El llanto de Prometeo: José Martí y la condición humana en el nuevo milenio
“Trágicamente, el hombre está perdiendo el diálogo con los demás y el reconocimiento del resto del mundo que lo rodea, siendo que es allí donde se dan el encuentro, la posibilidad del amor, los gestos supremos de la vida”. Así expresa el filósofo argentino Ernesto Sábato su visión de los hombres al despuntar el nuevo milenio.
José Martí confesó que el libro que hubiera querido escribir como legado al devenir humano llevaría por título “El concepto de la vida”. Sería un libro de esencias, donde revelaría “a la caediza y venal naturaleza humana” ese “cúmulo de verdades esenciales que caben en el ala de un colibrí, y son, sin embargo, la clave de la paz pública, la elevación espiritual y la grandeza patria.” Entre esas verdades esenciales estarían sin dudas las que revelarían al hombre su propia naturaleza, el sentido trascendente de su existencia, y la posibilidad infinita del mejoramiento humano, basado fundamentalmente en la utilidad de la virtud.
A 155 años del nacimiento de aquel “Hombre más puro de la raza”, como lo definiera Gabriela Mistral, el mensaje martiano conserva la frescura de lo cotidiano, como si hubiera sido escrito, acaso con más razón, para estos turbulentos días que corren. Y digo corren en el sentido literal del término. Corriendo existimos y con la misma prisa nos vamos de este mundo sin apenas vivir. Y he aquí lo que a mi juicio constituye uno de los principales mensajes de José Martí, que no está estrictamente señalado en un lugar determinado de su obra, sino en el conjunto de su propia vida: existir no es vivir. Por ello Marinello nos dirá que la del Apóstol, más que una vida, fue un hecho moral.
Alguien dijo, con gran acierto, que la mayoría de la gente existe, simplemente. Y así es, en efecto. Solo que en nuestros días se existe a una velocidad vertiginosa, sin tiempo siquiera para hacernos aquellas preguntas primigenias que dieron origen a la Filosofía, no a la filosofía cultiparlista y vocinglera que busca mostrar la presunta sapiencia del ponente más que contribuir a la ilustración del auditorio, sino aquella a la que se refería Don José de la Luz y Caballero cuando afirmaba que filosofía era el arte de explicar, con palabras sencillas, problemas muy complejos. Eran simples preguntas que buscaban aclarar nuestro objetivo en el mundo, nuestras semejanzas y diferencias con los objetos y los animales. Hoy parecería cosa de locos hacer tales preguntas. Parecen tan obvias las respuestas. Sin embargo, ahí están las claves del desastre que nos amenaza por los cuatro costados: la ignorancia y la apatía.
Lanzados al ruedo de la existencia, somos adiestrados –que no educados— por seres más apresurados que nosotros, y en el atolondramiento provocado por un cúmulo incesante de acontecimientos, no disponemos siquiera del tiempo imprescindible para pensar en nuestra propia vida. Y vivir requiere su tiempo, que va desde el descubrimiento de la vida hasta el disfrute de ella con todos los sentidos.
Confundimos la condición biológica de humanos, con la condición de ser humanos. “No basta nacer,–es preciso hacerse”, decía Martí. El hombre no nace hecho, hay que construirlo sobre la criatura biológica que viene al mundo, y ese proceso de construcción se inicia al nacer y no acaba sino con la muerte.
De seres regidos por los instintos, debemos elevarnos a la categoría de seres regidos por la cultura, en la que la razón y la imaginación se fecundan para hacer germinar las virtudes que se constituyen en el único freno posible a nuestra naturaleza. Martí nos dirá sin medias tintas que todo hombre lleva en sí una fiera dormida, pero el hombre es una fiera admirable, porque le es dado llevar las riendas de sí mismo. A la biología natural ha de cultivársele la razón y con ella el espíritu. Y hacia ahí deberá dirigirse la educación de los hombres si queremos levantar la especie humana y salvarla del estado de miseria moral y material al que la han llevado el goce excesivo, y por tanto pernicioso, de los instintos, y la falta de fe en la posibilidad de una vida superior basada en los placeres del conocimiento, que afianzan la conciencia de sí y hacen más fecunda y alegre la vida.
