El régimen de la planificación económica, el único salvavidas que le queda la humanidad (I)
Una realidad hoy en día, que era ya de facto un hecho para los científicos desde el siglo pasado, comienza a serlo en la política, hablamos del cambio climático. Si bien es dudosa la capacidad intelectual de aquel que niegue los hechos de este cambio en los patrones del clima y sus futuros impactos, el sistema ha sido muy hábil a la hora de fabricar una visión del mismo que pueda favorecerlo. Un enfoque o una teoría de lo que podríamos llamar «la responsabilidad moral del individuo con la naturaleza» (algunos hablan de la responsabilidad con las generaciones futuras, sobre todo las instituciones internacionales). Producto de esta teoría son las moralistas regañinas de Gretha (personajes similares fueron utilizados anteriormente a la hora de controlar las disidencias, Siria, Líbano o Yugoslavia conocen bien este tipo de tácticas). De tal forma que bajo esta teoría el causante de la destrucción de los ecosistemas no es otro que el individuo moderno, el obrero industrial, la joven ciudadana china que alcanzó por primera vez en siglos los mismos medios materiales que el occidental para vivir.
La reproducción de esta teoría tiene en su expresión político-activista con los “ecolos” del sistema y con el “New Green Deal”, su expresión político-económica. Con estos dos vectores el capital ha conseguido distraer la atención sobre la verdadera causa, el sistema capitalista en sí mismo y en concreto las necesidades de reproducción del capital de las economías desarrolladas.
Esta nueva teoría tiene una tercera vertiente, la psicológica o comportamental, la cual es fundamental. En tanto que la culpabilidad y aún más la responsabilidad de pagar con los costes que se derivan de cambio climático han sido transferidos de la esfera de la producción al consumidor (la clase trabajadora como representante mayoritaria de este “agente” denominado consumidor). No es el problema de las empresas de electrónica que crean equipos que serán desechados en países pobres, contaminando el medio ambiente, en menos de 10 años desde su producción. La culpa es del trabajador que no recicla, que no compra electrónica de última generación que ha sido producida por trabajadores explotados, pero con etiqueta verde (bien ejemplificado con el sector automovilístico y los coches eléctricos). Posiblemente la fábrica que no les paga más allá del salario de supervivencia, obtiene la energía para producir de paneles solares, ese bonito capitalismo verde.
El gran tótem de este ataque a nuestra avaricia, los problemas de sostenibilidad de la cadena de producción alimentaria, que no vienen derivados de la búsqueda de beneficios de las grandes empresas agroexportadoras o del consumo burgués del último superalimento proveniente del otro lado del océano de donde se encuentra su supermercado Bio. Todo lo contrario, la responsabilidad es de la administrativa o del reponedor que consumen 3 días de carne empaquetada del supermercado de su barrio para alimentar a ellos y a sus familias. Sin embargo, fueron tan irresponsables de no escoger la hamburguesa de soja de Argentina etiquetada con las pegatinas Bio. Productos que no solo ya es que provengan del otro lado del Atlántico, con las emisiones pertinentes para su transporte, sino que además provocan la presión sobre tierra, desplazando otros cultivos locales y que hace dependiente a los países pobres. Provocando el incremento y la escasez de productos básicos para las dietas de estos países y unas estructuras económicas con grandes problemas para su desarrollo.
Los grandes capitales (encarnados en esta guerra por las industrias energéticas, las industrias punto-com y las automovilísticas), las instituciones internacionales y los grupos políticos a su servicio han visto en esta preocupación real del mundo un nuevo “nicho” de mercado y a su vez una nueva fuente de alienación, ¿la gran panacea del capitalismo? Por un lado, esa amalgama de medidas económicas que los capitales y gobiernos, ven como la posibilidad de alzar un nuevo ciclo económico que amortigüe la crisis sistémica en la que nos encontramos desde finales de los años 60s, justo en el momento en que el otro gran impulso de los estados capitalistas murió (la marea de liquidez que ha demostrado la segunda vía del reformismo keynesiano). Una economía que busque reducir el impacto sobre el medioambiente puede crear mercados donde obtener nuevas ganancias, o al menos esta es la hipótesis que el sistema y que sus vulgares economistas sostienen.
La realidad es que el sistema capitalista ha llegado a su segunda contradicción (definida por autores como Foster), si bien la primera contradicción era la definida por la dicotomía capital-trabajo, esta segunda que va de la mano de la primera vendría definida por la dicotomía capital-naturaleza (ambas habrían sido definidas por Marx en el capital). Podemos hablar de una crisis de beneficios agravada por una crisis de límites energéticos. Para su solución han encontrado la socialización del coste como su mejor arma, apoyada por amplios sectores de los partidos reformistas del sistema (partidos de la izquierda indefinida, partidos socialdemócratas y partidos liberales conservadores), por organismo internacionales y los “profesionales” de los movimientos ecologistas. Esta transferencia es doble, psicológica donde la culpa en su forma más moralista-religiosa se transfiere del capital productivo que ha contaminado con el beneplácito de los sistema democrático-burgués, hacia la clase trabajadora por ser una consumidora “muy mala” y haber querido ir de vacaciones en avión y comer carne más de una vez por semana. Junto a este juicio moral se encuentra la transferencia económica, se sustituye la exigencia de la reparación y los cambios del modelo productivo hacia los capitales privados por una exigencia hacia los trabajadores. Los costes económicos de esta transición se pagarán desde las arcas públicas sin tener un retorno claro hacia la población (grandes dotaciones de financiación sin retorno irán hacia el “consumo verde” y a la adaptación del sistema productivo hacia uno más responsable medioambientalmente hablando. A lo que cabe sumar los costes a nivel de los recursos familiares, vehículos con una vida útil más corta, sanciones administrativas no progresivas, aumento del coste de la alimentación, aumento en el tiempo de transporte entre el puesto laboral y el hogar.
Ante este panorama, solo queda una solución clara y efectiva para la humanidad y que deberá sostenerse sobre dos pilares, que, si no son asumidos por la clase trabajadora mundial, el futuro más allá del 2050 parece poco halagüeño para las condiciones materiales de nuestra clase. De una parte, la planificación económica para salir “vivos” del capitaloceno, de otra, la superación de la falsa idea de la libertad individual, en tanto que el único objetivo será el bien común y este pasará por la supeditación de las “necesidades” del individuo en favor del bien colectivo, enfrentar de nuevo el nosotros al yo. Sería infantil pensar que este modelo no vendrá acompañado de un sistema más o menos restrictivo-autoritario que no dictatorial (pues es necesaria su diferenciación por no caer en manidos tópicos y errores de la actual “izquierda indefinida”), hasta que las nuevas generaciones hayan nacido y sean educadas con una nueva mentalidad de un sistema comunitario y den pues el paso hacia la futura sociedad socialista.
Frente al identarismo disfrazado de libertad individual, hace falta oponer el racionalismo y el objetivo común del colectivo.
Sergio Martín Fernández – Economista/ mail:sergio.martinf.91@gmail.com