El suelo que pisamos
Por Miquel Amorós
La sociedad capitalista europea ha experimentado una enorme mutación desde que se manifestaron los primeros síntomas de una crisis estructural allá por los pasados años setenta. Hasta entonces el capitalismo había alcanzado altas cotas de crecimiento, lo que había permitido una subida general del nivel adquisitivo de las clases trabajadoras. En consecuencia, la vida cotidiana se abría a la mercancía, entronizándose una sociedad de consumo. Los derechos sociales adquiridos configuraban un Estado del bienestar consolidado por los pactos sociales firmados entre los empresarios, los gobiernos y los sindicatos. Las nuevas condiciones estándar de vida corroboraban el ascenso de las masas laboriosas dentro de un capitalismo nacional, reforzado gracias a la institucionalización de las organizaciones obreras, pero que comportaba pérdida de lazos comunitarios, inmersión en la vida privada, disolución familiar y generalización de conductas individualistas. Desapareció la representatividad de los partidos obreros y sindicatos, los vínculos de clase se aflojaron con rapidez y los sentimientos de pertenencia se disolvieron ante la tentadora abundancia de mercancías. La identidad de clase se trocó en una ciudadanía de mercado. El trabajador se convirtió en cliente y la conciencia proletaria, en conformismo mercantilizado. La capacidad de consumir y por consiguiente, de ostentar, era lo que confería estatus social, no la combatividad o la solidaridad. La transformación regresiva de la mentalidad obrera que se produjo hizo que los cambios fueran irreversibles.
La nueva conflictividad de los años sesenta y setenta venía lastrada por la integración en el sistema de importantes sectores de la clase obrera tradicional a través del “bienestar” y el consumo. Sin embargo, el aparente triunfo capitalista presentaba numerosos puntos débiles: enseñanza retrógrada, autoritarismo estatal, patriarcalismo, discriminación de minorías, sobreexplotación de la mano de obra inmigrante, etc. Tales contradicciones desembocaron en una gran crisis social cuyo punto culminante fue la revuelta de Mayo del 68. Dicha crisis se agudizó al finalizar del desarrollo acelerado que comenzó en la posguerra; los peligros para el standing de los asalariados que conllevaba la adversa situación económica jugaron más a favor de la conservación del capitalismo que de su desmantelamiento. El segundo asalto proletario a la sociedad de clase se saldó en un fracaso. El Estado se rearmó y la crisis pudo superarse mediante una reestructuración de la producción y una mundialización de los mercados.
Algo tan banal como el súbito incremento del precio del petróleo puso fin a tres décadas de crecimiento capitalista ininterrumpido. La acumulación de capitales se ralentizó, cayeron los beneficios empresariales y aumentó el paro. La inversión y el consumo de masas se resintieron. Con el fin de relanzar la economía, la industria se reconvirtió, se expandieron los servicios, se desreguló el mercado laboral y se globalizaron los mercados. La mujer, liberada del rol doméstico que le asignaba la familia, fue esclavizada por el capital en tanto que mano de obra barata y subalterna. Todas las barreras y controles del movimiento de capitales fueron suprimidos dando lugar a la creación de grandes espacios internacionales abiertos a todo tipo de transacciones. Los nuevos aires neoliberales de finales de los años ochenta anunciaban una época caracterizada por el descenso de los salarios, el trabajo precario, la pérdida de derechos sociales y la destrucción del territorio. La lógica de las finanzas se extendió a la producción. Con las políticas monetarias que desincentivaban el ahorro, con el incremento de la deuda pública y con el crédito a espuertas, se quiso compensar la caída de la inversión privada y el consumo, y la crisis pudo disimularse un tiempo, pero solo para volver a manifestarse en estos últimos años con el estallido de las “burbujas” inmobiliarias y financieras.