En tal sentido, la misión que el Maestro ve en la enseñanza es que “la educación ha de ir a donde va la vida. Es insensato que la educación ocupe el único tiempo de preparación que tiene el hombre, en no prepararlo. La educación ha de dar los medios de resolver los problemas que la vida ha de presentar. Los grandes problemas humanos son: la conservación de la existencia,–y el logro de los medios de hacerla grata y pacífica.”
Para la tradición pedagógica cubana, educar es cultivar el corazón además de la inteligencia. Hoy es mucho más difícil esta obra de amor en medio de tantas motivaciones a los instintos naturales de la criatura humana. Es más fácil, sin embargo, instruir, que como dijera Don Pepe, eso lo puede cualquiera, a diferencia de educar. Porque la instrucción permite al hombre dominar los descubrimientos de su inteligencia, un avión o una computadora, en cambio la educación es la que le permite dominarse a sí mismo, que es lo más difícil.
De esta manera para Martí la cultura de una persona no está definida por la cantidad de conocimientos que posea, sino por la capacidad de dominarse a sí mismo en beneficio de la convivencia armónica con sus semejantes. A tal efecto podemos comprobar la existencia entre nosotros de personas muy bien instruidas y sin embargo, tremendamente incultas, y también viceversa, como diría Benedetti. En el Manifiesto de Montecristi, el Maestro define que considera como verdadera cultura: “la profunda labor del hombre en el rescate y sostén de su dignidad”. La otra es la “extranjeriza y desautorizada cultura” exhibida por sus “estériles poseedores”.
El devenir del hombre está marcado por la tendencia acelerada a la especialización en detrimento de la integralidad del saber. Si hasta el renacimiento era ostensible aún la voluntad de procurarse disímiles saberes provenientes de las más variadas ciencias, la modernidad propició la separación de estos y la llamada postmodernidad los consagró en compartimientos estancos. Las ciencias naturales buscan, saltando en una pierna, lo que saltando en la otra buscan las ciencias sociales, sin encontrar al cabo ninguna de las dos más que medias verdades y sofismas.
En nuestro mundo ya no se forman hombres, se configuran consumidores. Raras veces se educa, se instruye. Y es una realidad palpable y dolorosa, que en la sociedad cubana de estos días esos gérmenes simplificadores y enajenantes se hacen cada vez más visibles. Aunque hayan avanzado los medios de la instrucción, es ostensible, sin embargo, que la educación en tanto formación integral de un ser humano, ha declinado.
Según Martí, “educar es depositar en cada hombre toda la obra humana que le ha antecedido: es hacer a cada hombre resumen del mundo viviente, hasta el día en que vive: es ponerlo a nivel de su tiempo, para que flote sobre él, y no dejarlo debajo de su tiempo, con lo que no podrá salir a flote; es preparar al hombre para la vida.” De aquí que es evidente el papel que en la educación de ese hombre desempeña el conocimiento de la historia del mundo y sobre todo de su país. Sin conocer la historia no puede ser un hombre resumen de nada, porque en lugar de continuar el camino humano a partir del punto en que nació, está parado sobre la línea de partida de la especie. La historia es la memoria de los pueblos y de los hombres. Un pueblo o un hombre sin memoria es como un árbol sin raíces, que cualquier vientecillo lo echa a tierra. Fácil es manipular o variar el destino de un hombre o de un pueblo cuando ha perdido el sentido de la orientación, y éste está dado por la certeza que tengamos del punto de partida. Si no sabes de dónde vienes no sabrás donde estás ni tampoco hacia donde ir.
