA (2) A no ser por la acción del gobierno de Reagan que obligó a Saddam Hussein a atacar a Irán, la guerra nunca hubiera comenzado. Se cree que fue una intriga de los sionistas de Israel para que dos países musulmanes se destruyeran entre sí. Reagan y Bush fueron sus cómplices.
–¡No, no, ‘pérate un momento, Jairo… ueiramomen! –exclama Guille–. No me le eche’ a lo’ ‘miricano que é’te e’ mi paí’ y lo defiendo ha’ta fuerate. Lon lif America, lan of di free! (3)
–Yo no estoy atacando a este país, Guille, al contrario. Te estoy diciendo que Bush, Clinton y los otros hicieron lo que hacemos nosotros, traficar con drogas, pero en un nivel mil veces superior al nuestro, y por eso son muy buenas personas.
–¡Oh… e’ que no te entendí, acere, ahora sí, tú ve’, ahora sí ‘ta’ chamullando barín! Reagan y Bush son mi’ héroe’ … Lon lif America, lan of di free!
Jairo contrae los labios, lo mira de reojo, y farfulla, casi en silencio:
–Si te agarra Vargas Vila, carajo, te convierte en una almojabana…
Los cuatro jóvenes salen del tikki bar, caminan a todo lo largo de Duval, bajan a la playa y miran hacia el horizonte que, por supuesto, no pueden ver. La nave de la fuga está a más de cincuenta millas de Canasí y a menos de sesenta de Big Pine Key, avanzando a quince millas por hora. Son las dos de la madrugada. El mar sigue siendo un plato, sumiso pero omnipotente, y el cielo, una bóveda tachonada de diamantes.
Los dos matrimonios regresan a la Casa Marina y se acuestan, pero no pueden dormir por los efectos de la cocaína. A las cuatro y cuarenta de la madrugada se ponen de pie, se dan duchas frías y salen hacia Big Pine Key, después de «tocarse» con el polvito desgranado y blancuzco. De Cayo Hueso a Big Pine Key hay unas treinta millas por tierra… si es que se le puede llamar tierra a cayos tan cortos y puentes tan largos. Natalia llama por el celular a Lázaro y éste le dice que estará en el muelle alrededor de las seis y quince de la mañana. Todo marcha bien.
Aunque no han dormido, los jóvenes se sienten como si lo hubiesen hecho por varias horas, como si el mundo fuera de ellos, como si estuviesen llegando a la cima del Everest. La eufórica danza de las neuronas, que la droga provoca, está en su apogeo. Los neurotransmisores trabajan a todo tren. Millones de alegres sinapsis se producen a una velocidad superior a la de la luz. El cerebro, sin embargo, es voluble, sube y baja como la bolsa de valores. Los obstructores nerviosos son los meseros de las neuronas. Las dejan bailar con gran alegría, les permiten gozar con enorme placer, luego les pasan la cuenta, como en el Moulin Rouge.
Después de la eufórica juerga en la cima del Everest, viene la afligida resaca en la sima de Bartlett. Por la puerta de la que sale Aristófanes, entra Esquilo. La risa gozosa se vuelve mueca doliente porque la vida no es un capricho de la mente, sino un mecanismo de la química. De una química genial, pero tiránica, que se enfurece con la competencia.
LA SORPRESA
La nave de Lázaro está a diez millas de Big Pine Key. Son las cinco y media de la madrugada. La travesía ha sido tranquila por el mar apacible, sin luces ni buques sospechosos que hubiesen hecho temblar a Mario, quien estuvo cubriendo de mimos y besos a su mujer y sus hijos hasta que éstos, rendidos de sueño, se quedaron dormidos.
Como es usual en él cuando atraviesa una crisis profunda, Danilo guarda un silencio sepulcral. Teresa está a su lado, dándole aliento y cantándole, casi al oído el bolero de las almas y los labios, y otras tiernas melodías. Él está inmóvil, sentado en el piso de la lancha. A cada rato, levanta los ojos, sin mover la cabeza, para ver las estrellas. Teresa, que lo conoce bien, sabe que hay mucho rugido en ese silencio, mucho tremor en ese sosiego, mucha violencia en esa pasividad.