Por culpa de la mundialización de los mercados, todo el planeta, todo el territorio y todos sus habitantes -sus conocimientos, habilidades y capacidades- cayeron dentro de la esfera económica en tanto que “recursos” sometidos a leyes mercantiles. El territorio, fuese rural o urbano, se convirtió en un espacio a explotar y un laboratorio de pruebas, siendo sus pobladores los conejillos de indias de un estilo de vida industrial. A escala internacional, la fase globalizadora destruyó las sociedades campesinas y los restos de capitalismo nacional, causando hambrunas y desplazamientos de población que, sumadas a una demografía explosiva, están desencadenando hoy en día oleadas migratorias capaces de desestabilizar el panorama político-social de los países afectados. Por otro lado, la globalización acarreó graves problemas ambientales, un agotamiento de las fuentes convencionales de energía y de las materias primas no renovables, un descenso de las reservas de alimentos, el cambio climático, un deterioro palpable de la salud física y mental, etc., etc. El crecimiento a ultranza –desarrollismo- liberaba fuerzas destructivas no controlables; la producción de valor se vio de pronto asociada a la producción de amenazas y desastres. La catástrofe es ahora el elemento central de la producción industrial, y, si nos atenemos al espíritu del nuevo capitalismo, un nuevo factor de crecimiento y de conflictividad, de forma que su presencia habitual ha terminado por convertir la explotación del “capital” material y humano del territorio, o sea, la cuestión territorial, en el eje de la cuestión social. Inmigración, condición de la mujer y territorio son los tres polos alrededor de los cuales se configurarán las futuras luchas sociales.
Es innegable que la economía mundial presenta signos evidentes de estancamiento a pesar de la demanda china y del capitalismo verde. La digitalización y la conectividad vuelven superflua en muchas áreas la fuerza de trabajo, única fuente de valor, generando una mayor desigualdad en la sociedad. La alta productividad redunda en un descenso de la tasa de ganancia, y por consiguiente, en un aumento de la desocupación, una disminución de los salarios y un precio de la vivienda disparado, males que no pueden compensarse con una redistribución de ingresos realizada desde el Estado, puesto que el fomento del gasto social y las ayudas a la pobreza solamente resultan eficaces en un crecimiento alto. Las promesas de bienestar consumidor no se han cumplido, antes bien la desregulación del mercado laboral ha originado un mercado de la precariedad. El temor a la exclusión actúa como un regulador a la baja, función que antaño competía al paro. De ahí el chantaje de la creación de puestos de trabajo al que se somete constantemente a la población en riesgo de quedarse sin recursos.
La degradación del empleo alcanza a la clase media diplomada, que disminuye porcentualmente pero sin perder la mayoría en el mundillo asalariado, lo cual explica la sorprendente ausencia de conflictos serios en una sociedad atravesada por antagonismos irresolubles. El sistema democrático parlamentario se resiente, pues al desaparecer lo que quedaba de “demos” los partidos dejan de representar intereses políticos concretos y se convierten en aparatos de gestión completamente equiparables. El dominio absoluto de los mercados vacía de contenido la política, que tiene que recurrir cada vez más a los gestos, los lugares comunes, los twitters y los símbolos para conservar a su público. Un capitalismo sin crecimiento suficiente requiere un sistema de partidos-empresa, o dicho de otro modo, necesita una democracia de fachada sin verdadera ciudadanía, eso que la sociología llamó en el pasado “democracia-espectáculo” y ahora “posdemocracia”. La imagen tópica de la soberanía popular es imposible de mantener cuando la toma de decisiones está completamente fuera del alcance de los votantes y hasta el más resignado de ellos lo sabe. El ciudadanismo, que es un extremismo conforme al mercado, intenta recuperar la ilusión de un funcionamiento democrático constituyendo nuevos partidos y plataformas electorales basada en la obsoleta oposición derecha-izquierda. ¿Izquierda de qué? En realidad, sus pragmáticos programas buscan la salvación de los sectores de la clase media asalariada golpeados por la crisis con un reparto de cargas que les perjudique menos. Dicho de otro modo, mediante un gobierno más proclive a los impuestos que el de sus competidores populistas de derechas.
La idea de progreso es un fraude. El capitalismo no tiene remedio, por lo que inventarse combinaciones políticas para tratar una crisis sin solución no sirve más para prolongar esta. No existe un capitalismo cruel y otro humanizado, sino un solo capitalismo con problemas de crecimiento. Pero no se sale de una situación económica empantanada mediante maniobras estatalistas o proezas tecnológicas. Al capitalismo no se le reforma ni se le traba, se le aniquila o se le deja el camino libre. Si se trata de acabar con él, los medios no pueden estar en desacuerdo con los fines. Hace falta una confrontación social profunda con el Estado y al mismo tiempo, la construcción de alternativas anticapitalistas. Eso solamente será obra de fuertes movimientos autogestionarios. La emancipación de los oprimidos no puede tener más objetivo que el de un mundo autogestionado.
Miguel Amorós, 25 de octubre de 2018.