ESPAÑA 1936-37: guerra pero también revolución

 

Creo que se pue asegurar que la guerra de España -más la revolución y la contrarrevolución que le acompañaron-, fue, entre otras cosas, el mayor acontecimiento de la historia del “ruedo ibérico”; la muestra de que mientras las fuerzas del Eje iban a por todas mientras que los aliados temían más a la revolución que al fascismo…Fue la segunda victoria del nazi-fascismo que comenzó su acenso cuando en la primera parte de los años treinta socialistas y comunistas alemanes se preocuparon más de sus diferencias que en parar los pies a Hitler; la victoria de éste fue un elementos clave en la configuración de un proyecto militar-fascista alimentado por la oligarquía, especialmente por Juan March…El ascenso nazi-fascista fue determinante en el ascenso del estalinismo, la peor enfermedad sufrida por el movimiento obrero en su historia. Estos acontecimientos dieron lugar a una guerra cultural, al debate de las interpretaciones todavía palpitante ya que las libertades logradas por el pueblo no cuestionaron la continuidad del “bloque de la victoria” representado por la monarquñia…

Pero esta historia aún no está hecha. Lo está, a grosso modo, en cuar a los acontecimientos, aun cuando las dimensiones de cada uno de ellos se a menudo mal valoradas. Pero, cuando se trata de reflexionar sobre nociones fundamentales -“socialismo”, “revolución”, “democracia”, “totalitai mo”- las síntesis de los historiadores extranjeros, aunque honestas (y todas lo son) parecen superficiales. Y las contradictorias versiones de actores y de los testigos autores de “memorias” son tan puerilmente sectar se siente la tentación de volver a tomar la información en la base antes de emitir una opinión. No pudiendo hacerlo así, nos conformaremos con enume#rar los problemas, señalar aspectos mal aclarados, distinguir también entre las formas psicosociológicas a menudo descritas (“estilo” de los combates, de los ejércitos, de las muchedumbres, del terror, de la represión, de las poli#cías) y el fondo del problema, que es el lugar del episodio español en una historia que le supera.

La fuerza armada encontró un gran obstáculo en la lucha de clases. Ésta es la mutación histórica. Por eso no lamentamos haber descrito ampliamente su preparación.

Dicho esto, recordemos que la intervención de las organizaciones obreras no siempre fue eficaz. Sevilla y Zaragoza, ciudades tan combativas la víspera, cayeron, no sin combates, pero sí rápidamente vencidas. Incertidumbres de la suerte, claro está, azares de la historia. Son casos que, a pesar de todo, convendría analizar y no basta con citarlos de paso.

Habría que subrayar también que si la victoria es de color anarquista en Barcelona y de color socialista-comunista en Madrid, este hecho, importante por sus consecuencias, invalida cualquier intento de atribuir virtudes particu#lares a tal o cual tendencia: en cada centro toma la dirección el grupo dominante. La “alianza obrera” no necesita, como en 1934, ser formal y se realiza espontáneamente. Unanimismo más que unanimidad. Es la caracte#rística de los grandes momentos. Las desavenencias en lo alto no se reconocen en seguida. En la base, no obstante, las corrientes no se mezclan. Van codo con codo.

Sería necesario también conocer mejor el problema de los soldados, de los cuarteles. Hijos de obreros, de campesinos, en guarniciones apartadas de sus hogares, no pudieron negarse, como soldados, a obedecer a los oficiales rebeldes. Pero no se han estudiado las deserciones y los sabotajes (y son apasionantes testimonios del espíritu de clase, en los dos bandos). Nos gustaría seguir el proceso de descomposición del cambio de posición allí donde la tropa se inclinó a favor del pueblo. La más conocida es la sublevación de la Marina. Hace pensar en el ruso Potemkin. Hay que precisar que el famoso filme no “llegó a Madrid con Rosenberg”, como dicen Témime y Broué. Entre 1930 y 1936 se exhibió diez veces en Barcelona en salas comerciales. La identificación entre Rusia y Revolución, aunque no sea tan clara como en 1918-1919, no es un instrumento de prestidigitación salido de una valija diplomática. Frente al fascismo, está de nuevo en muchos corazones. Y esto es lo que importa a la historia.