Así como el célebre ejemplo del pastel que Marx citaba no se componía solamente de la suma de los ingredientes que al cabo lo integraban, la historia de la humanidad tampoco está formada por una fría cronología de hechos, sazonada con unos cuantos nombres ilustres. Bastante se ha estudiado la historia de los hechos, al punto que en no pocos lugares las calificaciones de los exámenes están dadas por la capacidad memorística de precisar y ubicar fechas y hechos, a la antigua usanza escolástica que tanto combatieron el Padre Varela y los primeros fundadores de la nación cubana. No así con la historia de los hombres que impulsados por las ideas de que eran portadores y en muchos casos encarnación viva, convirtieron a los lugares donde las defendieron, en sitios históricos, el día en que las defendieron, en una fecha histórica y la porfía en que las defendieron en hechos históricos. No es costumbre de los tiempos que corren estudiar o escribir biografías.
Las obras literarias se conocen, fundamentalmente, a través de las versiones cinematográficas, con lo que el ingenuo o indolente espectador concede a otro la capacidad de imaginar y pensar por él. De tal manera no solo nos enfrentamos a la sistemática e inescrupulosa guerra que hacen los medios imperiales globalizados para dominar la mente de los hombres, pues sabemos que es allí donde se libran hoy las principales batallas, sino que también tendremos que vencer un obstáculo mayor: la abulia que mantiene a las personas en estado hipnótico frente a las pantallas de los televisores sometidos a lo que Ignacio Ramonet llamó un delicioso despotismo, o enajenados en el mundo alucinógeno de los modernos reproductores de sonido.
Sobre esta sutil esclavitud, nos dice Sábato en su libro citado: “La televisión nos tantaliza, quedamos como prendados de ella. Este efecto entre mágico y maléfico es obra, creo, del exceso de la luz que con su intensidad nos toma. No puedo menos que recordar ese mismo efecto que produce en los insectos, y aun en los grandes animales. Y entonces, no sólo nos cuesta trabajo abandonarla, sino que también perdemos la capacidad de ver lo cotidiano.”
Martí, por su parte, se dolía de la enajenación a la que en aras de la acumulación material sucumbían los hombres. Con tristeza nos dirá que la mayor parte de los hombres ha pasado dormida sobre la tierra, comieron y bebieron, pero no supieron de sí, y que todavía son los hombres máquinas de comer y relicarios de preocupaciones, y era preciso hacer de cada hombre una antorcha. Y a ese estado de iluminación se llega solo a través de la conciencia de lo que se es y, sobre todo, de lo que se puede llegar a ser si logramos ubicar como motor de nuestra vida la consecución de un ideal. Un hombre sin fe acabará siendo un hombre de mala fe.
El desarrollo científico y tecnológico de nuestros días parece haber convertido en cenizas las posibilidades de los hombres para perseguir un ideal que lo eleve a la superior condición humana. Sin embargo, el filósofo argentino, José Ingenieros, hace tiempo que se anticipó a tales creencias desafiando la racionalidad que excluía al espíritu, cuando dijo que “los ideales pueden no ser verdades; son creencias. Su fuerza estriba en sus elementos afectivos: influyen sobre nuestra conducta en la medida en que lo creemos. Por eso la representación abstracta de las variaciones futuras adquiere un valor moral: las más provechosas a la especie son concebidas como perfeccionamientos. Lo futuro se identifica con lo perfecto. Y los ideales, por ser visiones anticipadas de lo venidero, influyen sobre la conducta y son el instrumento natural de todo progreso humano.”
A la responsabilidad de la familia, la escuela y la sociedad, las cuales no habré más que apuntar en esta ocasión, se suma en grado determinante la responsabilidad del individuo. Si no logramos despertar en nuestros jóvenes y ciudadanos en general el afán de crecer como seres humanos, todo estará perdido, pues la educación no se impone. Y Martí apuntará que el mayor goce de un hombre es construirse a sí mismo desafiando a la casualidad indiferente.
De manera que al hablar de la ética martiana en los tiempos actuales, debemos decir que nunca fue tan necesaria a nuestra sociedad armarnos de sus elevados preceptos morales, profundamente humanistas, para impedir que el desastre que amenaza a la humanidad nos aniquile como especie.
Para Cuba es urgente propiciar que la mera instrucción no ahogue a la educación, y que no se olvide el cultivo de los corazones en aras de cultivar inteligencias, porque siempre será una verdad irrebatible aquel viejo proverbio de que “la inteligencia camina más a prisa, pero el corazón llega más lejos.”