Hace más de una hora que unas nubes oscuras se han ido formando hacia el norte, en dirección a Big Pine Key, y Lázaro las ha estado mirando con cierto recelo, aunque sin alarma, pues está acostumbrado a navegar bajo cielos peores.
De repente, cuando la nave se encuentra a unas cinco millas del área de los nubarrones, un relámpago ilumina las densas sombras del espacio y un trueno rompe, con gran estruendo, el profundo silencio de la mar, haciendo estremecer a los viajeros que no se han dormido y despertando a quienes lo están.
Sigue otro relámpago, aun más extendido que el anterior, y otro trueno más sonoro. La niña da un grito, se abraza con fuerza a su madre, y comienza a temblar: siempre lo hace cuando truena. El niño salta de su litera y se acuesta junto a su madre, abrazándola. En menos de un minuto, se suceden otros relámpagos. El súbito resplandor ilumina las sombras del mar y deja ver un velo blancuzco que desciende del firmamento al mar, formado por la lluvia que cae en la propia ruta de la nave. Lázaro sonríe. No es la primera vez que navega bajo rayos y truenos.
La nave avanza hacia el área de la tormenta sobre un mar que se va encrespando poco a poco a medida que el viento arrecia. Ya está a cuatro millas, o sea a menos de veinte minutos del temporal. Lázaro sube la velocidad a veinte millas y saca de un pequeño closet que está detrás del timón un extractor de agua. Mario se le acerca y lo mira con angustia.
–No hay pro –dice Lázaro, sonriendo–. Es un alarde de Ifá.
Lázaro le dice a Mario que vaya al camarote y traiga los nueve salvavidas. Otro piloto conduciría la nave en una dirección distinta al área de la tormenta o detendría la marcha para no entrar en ella, pero ésta no es una travesía normal, sino una criminal operación de contrabando humano. Si se desvía o se detiene, el crepúsculo matinal alumbraría las sombras del crimen y las naves guardacostas lo pudieran descubrir. Lázaro cree que mientras dure la tormenta, los guardacostas se mantendrán alejados, facilitando así la llegada al muelle. Como la tempestad cubre sólo una parte muy pequeña del firmamento y en el resto se siguen viendo las estrellas, Lázaro confía en que el fenómeno, que sólo abarca unas cuantas millas, no afecte la travesía. El área de la tormenta no debe llegar a unas dos millas de ancho –piensa Lázaro–, o sea que puede atravesarla en unos seis minutos. Recuerda que hace unos meses confrontó un peligro similar cuando iba a recoger a unas personas en el norte de Pinar del Río y todo le salió bien, pues no tuvo ni siquiera que usar el extractor, ya que la tempestad llevaba más viento que agua, más tormento que tormenta.
Un cuarto de hora después, cuando se encuentra a dos millas de Big Pine Key, la nave entra de lleno en la tempestad.
–Esto pasa rápido –dice Lázaro–. Agárrense bien fuerte de las sillas de pescar y las asas de la nevera. Siéntense tres de ustedes a la derecha y tres a la izquierda.
El mar comienza a picarse con más violencia. Las olas son ya de cuatro pies de alto. La nave sube y baja por las altas olas en un vaivén peligroso y temible. El viento arrecia. Los rayos y truenos se suceden cada quince o veinte segundos.
La tormenta es mucho más fuerte de lo que Lázaro había previsto. La lluvia cae ya con intensidad, aunque no se acumula, pues Mario la está achicando con el extractor. Lázaro piensa, de momento, dar una vuelta y regresar al sur para salir del peligro; pero se da cuenta que una maniobra para virar la lancha, aunque la haga con amplitud, puede ser fatal. No tiene más recurso que seguir hacia adelante e invocar a Ifá.