Otra imagen corriente sobre julio de 1936, no es inexacta, pero sí incompleta. El Estado, en efecto, se había descompuesto. Pero pretender que su conservación es una precaución ingenuamente maquiavélica, destinada sólo a la escena internacional (Peirats y Lorenzo), es una apreciación errónea de la realidad. La legitimidad, el carácter defensivo de la revolución le aseguraban también (en realidad sobre todo) una audiencia interior. Gentes a quienes la revuelta de 1934, con su final lamentable en Barcelona y sangrien#to en Asturias, se habían indispuesto contra la revolución aplaudieron la de 1936. Como el fracasado golpe de Sanjurjo, en 1932, había obligado a la República a tomar sus medidas agrarias más concretas, el fracaso del “movimiento”, allí donde tuvo lugar, hizo parecer “naturales” medidas sociales más subversivas. Los que quieren poner en duda el carácter obrero de la victoria antifascista señalan gustosos la presencia de “fuerzas del orden” junto a Ascaso y a Durruti, o las de algunos burgueses republicanos en las barricadas (aunque ciertamente hubo menos que en el siglo pasado). Pero esto no fue decisivo. Por el contrario, es muy significativo que la masa de la población no militante haya aplaudido y aceptado, mientras que la minoría vencida callaba o disimulaba; aunque, claro está, momentáneamente.

En Barcelona, más que en Madrid, la revolución más total, más anarqui#zante, habría debido de espantar a las clases medias. Pero había allí un elemento compensador: la nación catalana, como tal, se veía agredida. El espíritu de grupo se unía a la combatividad de clase – en algunas categorías como los rabassaires, ambas reacciones defensivas coincidían-, y esta con#vergencia es a menudo esencial para las revoluciones. Observemos que en el País Vasco una burguesía media se puso al frente de una resistencia nacional no revolucionaria, lo que redujo la combatividad obrera al papel de fuerza d< apoyo. Se ve, pues, cuántos estudios particulares, comparativos, debería hacerse sobre la España de 1936 a partir del análisis de estructuras y combinaciones de estructuras, más que en conversaciones de pasillo entre grupos d< siglas diversas sobre un poder que algunos afirman que no existía.

Un último punto mal aclarado: ¿cómo cayeron vencidas zonas entera dominadas por el campesinado revolucionario durante los hechos de julio ¿Por efecto de una abominable represión, de un Casas Viejas cien vece repetido? Sin lugar a dudas. Pero, ¿por qué fue tan poco eficaz la resistencia e algunos pueblos? ¿Por qué tanto silencio en otras zonas? Stalin, en su carta a Largo Caballero en diciembre de 1936, parece insinuar que el triunfo en la guerra dependerá de la organización de bandas de guerrilleros en la retaguardia de Franco. Se trataba de una transposición simplista de una experiencia rusa a España. Pero, ¿cuáles son los factores, superficiales o profundos, objetivos o subjetivos, que explican el débil peso de la combatividad campesina frente a la eficacia obrera? Cronológicamente. Regionalmente (porque no sólo hay Andalucía, sino también Aragón, Galicia, Extremadura). Carecemos de análisis concretos y a lo sumo disponemos de algunos testimonios.

Una vez cortada España en dos, y tras los desastres de dos primeros meses, la realidad se impuso tanto a los anarquistas como a los comunistas, a los socialistas y a los republicanos: había que luchar de forma organizada, producir de forma organizada y armarse de forma organizada. ¿Estaba esto en contradicción con el espíri#tu de julio, con la floración revolucionaria? Los comunistas dijeron que sí. Y hay que reconocer que a partir de septiembre los otros no dijeron que no. Basta consultar la composición de los gobiernos. Largo Caballero y Prieto, Andrés Nin y García Oliver renunciaron oficialmente, por lo menos en apariencia, a seguir cada uno su camino para no atender más que la guerra. Desde lejos, se puede criticar esta actitud (Trotski), o bien, pasado mucho tiempo, entonar el mea culpa (Abad de Santillán). Pero de momento, responsa#bles y actores de la tragedia no se plantearon el dilema revolución o victoria; sería ofenderles el pensar que se plantearon la opción. Puede uno complacerse reconstruyendo sus crisis de consciencia, tal como hizo César Lorenzo en Los anarquistas y el poder. El proceso del POUM consistió en convertir en traición consciente una visión disidente de la manera de dirigir la guerra. ¿Pero podría pensarse, inversamente, que una Dolores Ibárruri, un José Díaz, un Listero un Modesto hicieron la guerra, con el ardor que en ella pusieron, con la determinada intención de poner la República, lo antes posible, en manos de un Martínez Barrio? Quizá se habrían visto obligados a ello en caso de victoria, pero de ser cierto lo anterior no habrían infundido tanto temor. Ni ellos, ni sus aliados conscientes (Negrín y Álvarez del Vayo), y menos aún sus militantes, no se planteaban la dicotomía victoria-revolución en forma de dilema. El pensamiento político, la estrategia revolucionaria a posterióri tienen derecho de transformar este dilema en problemática. Pero no se trata de una problemática para historiadores.

