Estatismo y anarquía, de Míjail Bakunin, en su época
Por Miquel Amorós
La edición del libro “Estatismo y anarquía” fue un hecho singular en la intensa vida de Bakunin, puesto que es el único que publicó en vida. Hasta entonces solamente había publicado artículos, folletos y manifiestos. Fue editado en Zurich, en ruso, sin nombre de autor, con fecha de 1873, aunque realmente fue impreso a principios del año siguiente. Bakunin residía en esa misma ciudad, lugar donde había fundado en julio de 1872 con estudiantes rusos y serbios una sección eslava que se adhirió a la Internacional y una hermandad eslava secreta. Mediante ignominiosas maniobras e intrigas Bakunin había sido expulsado de la Internacional en el Congreso de La Haya (septiembre 1872), celebrando sus partidarios un Congreso paralelo en Saint Imier (Suiza). Existían pues dos internacionales, una, la de los partidarios de Marx, fuertes en el movimiento obrero alemán, y otra, la de los de Bakunin, mayoritarios entre los trabajadores asociados de los países latinos. Una, favorable a la autoridad y el gobierno de un Consejo General, y la otra, que rechazaba cualquier programa impuesto y proclamaba la federación libre de secciones nacionales autónomas. La facción marxista, “autoritaria” según sus antagonistas, se había explayado contra Bakunin y los suyos publicando una circular infame sobre “Las pretendidas escisiones de la Internacional” y luego, un libelo aún peor titulado “La Alianza de la Democracia Socialista y la Asociación Internacional de Trabajadores.” Bakunin rehusó responder a tanta calumnia y tergiversación, ya que estaba demasiado ocupado en sus relaciones con las sociedades obreras afines y solicitado por emisarios de diversos países que llegaban a Suiza para asistir a los congresos internacionalistas. En cambio, animado por sus amigos rusos que le habían pedido un texto para difundir entre los simpatizantes de la Internacional en el imperio zarista, aceptó exponer desde su punto de vista “la lucha entre los dos partidos de la Asociación Internacional de Trabajadores”, subtítulo de “Estatismo y Anarquía.” Entre mayo y julio de 1873 se dedicó a la tarea. El resultado fue un libro que no era más que la primera parte de la introducción a una obra de tres o cuatro volúmenes. Un compañero ruso de Bakunin, Armand Ross, editó en su imprenta 1200 ejemplares, enviando la mayoría de ellos a Rusia, donde hizo su camino en los círculos conspirativos. De la segunda parte, que debía tratar de la oposición y desarrollo en la conciencia obrera de los dos principios, el autoritario y el antiautoritario, no se escribieron más que algunas cuartillas que se perdieron, aunque bien pudiera tratarse de las que encontró Arthur Lehning entre sus papeles, escritas en ruso, que fueron tituladas “A dónde ir y qué hacer”. En aquel momento, Bakunin, que se había trasladado a Locarno, se hallaba ilusionado y absorbido por unos planes fantásticos sobre la finca de “La Baronata”, los cuales, como era de esperar, no tuvieron los resultados apetecidos. La edición rusa contenía dos apéndices; uno era el programa de la sección eslava, y el otro, un escrito sobre Rusia en el que se evaluaba la táctica llamada “preparatoria” del movimiento populista, que propugnaba las cooperativas, asociaciones artesanales y colonias rurales, y se analizaba la comunidad aldeana o “mir”. Bakunin criticaba la táctica de “enseñar al pueblo” como irrealista, y tomaba partido por la revolución social y la abolición del Estado. Solamente cuando la revolución fuera un hecho, la instrucción popular podría hacerse efectiva. En tanto que formulación elemental del anarquismo, el libro no despertó interés hasta 1905, y sobre todo en 1919, año en que fue reimpreso en el Moscú revolucionario, interés que se mantuvo al darse a conocer en 1926 unas notas de lectura hechas por Marx, aunque no fueron traducidas al francés y al italiano hasta 1935. La primera edición española, sin los apéndices, se hizo en 1929; la segunda ocurrió durante la guerra civil.
En el libro, Bakunin da a la palabra “anarquía” por vez primera un sentido positivo, aludiendo a un régimen de libertad fundado en “la organización libre de las masas laboriosas.” En todos sus escritos anteriores, el vocablo “anarquía” era sinónimo de caos y desorden, aunque no como algo a evitar, sino a promover, puesto que al debilitar el Estado y desencadenar las pasiones populares, favorecía el proceso revolucionario. Para Bakunin la revolución nace de la “anarquía popular”, que se produce cuando el pueblo pasa de la desesperación a la acción. El paso siguiente, el que conduce directamente a la revolución social, quedará enmarcado por un ideal común, la federación libre y autónoma de las provincias, comunas y asociaciones obreras. Dicha federación había de surgir de la destrucción del Estado, resultado de esa anarquía, que por eso mismo era “revolucionaria”. La Comuna de París, como ejemplo histórico reciente, vendría a ilustrar el proceso. Por otro lado, Bakunin se había definido bien como “demócrata socialista” para distinguirse de los liberales extremistas, que solían llamarse demócratas, en las luchas contra los imperios en las que participaban sectores burgueses radicalizados. Después, cuando el proletariado fue una entidad bien distinguible, se llamó “socialista revolucionario” para marcar distancias con los reformadores sociales y los socialistas burgueses. Cuando se desató la polémica con la tendencia “autoritaria” de Marx, la facción “antiautoritaria” fue tildada de “anarquista”, apelativo del que se apropió sin problema. Así pues, Bakunin hizo honor del baldón y en lo sucesivo se calificó de “revolucionario anarquista”, o simplemente “anarquista”, aunque el uso de la voz “anarquía” y de sus derivados no se generalizaría hasta mucho más tarde, no sin constantes reticencias que desembocarían en la invención de la palabra “libertario”.