–¡Métase al camarote, profesor! –grita Lázaro–.
Danilo no se mueve. No está agarrado a las sillas de pescar ni a las asas de la nevera.
–¡El que se caiga al agua se ahoga… se los advierto! –vuelve a gritar Lázaro–. ¡Agárrese de la silla, profesor!
Danilo lo mira, a través de la fuerte lluvia, con una mirada serena, aunque con el propio gesto trágico que ha tenido en estas largas horas de viaje.
–¡Métase, entonces, usted al camarote, señora!
–Aquí me quedo –dice Teresa, agarrándose a una de las sillas de pescar y con el otro brazo sobre los hombros de Danilo–.
En el camarote, Magaly y sus hijos están muy mareados. Los niños vomitan.
Los dos coches que conducen Natalia, Guille y Jairo atraviesan varios puentes, llegan a Ramrod Key y se acercan a Big Pine Key. Son las cinco y cuarenta de la madrugada. El cielo está despejado, pero los jóvenes miran con alarma la tormenta que se ha desatado en la ruta de la nave. Ha sido un fenómeno imprevisto, pues todos los pronósticos del tiempo anunciaban una noche fresca y sin lluvias en el sur de la Florida y el occidente de Cuba.
Natalia llama, otra vez, a Lázaro. El timbre del celular suena, pero la comunicación es casi inaudible. Lázaro está diciendo «¡Ifá nos salvará!»… «¡Ifá nos salvará!», pero Natalia sólo oye: «fa, no, va», aunque se da cuenta que algo grave está sucediendo. Repite la llamada cada quince segundos y oye lo mismo.
LA TRAGEDIA
La Naturaleza lanza toda su furia sobre las olas del mar. La rabia de Poseidón es salvaje e implacable. La nave se mueve como un barquichuelo de papel en el colérico temporal. Los vientos la estremecen, la lluvia la anega, las olas, ya de más de seis pies de alto, la elevan en sus crestas y la hacen caer bruscamente para levantarla, otra vez, y repetir este vaivén cada minuto. Hay terror en los rostros. Sólo Danilo se mantiene impasible, asido ahora a una de las sillas de pescar, como si el brutal conflicto del mar fuese menor que la tragedia bestial de su mente. Mario lucha con el extractor junto a la entrada del camarote. Lázaro tiene todo el rostro cubierto de lluvia y no puede ver la proa. Si hubiese otra embarcación en la misma ruta, la colisión sería terrible. Calcula que el muelle debe estar a menos de dos millas, pero como la nave se está moviendo más hacia el noroeste, dentro del propio espacio de la tormenta, no sabe lo que pueda haber enfrente. Hasta chocar con una simple boya sería fatal. Lázaro sabe que al norte del cayo Big Pine está el cayo Bahía Honda y un poco más al norte, el Puente de las Siete Millas y, como no es colgante sino de tramos, la lancha pudiera chocar con uno de sus pilares si la tormenta la empuja en esa dirección. Si detiene la marcha o baja la velocidad, la nave perdería fuerza y estabilidad y las olas la volcarían. A mayor velocidad, hasta cierto límite, más equilibrio; pero la fuerza de las olas, en sus subidas y bajadas tan abruptas, no deja que la lancha avance mucho.
–Ifá ló l’oni … Ifá ló l’lola … Ifá lo l’òtunla pèlu è … a ò kú mó … a ò kú mó –exclama Lázaro, con el rostro en alto–.
Mario suelta una mano del polo metálico al que está agarrado en el preciso momento en que el barco desciende en picada de la cresta de una ola, y cae al agua. Lázaro frena la lancha… ¡lo único que no podía hacer! Es su segundo gran error. El otro fue entrar en la tormenta cuando pudo haberla evadido. En un instante fatal, provoca la catástrofe.