Otra problemática, a menudo falseada, es la de los anarquistas piensen que todo restablecimiento del poder es por definición contrarrevo#lucionario, es normal. La presión de las realidades debió de ser muy fuerte para haber diferido tan a menudo esta lógica. Es mas sorprendente aún que se pueda invocar a Lenin y sugerir que todo po#der reconstituido después de un estallido revolucionario será un poder burgués. El hecho determinante es la Revolución Rusa, ¿es el Soviet o el Partido?

A decir verdad, la asimilación de las “juntas”, “consejos”, “comités” españoles de 1936 a los soviets, crea confusiones. Creer que los españoles, “a su manera pero sin saberlo”, redescubrieron la fórmula de los soviets, es olvidar: 1) que algunos de entre ellos (el POUM) lo intentaron de forma consciente sin lograr darle cuerpo; 2) que, por el contrario, los “comités”, instrumentos muy específicos de la FAI, no son soviets; 3) que las “juntas” y los “consejos” son el instrumento tradicional de toda revolución española (Marx lo sabía) de modo que también podría decirse que los rusos “a su manera y sin saberlo” habían encontrado un buen día una fórmula española. Las comparaciones sólo tienen interés cuando se profundizan.

La noción de “doble poder” es igualmente equívoca. El “Comité Central de Milicias Antifascistas”, en julio-agosto de 1936, tenía en Barcelona más poderes que la Generalitat. ¿Significa esto mucho? Había entonces decenas de poderes; uno tras otro irán desapareciendo, pero no mucho más de prisa que el propio “Comité Central” de Cataluña.

Para la historia del socialismo son más relevantes los ejemplos que perduran: consejos, juntas, comunas, que merecerían, como experiencias, monografías no partidistas y documentadas (por ejemplo: el cantón de Puigcerdá, las colectividades agrarias aragonesas, o, a nivel regional, el “Consejo de Aragón” que durante mucho tiempo interpuso un espacio anarquizante entre la originalidad catalana y el frente de Madrid). Todo esto, sociológicamente interesante, apenas tiene interés histórico. Inversamente, cuando un gobierno, popular pero impotente, abandona la defensa de Madrid a una “Junta” para que salve la capital, el hecho, históricamente importante, surge de una conjunción sociológicamente única entre presión popular, dirección política, técnica militar, tradición española y ayuda internacional, bruscamente cristalizada, cien veces descrita y raramente analizada.

Llama la atención que del caos inicial, indudablemente creador, aunque militarmente peligroso, la evolución hacia un gobierno y un mando únicos se haya presentado con un carácter bastante necesario para imponerse, salvo excepciones, incluso a los anarquistas “puros”, y que haya adoptado la forma, a pesar de las circunstancias de la guerra, de disputas de estados mayores y de recetas ministeriales tan absurdamente complicadas como en los tiempos en que Alcalá Zamora jugaba con las combinaciones gubernamentales. La complejidad de los poderes de base, conquistados en la calle, se traducía de forma caricaturesca en términos de democracia formal: libertad de prensa y de manifestación empleada por una oposición desencadenada; en lo alto intrigas, rivalidades, cambios de alianzas; localmente, controles de los puntos estratégicos (frontera, central telefónica barcelonesa) por lo que queda de los “comités”; en el ámbito internacional, campaña abierta contra la URSS, única aliada eficaz. En una difícil situación económica, y ante la temida puesta en marcha de un aparato militar menos anarquizante, Barcelona se encendió de nuevo en contra de “los poderes”.