La lectura de “Estatismo y Anarquía” da la sensación de un libro escrito a vuelapluma, falto de estructura, sin capítulos. Con facilidad se pasa de un tema a otro para volver al anterior a través de derivas históricas sobre las revoluciones burguesas, circunvoluciones políticas y dudosos ejercicios de sicología nacional, pero una atención más detenida hace que nos demos cuenta de estar ante un texto fundamental perfectamente coherente. Bakunin partía del cambio de perspectiva habido tras la derrota de La Comuna de París y la victoria del ejército prusiano sobre las tropas de Napoleón III –Napoleón “el pequeño”, como le llamó Victor Hugo. Una nueva época se inauguraba con el desplazamiento del centro de la reacción, de Rusia a Alemania. Estando los imperios ruso y austriaco en decadencia y el resto de estados demasiado agotados como para pensar en expandirse, el único estado verdadero en pie era el alemán, claro está, añadimos, salvando el imperio británico, al que Bakunin parece no prestar atención. El Estado moderno era por consiguiente una creación alemana, y en tanto que alemán, un Estado militar. Con la debacle francesa se perdían las tradiciones revolucionarias que subsistían a pesar de la bota napoleoniana en el seno de los trabajadores. Para el francófilo Bakunin significaba el triunfo de las tendencias burocráticas y militaristas debajo las que va a refugiarse la burguesía explotadora. El desarrollo de la producción capitalista inducía un desarrollo equivalente del aparato estatal. La primera parte del libro se consagra pues a valorar el impacto de la guerra francoprusiana y el ascenso de la Alemania del canciller Von Bismarck, dando libre curso a su germanofobia, comprensible por la desagradable experiencia de una revolución burguesa fallida, una condena a muerte no ejecutada y un maltrato carcelario culminado con la entrega a las autoridades rusas. El capitalismo discurriría a partir de entonces por una vía política centralista y despótica; podría decirse que por una vía prusiana. La nueva orientación política europea separará definitivamente a los partidos radicales y a la pequeña burguesía, último componente nacional del nuevo orden, del proletariado, único representante del internacionalismo revolucionario. Frente al estatismo nacionalista de todas las clases se erige una tendencia nueva, proletaria, que pugna por terminar con la explotación económica y la opresión política en todos los países gracias a la abolición de las clases y del Estado. El ejemplo más acabado de Estado era el ruso, patrimonio de una plutocracia militar, civil y eclesiástica que absorbía la riqueza social a través de sus privilegios y tentáculos administrativos. Tamaña ejemplaridad venía a ser superada por el Estado alemán modelado por Bismarck, que había hecho compatibles las formas constitucionales con el despotismo. La Razón daba la mano a la Sinrazón. Tanto daba pues el absolutismo como el constitucionalismo, la forma republicana como la monárquica: no había cuestión política que valiese, sino solamente cuestión social, a saber, la emancipación del proletariado. El Estado y el capital por un lado, la revolución social por el otro. Un sutil hilo conductor nos lleva por el libro a excelentes pasajes sobre las revoluciones burguesas, el papel de los pueblos menos influidos por la civilización burguesa, el paneslavismo, el impulso nacionalista hacía la creación de estados y el desarrollo de la burocracia, la filosofía alemana y los jóvenes hegelianos.