La nave, ya con menos fuerza, se incrusta en una inmensa ola y se vuelca. La proa se va hundiendo, lentamente, y el agua comienza a entrar como un torrente incontenible por las aberturas del camarote, por las que no cabe un cuerpo humano, ni siquiera el de la niña de tres años, pero sí el agua.
Aterrorizada, al ver que el agua entra y que ya casi cubre a la niña, Magaly trata de derribar la puerta para salir con sus hijos y llegar a la superficie, pues tienen salvavidas; pero la fuerte presión del agua lo evita. Mario está a unos sesenta metros del barco y nada, furiosamente, hacia él, desafiando grandes olas que sólo lo dejan avanzar lentamente. Se detiene un momento, se quita el salvavidas y lo lanza hacia el frente, cayendo cerca de su hermano Luis, quien nada con furor hacia el salvavidas y le introduce los dos brazos. Luis y Sergio nadan también hacia el barco, pues se dan cuenta que Magaly y los niños se han quedado dentro. Mario nada, casi saltando, con un gesto de furia suprema en su rostro juvenil, hacia la nave que ya se ha hundido hasta la mitad. El agua sigue inundando el camarote. Magaly golpea la puerta con toda su fuerza, pero ésta no cede, mientras el agua sigue entrando. Los niños dan gritos salvajes, alaridos bestiales. El niño está agarrado de una pata del camastro que antes estaba en el piso, pero ahora está ya en la mitad del camarote. Magaly y los niños luchan, a tientas, como ciegos furiosos. La niña abraza con toda su fuerza a su madre y, con una voz cuya ternura rebasa los supremos límites de la tragedia, exclama:
–¡Qué pasa, mamita, qué pasa!
Danilo y Teresa flotan sobre las inmensas olas protegidos por los salvavidas. Han tragado agua, pero sus vidas no están en peligro mientras puedan flotar sobre las olas. Están a unos veinte metros uno de otro y se llaman con enormes gritos.
Mario sigue desafiando a la gigantesca marejada, ya está a menos de treinta metros del barco que se sigue hundiendo lentamente. Es un buen nadador que logra vencer el violento vaivén. Su hermano Sergio es barrido por las olas que lo sumergen a cierta profundidad y, aunque hace esfuerzos tremendos, no puede ascender a la superficie y se ahoga. Mario sólo puede ver la silueta de la nave que se sigue hundiendo y que acaba de ser iluminada por otro relámpago.
Mario no desmaya y sigue nadando. Su furia lo hace volar, más que nadar. Sabe que no puede agotarse, que tiene que llegar hasta su mujer y sus hijos para rescatarlos. No se ahoga porque no puede ahogarse no porque las olas no puedan ahogarlo. A cada rato dice, apretando con fuerza los dientes:
–¡No, no, eso no puede ser, no, no, qué va, eso no puede ser!
Sigue nadando con furia, saltando sobre las olas y saliendo a la superficie después que se sumerge una y otra vez. Luis nada también, pero el salvavidas no lo deja avanzar mucho.
Danilo y Teresa se han encontrado en la negrura del mar y tratan de abrazarse, juntando sus rostros por encima de los salvavidas y exclamando frases ardientes llenas de trágica emoción. Aunque no se dan cuenta, están a menos de cincuenta metros de la línea que divide el caos del orden, el viento de la calma, las olas enormes de las olas medianas, la muerte de la vida, y a unos trescientos metros de Bahía Honda Key y del puente que lo conecta con Spanish Harbor Key.
Haciendo un esfuerzo colosal, Mario llega a la nave medio hundida. Son las seis menos cinco de la mañana, pero aún es de noche. Luis está a unos veinte metros del barco y avanza en línea recta hacia él, a pesar de que no lo ve. Mario se sumerge varias veces y trata de abrir la puerta del camarote, pero no puede. Presa de una furia salvaje, propia no de un ser humano sino de una bestia feroz, poseído de una fuerza superior a todas sus fuerzas, se enfrasca en un sangriento combate con la puerta del camarote, hiriéndose los brazos, las piernas, el pecho, la cara. No es un padre… es un tigre, un toro, un búfalo, un monstruo herido en lo más profundo de su alma, no en lo superficial de su carne. Le pega a la puerta con todo lo que pueda pegarle. En un instante de rabia espantosa, muerde el pomo de la puerta con tal fuerza y frenesí que se arranca tres dientes.
