En defensa del Estado del Bienestar

 

Dudar del presente y del futuro del Estado del bienestar es dudar de nuestra forma de vida social.”

De vez en cuando, volver la vista atrás y reflexionar sobre los acontecimientos vividos, supone un “chute” de adrenalina para fortalecer nuestras convicciones. Hace pocos años, surgieron muchas voces cuestionando la viabilidad de financiar el Estado del bienestar. Estas dudas no son patrimonio de nuestra época. Siempre el liberalismo ha tensionado la cuestión.  Sin embargo, ninguno de los escenarios alarmistas ha acabado cumpliéndose y el gasto como porcentaje del PIB se ha ido manteniendo. Y si algo ha permanecido igual ha sido la cotidiana permanencia del Estado del bienestar en la vida de los ciudadanos. Dudar del presente y del futuro del Estado del bienestar es dudar de nuestra forma de vida social. Agoreros permanentes del análisis prospectivo destacan el envejecimiento de la población como el mayor factor de riesgo, pero no hacen hincapié en dos aspectos fundamentales: la muy escasa natalidad y los cambio en la familia (el creciente número de familias monoparentales en las que el adulto suele ser una mujer) lo cual reduce sus ingresos y aumenta su riesgo de caer en la pobreza.

Pero a estos factores tan divulgados en los medios de comunicación subvencionados por las entidades financieras y por los lobbies europeos se llama globalización. La internacionalización de la economía no ha aumentado la competencia entre países, sino entre trabajadores, puesto que la deslocalización hoy es el medio más rápido y sencillo de reducir los costes laborales y, por eso, se ha producido una reducción generalizada de los salarios y, por tanto, de las cotizaciones destinadas a financiar programas de bienestar. Pero salta una alarma: esta forma de vivir la economía ha provocado una creciente desigualdad en nuestra sociedad, y de no corregirse a tiempo, hará que cada vez más ciudadanos deban acogerse a programas de ayuda que agravarán el problema.

El sistema por el que  las administraciones públicas,  con independencia del color político del gobierno de turno garantiza a sus ciudadanos un conjunto de servicios sociales básicos en materia sanitaria, educación, pensiones, desempleo, minusvalía y acceso a la vivienda para mejorar sus condiciones de vida y promover la igualdad de oportunidades para la realización personal, es lo que llamamos Estado del Bienestar. Este planteamiento  puede ser “taimado” porque la derecha tradicional asume que el mercado por sí sólo es capaz de ofrecer dichos servicios a costes asumibles por la población; sin embargo, la devaluación de los salarios les ha contradicho. Que el mercado sea más eficiente que el Estado y que los gestores públicos suelan actuar en beneficio propio más que por el interés común, ha devenido una grandísima falacia. La economía no es el único ni el más cualificado de los argumentos para evaluar el Estado del bienestar. Esto suele suceder en los círculos económicos y periodísticos; mientras que en el ámbito poblacional el sistema es evaluado en función de la eficiencia con la que desarrolla sus funciones y cumple sus propósitos, lo cual incluye honestidad y diligencia con la que se dota al sistema de recursos. Si el Estado del bienestar ha resultado esencial para vertebrar la convivencia social y auspiciar el progreso económico de los países llamados occidentales con una democracia consolidada dentro de una economía de mercado, ponerlo en entredicho hoy supone, a mi entender, cuestionar la economía de mercado y la democracia liberal que lo sustenta.

El eminente economista indio Amartya Sen afirmó: “El Estado del bienestar quizá ha sido la mayor aportación de la civilización europea al mundo, y sería muy triste que la misma Europa lo perdiera.” La sostenibilidad del Estado del bienestar depende en gran parte de la cantidad de recursos que como sociedad estemos dispuestos a destinarle. Es decir, que la cuestión tal vez no sea si el Estado del bienestar sea sostenible, o no, sino más bien decidir, como ciudadanos, en qué sociedad queremos vivir, o seguir viviendo. Y esto sí que tiene un color político. Los pretendidos pactos entre los partidos políticos para la sostenibilidad de las pensiones públicas sólo ha hecho hincapié en el factor económico ficticio y nunca en la voluntad de ser una sociedad que utiliza la política para equilibrar el desajuste social que provocan la economía y la pertenencia a determinada clase social. Expandir las bases materiales para una vida digna es y debe ser el objetivo fundamental del ejercicio de la política.

La Marea Pensionista lleva a cabo desde hace ya 10 años una inmensa tarea de concienciación sobre la eficacia del sistema público de pensiones como garante del equilibrio social demostrado en tantas y tantas crisis. Fortalecer, ampliar y asegurar el sistema no es una cuestión de viejos pensionistas, sino de toda la población. Y como clase obrera, a la vez receptora del beneficio, también como aportadora de recursos, debemos alzar la bandera reivindicativa de la presión social para que todos los servicios sociales sean suficientes, de calidad y asegurados con los recursos necesarios. O nos convertimos en auténticos sujetos políticos o la política nos la harán a nuestras espaldas. O gobernamos nosotros, o nos harán la política contra nosotros. Depende de muestras elecciones.

Recordaba, hace unos pocos días un dirigente sindical de los años gloriosos de aquellos sindicatos libres, asamblearios, reivindicativos social y políticamente, que: “Los obreros no solo tenemos el voto para cambiar la sociedad, además y es el único argumento que el capitalismo entiende para “aflojar” sus pretensiones, es la paralización de la producción.”

 

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