Frente a la crisis alimentaria global solo queda avanzar en un proceso de autoorganización social

 

Hablamos de una nueva forma de producir y de vivir. Quizás esto es demasiado para la FAO, que prefiere entender la guerra y la crisis climática como fenómenos autónomos, sin causa unitaria aparente, casi casuales. Es intolerable que 193 millones de personas pasen hambre en un mundo.


Atención al dato: 193 millones de personas sufrieron inseguridad nutricional aguda (es decir, hambre), en 2021. No lo dice algún grupúsculo radical anticapitalista, en base a supuestos prejuicios demagógicos contra el libre comercio. Lo afirma el Informe Global sobre Crisis Alimentarias 2021, redactado por la Red Global contra Crisis Alimentarias, integrada por la Agencia de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) y el Programa Mundial de Alimentos (PMA), entre otras entidades no mucho más sospechosas de radicalismo antisistema.

Estamos hablando de un número de personas que multiplica por casi cinco la totalidad de la población española. El informe recuerda que, desde su primera edición en 2016, la tendencia a la inseguridad alimentaria ha sido creciente en todo el mundo. “Si no hacemos más para apoyar a las comunidades rurales, la escala de la devastación en términos del hambre y la pérdida de medios de subsistencia será espantosa. Se necesita una acción humanitaria urgente en una escala masiva para evitar que eso suceda”, concluye el Informe, predicando en el desierto.

Los especialistas de Naciones Unidas, por supuesto, no son peligrosos anticapitalistas, así que establecen dos principales razones para la expansión del hambre de masas en el Tercer Mundo. Dos vectores de destrucción que, pese a ser brutalmente reales, no permiten profundizar en la trama fundamental del proceso social que genera el hambre y la desigualdad a nivel global. El Informe nos habla de la guerra y de la crisis climática.

Sólo seis países en guerra representan el 80 % del incremento de la inseguridad alimentaria aguda desde 2016. Hablamos de la República Democrática del Congo, Afganistán, Etiopía, Sudán, Siria y Nigeria. Son diez los países que constituyen el mapa de las principales hambrunas del año 2021, según el Informe: los seis anteriormente citados, además de Yemen, Sudán del Sur, Pakistán y Haití.

El Informe no incorpora aún los efectos provocados por el inicio de las actividades bélicas en Ucrania. Recordemos que Rusia (afectada por las sanciones occidentales) y Ucrania (con su capacidad productiva paralizada por los combates) son dos de los principales productores mundiales de trigo y maíz, que no sólo se usan para la alimentación directa de muchas poblaciones del Tercer Mundo, sino también para la fabricación de piensos para el ganado y abonos agrícolas. Si a eso le unimos la brutal alza de los precios de la energía provocada por el conflicto, que impacta fuertemente sobre ganaderos y agricultores, así como sobre las empresas de distribución alimentaria, la situación amenaza con convertirse en caótica en muchos países. Somalia, Madagascar y la República Democrática del Congo, por ejemplo, obtienen la práctica totalidad del trigo que consumen sus poblaciones de Rusia y Ucrania. Egipto, Kenia y Marruecos, por su parte, han aumentado recientemente la cuantía del salario mínimo para intentar evitar la crisis alimentaria que se asoma en el horizonte. El hambre amenaza con convertirse en un vórtice de caos y revueltas sociales que puede arrasar con la estabilidad de muchos regímenes del Tercer Mundo, siempre al borde la implosión y en un precario equilibrio económico como resultado del sistema de intercambio desigual que fundamenta el mercado capitalista global.

Los fenómenos climáticos extremos, por otra parte, son el otro gran elemento que tiene en cuenta el análisis de la Red Global contra Crisis Alimentarias. La persistente sequía en Madagascar, por ejemplo, ha provocado que 1,3 millones de personas se encuentren ante un grave riesgo de hambruna. La sequía, a su vez, junto a las prácticas agrícolas destinadas a surtir al mercado global, han provocado un aumento de las tormentas de arena relacionado con la deforestación y la erosión del suelo. El Programa Mundial de Alimentos mantiene que en Madagascar estamos ante “la primera hambruna del cambio climático”.

El Informe, de nuevo, no tiene en cuenta los últimos acontecimientos climáticos que impactan sobre la producción de alimentos y la sostenibilidad de la agricultura del Tercer Mundo. Hablamos, por ejemplo, de la brutal ola de calor que ha afectado estas últimas semanas a la India y Pakistán. En marzo y abril estos dos países registraron las temperaturas medias más altas en 122 años, lo que ha provocado enormes incendios en los vertederos de grandes urbes como Nueva Delhi. El sistema eléctrico indio sufrió un brutal colapso, con cortes del suministro de hasta 16 horas, inducido por temperaturas que alcanzaron los 46 grados durante el día, lo que empujó al gobierno de este país de 1400 millones de habitantes a incrementar las importaciones de carbón para garantizar el suministro eléctrico. Un incremento que, a su vez, impactará en el precio global de este insumo energético dado que la India es el segundo mayor importador de carbón del mundo.