LA CALMA Y EL TERROR
La tormenta disminuye, los vientos se aplacan, la lluvia cesa, las olas no sobrepasan ya los tres pies de altura, los lejanos destellos del alba van convirtiendo a la espesa noche en ligero crepúsculo.
De repente, la puerta, empujada por la presión del agua que ya había inundado el camarote, se desprende y salta a la superficie, golpeando a Mario en el pecho, ensangrentado ya por el chorro que le brota de la boca. El joven se va a sumergir para entrar al camarote, pero en este propio instante, los cadáveres de Magaly y los niños, aún con los ojos abiertos, ascienden a la superficie en el momento en que la luz de un relámpago los ilumina, dándole a la escena un matiz intensamente macabro. Mario da un grito horrendo y prolongado que se va apagando lentamente por su propia fuerza y dentro de su mismo horror, y se lanza sobre su mujer y sus hijos. Los abraza, les grita, los sacude con violencia, los aprieta como si fuese a estrangularlos, como si quisiera matar a la muerte. Mira hacia el cielo aún nublado y comienza a gritar hasta que su garganta se queda sin voz y sus pulmones sin aire. Da un salto en el agua, respira con fuerza y grita hasta el límite de todas sus fuerzas. Vuelve a tocar los cadáveres, a apretarlos, a abrazarlos y grita, otra vez, como un loco desenfrenado en el paroxismo de la locura. Luis le dice que ya no hay nada que pueda hacer y que deben tratar de llegar a tierra nadando, pues antes de volcarse el bote, Lázaro decía que la costa estaba a unos pocos cientos de metros.
Mario baja la cabeza con tan supremo pesar que no le salen ni las lágrimas. Luis nada un corto trecho, mira a través de la ligera neblina que ya se está disipando y ve la silueta de un cayo y de un puente largo, a unos cien metros de distancia.
Mario le da media vuelta a la quilla del barco que aún flota, se detiene ante un ángulo del que sobresale una de las piezas metálicas en que se fijan las cañas de pescar, da un salto y, con gran fuerza, golpea con su rostro la parte más filosa del metal, se abre un hueco en la mejilla derecha y pierde el conocimiento. Desciende varios metros en el agua y, cuando comienza a ahogarse, recobra el sentido, pero no hace el menor esfuerzo por salvarse, y se ahoga. Luis lo llama para decirle que ya están muy cerca de tierra.
El cadáver de Mario emerge, de pronto, a la superficie delante de él. Luis da un salto y un grito. Se acerca a su hermano, le pasa una mano por la cara de la que aún emanan chorros de sangre, y se da cuenta que está muerto. Entonces, comienza a empujarlo hacia la costa, pero el cuerpo se va hundiendo y Luis se da cuenta que así no puede llegar a tierra. Luis levanta el cuerpo de su hermano y lo pone encima del pedazo de nave que aún no se ha hundido. Piensa que, quizás, le dé tiempo para llegar a la costa, buscar ayuda y regresar por los cuerpos de su hermano, cuñada y sobrinos para darles sepultura; pero el barco se sigue hundiendo y el pequeño cuerpo de la niña se está deslizando por el hueco del salvavidas.
Danilo y Teresa se han mantenido a flote por un largo rato. No saben lo que les ha pasado a los otros, pues no han visto nada en la oscuridad.
Luis llega junto a ellos, un rato después, y los tres nadan hacia la costa protegidos por los salvavidas. Están ya a menos de cien metros del extremo sur de Bahía Honda Key. La lancha guardacostas se halla cerca del extremo norte del Puente de las Siete Millas. Llegará al área de la tragedia en unos cuarenta minutos.