Y es en mayo de 1937, en que el cambio decisivo de los acontecimientos se torna dramático. Todo demuestra que la situación era revolucionaria: ciudad llena de barricadas, miles de combatientes en la calle, armas que salían de todas partes. Todo demuestra que el conflicto fue inicialmente entre los gobiernos (central y regional) y las fracciones de poder aún conservadas por los anarquistas: la ocasión (intervención de la policía en la Telefónica), la acción de líderes y grupos extremistas (por ejemplo los “Amigos de Durruti”). Por su parte, el estado mayor del POUM, preocupado por una ascensión comunista que intuía incompatible con su propia existencia, y que denuncia#ba como el peor peligro, pudo creer que había llegado el momento de una “segunda revolución”: ¿soñaría con inscribir en la imaginería revolucionaria las barricadas de Barcelona y los gloriosos regimientos llamados del frente para apoyarlas? Se duda en creer que hombres razonables, a partir sólo de Barcelona, con tropas jóvenes, sin cohesión ideológica, esperaran desafiar a la vez a dos gobiernos, a los otros partidos, a Franco y a Hitler, a la burguesía británica y a Stalin. Será fácil sugerir ante la opinión pública que se trataba de una traición premeditada. Y la provocación, en algunos puntos del circuito, es probable; Franco y Faupel lo han afirmado. De hecho, demasiado presuntuoso para retirarse a tiempo, el POUM apoyó y alentó, más que desencadenó, un movimiento que él había predicado e invocado, pero que no dirigió. Se hubiera querido un Octubre. Pero sólo se tuvo una Semana Trágica. Vemos siempre la misma Barcelona ensangrentada, entregada a combatientes sin jefes, finalmente criticados y abandonados. Triste página en la historia del socialismo. Con ella se aceleró la marcha hacia el gobierno y el mando único, bajo el impulso del universitario socialista Juan Negrín. Y en un estilo más í? jacobino que bolchevique. A expensas de los vestigios de anarquía y de las estructuras autonómicas. Después de la derrota se ha criticado mucho la “influencia” comunista, la “injerencia” soviética, y a menudo asimilado el proceso del POUM a los procesos de Moscú, más o menos contemporáneos.

Andreu Nin, en efecto, fue probablemente víctima de un ajuste de cuentas. Pero de un ajuste preparado desde antes en Moscú más que en España. Los demás acusados del proceso salvaron la vida, gracias a las garantías jurídicas y a los ministros burgueses cuyo ascenso o mantenimiento en el poder tanto habían reprochado a sus adversarios. La historia de las revoluciones tiene sus ironías. Esto se verá de nuevo cuando, perdida toda esperanza, una “Junta”, compuesta esta vez por oficiales de carrera y anarquistas militantes, condena#rá el maximalismo comunista y solicitará de Franco “la paz con honor”.

Entre tanto, la firmeza de Negrín se había impuesto durante dos años, agregando los éxitos ofensivos de Teruel y del Ebro a los triunfos defensivos del primer año (Madrid y Guadalajara): un activo que pocas “resistencias” antifascistas tienen en su haber. La intervención improvisada, y después organizada, de las fuerzas populares en el segundo gran conflicto bélico del siglo empezó en España. Al igual que la Revolución Francesa y la Revolución Rusa, plantea problemas militares, que son a la vez problemas sociales. Han sido estudiados (Payne), pero no exhaustivamente.

Los problemas político-militares de la guerra civil española, se podrían centrar en cuatro puntos fundamentales; como son:

a) El estallido del instrumento militar en una sociedad ésta. Ni todos los oficiales apoyan el putsch, ni todos los soldados se levantan contra él. Pero la separación de clase es precisa: los oficiales, incluso los “leales”, nunca gozarán de la confianza total de los militantes; y el ejército rebelde opera con mercenarios o voluntarios, antes de haber encuadrado a las quintas como soldados (aunque lo hizo fácilmente) bajo las órdenes de una juventud de clases acomodadas. El campo republica#no no podía hacer otro tanto, dados los intereses sociales en juego.