La segunda parte del libro es una crítica ad hominem de las teorías de su antagonista Marx. Entendemos los desahogos antisemitas aquí expresados como puramente antimarxistas, ya que no solo Marx, sino varios auxiliares suyos en las difamaciones difundidas y las maniobras urdidas contra él eran de origen judío. Sin embargo, también lo eran algunos bakuninistas y varias personalidades a las que Bakunin apreciaba o incluso admiraba como el poeta Heine o el publicista Moses Hess. De todos modos, ello no impide que lamentemos sus prontos raciales que tanto chocaron a sus correligionarios y los consideremos indignos. Para empezar, Marx postulaba que una revolución no podía madurar sin que el proletariado industrial se hubiera desarrollado suficientemente y ocupase una posición significativa dentro de la masa popular. Bakunin, al contrario, consideraba las capas mejor situadas del proletariado de los países capitalistas como una aristocracia obrera aburguesada y, en cambio, afirmaba que el instinto, la inteligencia y la fuerza de la revolución social se concentraban en las capas más empobrecidas y marginadas. Marx rechazaba de plano que lo que llamaba despreciativamente el “lumpenproletariado” pudiera desempeñar un papel revolucioario. También negaba con rotundidad la posibilidad de una revolución social en los pueblos eminentemente agrarios puesto que no se daban las debidas condiciones económicas. Para éste, los campesinos no contribuirían a la revolución más que bajo la dirección del proletariado urbano, mientras que Bakunin concedía un papel primordial a las revueltas campesinas, cuestionando el carácter necesariamente proletario de toda revolución social. En Rusia, podían aparecer nuevos Pugachev y Stenka Razin. La función de los intelectuales y hombres de ciencia como clase gobernante era fuertemente cuestionado por Bakunin: el gobierno de los genios y eruditos sería el peor de todos los gobiernos, una especie de despotismo científico. En fin, la cuestión del Estado ocupaba un puesto central en la disputa. Para Bakunin -que metía a Marx, Lassalle, la socialdemocracia alemana y Bismarck en el mismo saco- la constitución del proletariado en partido político no significaba otra cosa que la inmersión en el parlamento de la monarquía prusiana, en compañía de los partidos burgueses. Bien que para Marx no era exactamente eso, sí que lo era para sus discípulos del partido socialdemócrata alemán, cuyo caballo de batalla era la creación de un “Estado popular” desde el cual se darían las pautas para una paulatina transformación social dirigida por ministros socialistas. Las puertas quedaban abiertas al reformismo más vulgar, preocupación que Marx reflejó en su correspondencia y en sus notas al Programa de Gotha. Marx, en privado, denostaba esos planes, puesto que en realidad la “constitución del proletariado en clase dominante”, bien gracias a una victoria electoral, bien tras un movimiento revolucionario, no implicaba sino un aparato de coerción mediante el cual la clase obrera neutralizaba a la burguesía y sus aliados, mientras preparaba “las condiciones históricas de desarrollo económico” necesarias para la disolución de todas las clases, incluido ella misma. El fundamento de la revolución social era para Marx las condiciones económicas y no la voluntad popular: primaba el elemento objetivo y no el subjetivo. Los mecanismos gubernamentales coactivos de clase conformaban la denominada “dictadura del proletariado”, periodo transitorio a lo largo del cual las condiciones económicas que fundaban la existencia de las clases irían desapareciendo, mientras que a la par, el Estado, cada vez más superfluo, iría debilitándose hasta dar paso a una sociedad autoadministrada. Sin embargo, ese aparato de violencia proletaria institucionalizada era realmente un Estado, y Bakunin no podía creer en su voluntad de disolución, puesto que por naturaleza, cualquier Estado desarrolla una capa de funcionarios con intereses propios que tiende a perpetuarse. Para él la cosa era bien sencilla: el Estado desaparecería tan pronto como se asociaran libremente “de abajo arriba” las distintas secciones y federaciones.
La tercera parte del libro está dedicada a la exposición de la perspectiva anarquista después del cisma en la Internacional. Nunca podrá entenderse este conflicto sin tener en cuenta las condiciones históricas de la época, que todavía eran revolucionarias. El ciclo revolucionario no se había cerrado aún. Se respiraba una atmósfera de crisis social, por que la revolución se contemplaba por ambos bandos como algo bastante probable e incluso relativamente cercano. Para los bakuninistas, el Estado, “bajo no importa qué forma”, era incompatible con la libertad del proletariado y la emancipación de las masas populares, y además, un obstáculo para la solidaridad entre los pueblos. Entonces, la abolición del Estado era para la causa revolucionaria una cuestión de vida o muerte. Junto con el Estado debía eliminarse toda la reglamentación jurídica vigente, la propiedad individual hereditaria y la familia fundada en dicha propiedad, barreras para la organización libre del pueblo en asociaciones, comunas y entidades regionales y nacionales federadas. Con ello no se pretendía crear mundos aparte, sino constituir una humanidad unida, asentada sobre los tres pilares de la libertad, la igualdad y la fraternidad proclamados por la Revolución Francesa.
En definitiva, “Estatismo y Anarquía” obedecía a un intento por separarse nítidamente de los principios y tácticas marxistas oficialmente mayoritarios en la AIT, proporcionando un análisis general y una línea de acción para la tendencia anarquista de la Internacional. En el nuevo periodo, que arrancaba con el fracaso de La Comuna, ya no cabían alianzas espurias. El proletariado había de luchar por sí mismo y apoyarse en los campesinos pobres, la generosa juventud desclasada y la desesperada población harapienta. En 1873, todavía la revolución se consideraba posible, pero su enemigo principal ya no era Rusia, sino Alemania, y su finalidad no será la creación de un Estado, sino la abolición de todos ellos. El libro no es pues el canto de cisne del partido bakuninista, sino la confirmación de una corriente proletaria específica que tendrá sus momentos de gloria en el congreso de Amiens, los woblies, la insurrección de Kronstadt, el ejército makhnovista, el forismo argentino-uruguayo, la revuelta zapatista y la revolución española.
Presentación de la publicación de “Estatismo y Anarquía” por Editorial Imperdible en el Ateneo Libertario Josep Alomà de Tarragona, 30 de noviembre de 2018.