por Aníbal Corti
Cuando José Mujica nació, un ya lejano 20 de mayo de 1935, dos partidos, el Nacional (PN) (o Blanco) y el Colorado (PC), no solo daban estructura y articulación a la vida política del país, sino que expresaban de algún modo también su alma. Esos partidos todavía existen, pero es probable que hayan dejado de representar, hace ya mucho tiempo, lo que alguna vez representaron. ¿Y qué representaron? Se ha querido ver en el viejo PN el partido de la tradición y en el viejo PC, el de la modernidad. Los muy débiles partidos de la izquierda uruguaya de aquellos años, urbanos, ilustrados, cosmopolitas, progresistas, estaban, naturalmente, más cerca del segundo que del primero. Pero, a mediados de siglo, para cuando Mujica tenía unos 20 años, esa natural afinidad empezó a verse trastocada.
El marxismo decimonónico, el de la Segunda Internacional, el de Kautsky, Bebel y otros (que en Uruguay inspiraba la comprensión de la realidad y la acción política del Partido Socialista [PS] de Emilio Frugoni), había enseñado que el capitalismo opera en la dirección del progreso histórico, desarrollando necesaria e incesantemente las fuerzas productivas, hasta que estas desbordan o superan el propio modo de producción capitalista. El progreso económico, social y cultural sigue, así, un camino lineal. Pero el marxismo del siglo XX, el que se desarrolló en el seno de la Tercera Internacional, el de Lenin, Trotsky, Mao y otros (que en Uruguay inspiraba, al menos en su versión soviética, la comprensión de la realidad y la acción política del Partido Comunista) modificó el marxismo decimonónico en varios aspectos.
El marxismo del siglo XX vino a sostener que el desarrollo capitalista es esencialmente polarizador y que alimenta el desarrollo de los países centrales a costa del subdesarrollo del mundo periférico. Luego vendrían las teorías de la acumulación a escala mundial y de la dependencia, pero el germen ya estaba allí.
A la luz de esta perspectiva, varios marxistas revisaron la vieja idea de que el capitalismo opera en la dirección del progreso histórico. Ello podrá ser verdad en los países centrales, sostuvieron, pero no lo es en la periferia. En los márgenes del mundo, el capitalismo necesariamente produce subdesarrollo. No solamente no opera en la dirección del progreso histórico, sino que lo retarda indefinidamente. Resistir la penetración del capitalismo imperialista en la periferia, por tanto, no es reaccionario (como se hubiera desprendido del análisis marxista clásico), sino progresista. Las montoneras, los caudillos, las guerras civiles y, en general, las revueltas del mundo agrario contra las distintas formas de la modernización capitalista adquieren, de este modo, un sentido positivo: se orientan en la dirección del desarrollo histórico (en la medida en que constituyen un foco de resistencia a la penetración imperialista) y no contra él. El dictamen de la vieja historiografía marxista queda puesto patas para arriba. Lejos de expresar una mentalidad primitiva y de representar los intereses de los sectores más atrasados, estos fenómenos vienen a ponerse ahora en la senda del progreso.
Estas mutaciones ideológicas en el seno de la izquierda (además de circunstancias familiares más bien anecdóticas) seguramente expliquen, al menos en parte, por qué un jovencísimo Mujica, que, como le dijo a Miguel Ángel Campodónico, ya se encontraba bien definido en las coordenadas ideológicas de la izquierda, se volvería militante del PN y, en particular, de su ala más tradicionalista (o, incluso, reaccionaria): el Herrerismo, la corriente del viejo caudillo Luis Alberto de Herrera, para esa época aliado con los ruralistas de Benito Nardone.
Mujica empezó su andadura política claramente definido en las coordenadas ideológicas de la izquierda, pero encuadrado, en lo que a la militancia partidaria respecta, en las huestes del nacionalismo herrerista. El grupo al que Mujica estaba afiliado, el de Enrique Erro, se escindió del PN e hizo para las elecciones de 1962 una efímera y fallida alianza con un PS que ya no era el de Frugoni, sino el de Vivian Trías. El resultado fue calamitoso. Sin dejar necesariamente atrás su cosmovisión blanca y, quizás, incluso, sin dejar siquiera de ser herrerista, Mujica se incorporó al naciente Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, una organización cuyas filas nutrieron originalmente otros blancos, como él, socialistas, anarquistas y, en general, gentes de las más variopintas adscripciones ideológicas.
En aquellos tiempos, las posiciones socialdemócratas de Frugoni, otrora epítome del progresismo, empezaban a verse como reaccionarias (por abstractas, universalistas y cosmopolitas; por entenderse, en el acierto o en el error, que estaban alineadas a los intereses del imperialismo estadounidense), y las de Herrera, otrora epítome del tradicionalismo reaccionario, empezaban a verse como progresistas (por nacionalistas, por arraigadas a la tierra y a la tradición, por antimperialistas). Por esas ironías que tiene la historia, muchos jóvenes inquietos de aquellos años fueron a buscar el futuro al pasado. La izquierda estaba haciendo su giro nacionalista, su giro hacia la instalación del eje nación/antinación como fundamental o esencial en la organización de las luchas políticas en el mundo periférico, el de los márgenes del sistema mundializado de producción capitalista. Eran aquellos, además, los tiempos de la revolución cubana, de la revolución china, del alborotamiento de los arrabales del planeta.
La historia inmediatamente posterior es muy conocida y no es necesario reseñarla aquí.