b) Los ejércitos populares de los primeros días han sido descritos muchas veces. Barcelona cantaba “el triunfo de la indisciplina” y la vieja consigna ”milicianos sí, soldados no”. Las columnas así formadas hicieron en Aragón la evolución y la guerra, pero se detuvieron ante las primeras líneas organiza#das. Cuando la milicia de Durruti, cediendo a un impulso unánime, se lanzó en noviembre hacia Madrid, ¿se había convertido en un cuerpo militar por la
conversión de su jefe a la idea de disciplina? Se ha dicho que sí. También se ha negado. Es fácil hacer hablar a los muertos, y la muerte de Durruti aparente#mente sigue siendo un misterio. Realmente, la ignorancia y la ineficacia de los improvisados soldados destacan en la lúcida y fría descripción de Ludwig Renn relativa al frente de Madrid, al igual que en las descripciones de George Orwell en el frente de Aragón, en páginas conmovedoras aunque desdeñosas. El “milagro” (¿pero puede haberlo en la historia?) es que los generales sublevados no pudieran penetrar en el Guadarrama ni en Aragón. Es que no podían meramente “ocupar”; tenían que “conquistar” con fuerzas de choque. Si el “glorioso movimiento” hubiera sido verdaderamente “nacional” –es decir, contar con apoyo en las masas – no habría conocido estas impotencias.

El “quinto regimiento”, las “brigadas mixtas”, la formación de un ejército. La constitución, por el Partido Comunista, de una primera base d« formación militar, el “quinto regimiento”, en pleno Madrid, desde las primeras semanas, era universalmente conocida, aunque sólo fuera por la: canciones. Los adversarios de las “odiosas” brigadas (Peirats) deducen que en avance comunista (tropas y partido) fue un asunto propagandístico. Pero una propaganda eficaz (colaboraron los más famosos poetas) es tanto un producto como un factor. El problema militar no es puramente técnico (unidades, armamento, enlaces) o formal (grados, galones, moral) y es necesario un mínimo de coherencia en los planteamientos de jefes y soldados, de consejeros militares y consejeros políticos. Hidalgo de Cisneros, oficial aristócrata convertido más tarde en republicano, explica de qué manera se convenció paulatinamente de que sólo las formaciones comunistas hacían la guerra sin reticencias, y que se unió a ellas por ese motivo y la misma explicación me han dado algunos republicanos y hasta ex anarquistas. Si la pérdida de cierto entusiasmo revolucionario disminuyó el ardor de una parte de los combatien#tes de julio, la organización de la lucha unió a la mayoría a otra ilusión revolucionaria; el “Viva Rusia” en 1918 cobró un sentido más concreto. El ascenso de generales populares, la acción de los “comisarios políticos” quitaron, de todos modos, a la movilización y unificación militares finales el carácter de ejército clásico que les reprochaba el anarquismo.

d) Las Brigadas Internacionales, finalmente, constituyen en la historia del socialismo una realización única del internacionalismo proletario. Aquí no podemos discutir su amplitud, su eficacia o sus imperfecciones. Los destinos variados de los jefes, las divisiones del movimiento comunista internacional, hacen que hoy se cierna cierta melancolía sobre la imagen triunfalista de nuestra juventud.

Pero, tanto si se trata de las “brigadas” o de la masa de los combatientes españoles, los testimonios más directos y la experiencia de los campos de refugiados, y luego de la Resistencia francesa, me convencen que estaban más cerca de esta imagen que de los desencantados cuadros sugeridos más tarde por los rencorosos recuerdos de los políticos, o de los contrasentidos condes#cendientes por ejemplo de un Orwell.

En cuanto a las experiencias económicas de la revolución ha sido clásico durante largo tiempo el despreciar o deformar las “pueriles” comunas anar#quistas del campo, y las colectivizaciones, empezando por los salones de peluquería y los limpiabotas, sin insistir mucho sobre las dificultades econó#micas reales de la España urbana privada de su retaguardia productora de cereales. Hoy tiende a prevalecer una imagen inversa, en la que la Cataluña anarco-sindicalista y autónoma daría uno de los primeros ejemplos logrados de “autogestión”, a la par que el problema económico, en su conjunto, empieza a ser estudiado seriamente, pero sin tener en cuenta esta originali#dad, por una revolución a medias. Muy profunda por abajo, pero que no culminó con un poder revolucionario por arriba…

Seguiremos…

Compartir
Ir al contenido