La FAO estima que necesita 1400 millones de euros anuales para reforzar la seguridad alimentaria global. Elon Musk está preparando 44.000 millones de dólares (unos 40.000 millones de euros) para comprarse Twitter y poder garantizar la “libertad de expresión” de los aburridos consumidores, adictos al smartphone, del Norte global. La esencia del problema, quizás, no esté en la guerra y el cambio climático, sino en el modo de producción social que ha generado y sigue impulsando esos dos procesos devastadores. Nos explicaremos.

El sistema capitalista de producción tuvo un origen histórico concreto que lo ligó a las élites de los países Occidentales y a sus intereses económicos y geopolíticos. La acumulación primitiva que dio origen a esta forma de producir e intercambiar las mercancías no se produjo, solamente, mediante el cercamiento de las tierras comunales en Occidente y la consiguiente liberación del trabajo servil en el campo para convertirlo en trabajo asalariado en las fábricas. El paralelo proceso de colonización del Tercer Mundo, generando una absoluta abundancia de materias primas y determinados productos, gracias al trabajo esclavo en las plantaciones de algodón o las minas, es otro de los grandes disparaderos del modo de producción capitalista.

Y, tras las luchas sociales que llevaron al proceso de descolonización, vino el intercambio desigual: materias primas baratas por productos manufacturados de mayor precio. Un esquema mantenido mediante medidas monetarias, ajustes estructurales, intermitentes aventuras bélicas y golpes de Estado, deudas públicas impagables e intervenciones del cuerpo de marines. El intercambio desigual genera la dependencia, y la dependencia genera la devastación de las economías del Tercer Mundo, con una regularidad que, a la luz de los datos del hambre en 2021, no es dado calificar de espantosa.

En el contexto de dependencia e intercambio desigual que estructura el mercado globalizado, los grandes espacios rurales de los países del Sur son puestos a disposición de las transnacionales del agro-business. Esto implica la implementación de procesos de producción agrícola, orientados al mercado mundial, que buscan la mayor rentabilidad monetaria, sin preocupación alguna por la sostenibilidad ambiental y la supervivencia de las tramas sociales circundantes. Las grandes plantaciones de soja en el cono sur de América Latina son un ejemplo palmario, provocando el agotamiento y erosión de los suelos y la pérdida de biodiversidad, y generando situaciones de violencia y conflicto entre poblaciones que apenas disfrutan los beneficios económicos generados por esta actividad.

Las grandes plantaciones del agro-business, a su vez, inundan los mercados de producción contaminante y barata, provocando la quiebra de los agricultores locales y el abandono rural. Para ver como funciona este proceso, no hace falta irse al Tercer Mundo: el campo español es un ejemplo palmario del proceso despoblación inducido por la globalización del mercado alimentario y la entrada de los grandes capitales en la producción agrícola.

El modo de producción capitalista, llevado al ámbito rural, por tanto, genera una dinámica irrefrenable de devastación ambiental, despoblación rural, violencia para obtener el control de los territorios, y hambrunas recurrentes. También produce, sin embargo, enormes cantidades de comida de baja calidad para una población siempre creciente y concentrada en los grandes nodos urbanos del mercado global.

La alternativa al hambre quizás no sea, entonces, una imposible vuelta a la producción agrícola de subsistencia, incapaz de alimentar a la población actual, ni una “acción humanitaria” que muchas veces inunda los mercados locales de productos ajenos hundiendo a los agricultores autóctonos, estableciendo la base económica para la siguiente hambruna. Quizás habría que apostar por un avance en los procesos de autoorganización social que permita integrar y reforzar las redes de los productores locales mediante mecanismos cooperativos, sostenibles y soberanos. Una dinámica de reubicación de la población que permita generar tramas de urbanización sostenibles que tengan la amplitud cultural, productiva y de servicios de las ciudades actuales y la virtuosa relación de convivencia con la naturaleza del ámbito rural no degradado por el Capital. Abolir la diferencia entre campo y ciudad para construir un nuevo tipo de hábitat humano. Construir una economía de la cooperación y no de la competencia. Acabar con la explotación de la naturaleza y de los trabajadores. Y todo ello, sin provocar una regresión cultural que arrase con las libertades sociales conquistadas en los últimos siglos de luchas ciudadanas.

¿Les suena? Hablamos de una nueva forma de producir y de vivir. Quizás esto es demasiado para la FAO, que prefiere entender la guerra y la crisis climática como fenómenos autónomos, sin causa unitaria aparente, casi casuales. Pero si convenimos en que es intolerable que 193 millones de personas pasen hambre en un mundo en el que hay de todo, deberíamos empezar a encontrar e implementar soluciones permanentes.

José Luis Carretero Miramar para Kaosenlared

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