Para la última década del siglo pasado ya no quedaban caudillos blancos. No, al menos, de aquellos que habían sido portadores de la cosmovisión tradicionalista y antimoderna que se había querido ver en la esencia de esa colectividad política. El PN ya no era para entonces el partido de la tradición, sino el de la modernización liberal y antiestatista, mientras que el PC ya no era tampoco el partido de la modernidad, sino el del estatismo intervencionista de acentos más o menos batllistas, testigo ideológico que más tarde recogería el Frente Amplio (FA).
Fue por aquellos años que Mujica, hasta entonces solo medianamente conocido por su pasado guerrillero, empezó a recorrer el camino, siempre a paso seguro, de su transformación en figura política de alcance internacional. Más allá de las diferencias obvias respecto de su pasado (anótese, a título de ejemplo, su aceptación de la democracia parlamentaria y su concomitante renuncia a la violencia política), Mujica seguía siendo el mismo de siempre. Su visión del mundo estaba intermediada por la matriz ideológica del socialismo nacional y periférico que se expresó, en Uruguay, en las obras de autores como Carlos Real de Azúa, Alberto Methol Ferré, Roberto Ares Pons y el ya mencionado Trías, entre muchos otros.
Mujica enseñó que no hay que asomarse a la vida con la mirada de un almacenero. Sostuvo que el tiempo no es solo el tiempo productivo, sino también el de la existencia significativa, el de los afectos, el de las causas y el de las luchas, que la tierra no es solo la tierra productiva, sino también la que enmarca y contiene, el suelo de los antepasados y el de los que están por venir, y, en general, que la grandeza de las cosas no cabe dentro de los estrictos límites de su valor en plaza.
Enseñó que la sociedad no es un mercado, que las relaciones humanas son mucho, muchísimo más que meras relaciones mercantiles, que los triunfos y los fracasos muchas veces son ilusorios y que los honores del mundo son vacuos. Enseñó también que, así como el precio que fija el mercado no es una medida auténtica del valor de las cosas, el éxito no es una medida auténtica del valor de las personas y la capacidad productiva no es una medida auténtica del valor de las sociedades humanas. Defendió la vida sencilla, los gustos frugales, la cercanía, los pequeños gestos, la lealtad y la amistad.
Mujica predicó contra los honores fatuos del mundo, pero no puede decirse que le hayan sido esquivos. Todos le llegaron, o casi todos. Los aceptó con aparente resignación, como si aceptarlos fuera parte de su deber o, incluso, de su destino.
En la primera década del nuevo siglo, su figura representó para muchos la gran esperanza de que un segundo gobierno del FA ejecutara un ansiado giro a la izquierda. En los cinco años en los que ejerció la presidencia de la república se abocó a destruir minuciosamente esas expectativas. Su gobierno estuvo muy lejos de ser bueno. Signado por la improvisación y la torpeza, fue un desastre casi sin paliativos.
Se lo recuerda exclusivamente porque los altos precios internacionales de las materias primas alimentaron una efímera bonanza económica y por una serie de iniciativas de la sociedad civil que dejó prosperar. De sus herederos políticos es mejor que ni hablemos.
No obstante su radical incapacidad como gobernante, su capacidad de liderazgo carismático se mantuvo casi inalterada hasta el final de sus días. En la esencia de su estilo de conducción estaba el actuar como si no estuviera midiendo costos personales. Es difícil saber si Mujica medía o no medía esos costos, si actuaba o no actuaba en función de ellos, pero, ciertamente, hacía que pareciera que nunca estaba tomándolos en cuenta en absoluto. Su prédica respecto del distanciamiento del mundo y su estilo de conducción se retroalimentaban, sin dudas.
Mujica no era tonto. Era un viejo zorro, hábil y astuto, pero nunca parecía que pusiera su astucia ni su gran habilidad para la maniobra política al servicio de sus exclusivos intereses personales. Nunca parecía que buscara rédito o beneficio propio. Su estilo era directo, sin vueltas. En su vida personal no exhibía mayor apego por las cosas materiales. Su imagen era de entrega por entero en cuerpo y alma a la causa de sus ideas. La actividad política siempre fue presentada, y sigue siéndolo, como un servicio al bien común, pero todos sabemos que hoy en día el principal y quizás único servicio que los políticos prestan es el servicio a sus cuentas bancarias, no a alguna causa, en la que en general ya no creen. Mujica daba la impresión de ser alguien que creía genuinamente en una causa. Parecía estar dispuesto a entregarse por entero a ella. Disfrutó de casi todos los honores del mundo, pero parecía que ello le pesaba. Como si se tratara de un precio, de un tributo que debiera pagar.
En un mundo donde todo cotiza en bolsa, incluidas la verdad, la belleza y la justicia, rechazar, aunque más no fuere verbalmente, los fatuos honores mundanos enaltecía su figura.
Ahora que ha muerto, habrá quienes elijan traer a la memoria aquellos aspectos de su vida que expresan un efectivo distanciamiento del mundo y una entrega en cuerpo y alma a un ideal, mientras que habrá quienes elijan recordar que disfrutó de todos o de casi todos los honores del mundo y que no tuvo la capacidad, ni a veces la voluntad, de conseguir resultados efectivos para su causa.
Es una discusión sin término si esos honores Mujica los despreciaba realmente o solo fingía hacerlo.
Por momentos parecía que los despreciaba realmente, por momentos, que solo fingía hacerlo. La ambigüedad está en la esencia del personaje. Hay quienes preferirán recordarlo de una manera y quienes preferirán recordarlo de la otra, hacer hincapié en un aspecto o hacer hincapié en el otro. Sin embargo, hubo en su vida un cierto grado de coherencia que nadie le niega, ni sus más enconados detractores.
Fuente: Brecha