Natalia, Bob y los otros están en el muelle de un restorán de Big Pine Key. Presienten una gran desgracia, pero no han visto nada de lo que ha pasado. Son las seis y media de la mañana. Amanece, pero ya los jóvenes no piensan en los guardacostas ni en los policías que desayunan allí a esa hora, sino en la feroz tormenta y sus efectos. El restorán acaba de abrir sus puertas. Natalia sigue llamando al celular de Lázaro sin saber, por supuesto, que éste yace en el fondo del mar. Se había dado un golpe en la cabeza con el timón de la nave cuando se volcó, perdió el sentido y fue el primero en ahogarse.
Las olas, que habían sido tan altas e inquietas, son ahora tranquilas y llanas. El sol asoma su frente fulgurante sobre las aguas serenas del oriente. El cielo grisáceo suavemente se azulea.
De repente, como si el horror fuese en sí mismo interminable, emergen del mar, iluminado ya por el naciente sol, dos grandes aletas de tiburones. Danilo, Teresa y Luis están a unos treinta metros de los arrecifes de Bahía Honda Key y no se dan cuenta del peligro que les acecha a sus espaldas. No se ve a nadie más en el agua, los arrecifes ni atravesando los puentes que conectan los cayos.
Uno de los tiburones se acerca a Luis, se alza en el agua, abre su boca, con su doble hilera de enormes dientes triangulares y filosos, y le da una mordida terrible en su pierna derecha, por encima de la rodilla. El otro feroz escualo ataca a Teresa por un costado y se sumerge con ella, alejándose de la costa.
Danilo da un salto bestial, se quita el salvavidas y nada hacia el lugar en que el tiburón se sumergió con Teresa. El tiburón que había mordido a Luis se le acerca y Danilo le da un fuerte puñetazo en el morro. El tiburón huye. Luis ha podido llegar a los arrecifes. La sangre brota a raudales de su muslo.
Danilo sigue nadando hacia alta mar, se detiene, alza el cuerpo y mira alrededor. No ve nada, ni siquiera los cuerpos de Magaly y su hijo que avanzan, lentamente, en la misma dirección. Ve, entonces, que a unos quince metros de él, hacia el este, una mancha oscura se le acerca. Nada hacia ella, dispuesto a golpearla, pero al llegar, la mancha desaparece. Era un reflejo del sol.
Danilo ve un objeto que flota entre él y el arrecife, a unos veinte metros de distancia. Nada furiosamente hacia él y, al llegar, ve un brazo, entero hasta el hombro, ensangrentado. Lo levanta y ve en el dedo anular de su mano izquierda la sortija de matrimonio que le había colocado a Teresa en el momento de la boda. Desesperado, colérico, asiendo el brazo por la muñeca, avanza en varias direcciones, enloquecido, moviendo la cabeza con suprema furia. Vuelve a saltar sobre el agua, pero no ve nada. Ni una mancha bajo el agua, ni un objeto, nada que no sea el sosegado mar marchando lentamente hacia la costa.
Sin soltar el brazo trunco, Danilo nada hasta la orilla. Han pasado veinte minutos desde el ataque de los tiburones. Luis está sentado, junto al arrecife, moribundo. Ya casi no le queda ni medio litro de sangre. Danilo lanza el brazo de su mujer sobre el arrecife, lo escala, hiriéndose brazos y piernas, y se acerca a Luis. El joven se deja caer sobre una roca y, mirando a Danilo con esa brillosa mirada que fulgura ante la sombra eterna de la nada, murmura:
–Yo he leído sus libros, pro…
Luis expira, con los ojos abiertos y fijos en Danilo, sin terminar la frase. Sin darse cuenta que está descalzo y que sólo viste en calzoncillos, Danilo se pone de pie sobre el arrecife y contempla, por un largo rato, todo el mar que lo circunda.
Danilo ve algo que flota, se lanza al mar y nada con furia, casi sin respirar. El objeto es una muñeca de goma que la niña apretaba con fuerza mientras se ahogaba en el camarote y había flotado al desprenderse la puerta. Abre bien los ojos, aprieta los dientes con furia, vuelve a mirar en varias direcciones y ve, de pronto, los cadáveres de Magaly y el niño flotando sobre los salvavidas. Nada, con rapidez, hacia ellos. Al llegar, da varios saltos en el agua, mirando a la redonda, pero no ve nada más. Nada hasta la costa, empujando los salvavidas con los cuerpos, y llega al pie del arrecife en que yacen el cadáver de Luis y el brazo de Teresa. Los sube a un claro de arena que se halla entre los arrecifes, y se sienta sobre una piedra, sin dejar de mirar hacia el mar. Así pasan veinte minutos.
LA CUEVA
Danilo oye, entonces, el ruido de un motor. Es la nave guardacostas que se acerca al extremo norte de Bahía Honda Key. Toma el brazo de su mujer y se aleja de la costa unos cincuenta metros, metiéndose en una pequeña hondonada de arena que se halla detrás de unos cocoteros. La nave se acerca. Ya está junto al arrecife. Danilo se aleja unos cuarenta metros más, se mete en otra hondura arenosa, más profunda que la anterior, y la cubre con las hojas caídas de una palmera.
Dos oficiales se bajan de la nave, llegan hasta los tres cadáveres y llaman por teléfono. De la Base Naval de Boca Chica, próxima a Cayo Hueso, salen dos lanchas de la Marina rumbo al área del desastre. Varios oficiales rastrean todo el litoral de Bahía Honda Key y los cayos adyacentes, pero no hallan nada más que los cadáveres de Magaly, el niño y Luis. De los cuerpos de Mario, su hijita, Lázaro, Sergio y Teresa, no se encuentra el menor indicio.
A pesar de su inmenso dolor, Danilo toma la decisión de no dejarse ver para que nadie sepa que ha salido del país. Su nombre es bien conocido. Su llegada a Miami sería un escándalo, por la algazara que formarían las emisoras y periódicos locales. No, él no puede dejarse ver. Lo único que lo ata a la tétrica operación, su mujer, está muerta por supuesto: él sabe que no puede haber sobrevivido a tanto tiempo bajo el agua ni a sus terribles heridas. Su dolor es absoluto, pero su decisión de permanecer escondido es igualmente soberana.
Metido en el hueco, en una zona del cayo en que no vive ni camina nadie, Danilo ha de esperar a que se vayan los guardias para huir y esconderse aun más, pero… ¿adónde? Está casi desnudo, no tiene dinero, no conoce el área, no habla inglés y está cubierto de heridas sangrantes que se hizo al escalar el arrecife y de la sangre que aún emana del brazo de su mujer. ¿Qué puede hacer? ¿Quién puede ayudarlo en estas condiciones como no sea la policía, en cuyo caso se sabría que ha llegado en la propia nave de la tragedia. Si alguien lo encuentra en esas condiciones –un viejo desnudo con mirada de loco que agarra con una mano un brazo henchido que no es el suyo, ensangrentado de pies a cabeza y escondido en un hueco estrecho– saldría corriendo a buscar al policía más cercano.
Danilo se hunde más en su cueva de arena con techo de palmera, oprime contra el pecho el brazo de Teresa, baja la cabeza y llora, no con el llanto ligero de los ojos, sino con lágrimas de sangre que en sus entrañas hierven ☼
Traducción:
1-. All the way: completamente, en toda su extensión.
2-. DEA: Drug Enforcement Agency (Agencia Anti-Dogas)
3-. Long live ‘America’, land of the free: larga vida a ‘América’, tierra de… libertad.
Próximo escrito: El rescate de Danilo (viernes, 3 de agosto, a la misma hora)