El latir de un barrio obrero

 

Una vida, un barrio y sus habitantes, una casa, una fábrica, una familia, que podían reflejar la existencia de otras, y…son los ingredientes del retrato que Alberto Santamaría (Torrelavega, 1976) realiza en páginas veloces de su «Barrio Venecia», editado por Lengua de Trapo, tanto del lugar en el que creció como de su propia formación,

El padre trabajaba en la fábrica de productos químicos que era el eje laboral de los habitantes del barrio, creado por la empresa en los años posteriores a la guerra civil y el año 1962, cuyo emplazamiento flotaba en una marisma, habiéndolo bautizado la sorna popular, con el nombre de la serenísima, Venecia; el padre compaginaba su trabajo con frecuentes visitas a los desguaces cercanos en los que se hacía con todo tipo de cacharos y piezas que luego vendía a quien los necesitasen. La madre limpiaba los camarotes del ferry de la línea Santander-Plimouth. Alberto Santamaría nos da a conocer todos estos aspectos familiares, de tendencia socialista en sus ramas genealógicas, a la vez que va desplegando sus gustos y disgustos, musicales y otros, ante la vida precaria que vive el barrio, y su propia toma de conciencia de la miseria obrera, y la codicia patronal, en el proceso que fue conformando su manera de pensar y sus ganas de huir del lugar, con el que mantenía una relación contradictoria de amor y odio.

Llegó un momento en el que cerró la fábrica, cierre contra el que habían luchado los trabajadores; llegado tal momento, el padre centra su actividad en los trueques que realiza con lo que pilla en los desguaces, labor en la que es acompañado por el propio Alberto, aunque sin mucha gana que digamos; el padre tomando plena conciencia de que su hijo no vale para esos menesteres. En los viajes, no obstante, puede palparse la complicidad entre padre e hijo. Vemos también la singularidad de un padre, un buen tipo sin suerte, que se busca la vida con el fin de sacar a la familia adelante en la escasez, hasta de medidas, de la vivienda en la que habitan, tal singularidad de plasma hasta en la compra de un coche fúnebre como coche familiar, vehículo que puede casar con la decadencia, y muerte, que invade el húmedo barrio, por no llamarle líquido, ya que cada vez que se agitaba el mar las aguas inundaban las tierras ya de por sí húmedas.

Alberto Santamaría nos narra cómo se divierten él y sus amigos, tirando piedras contra los cristales de las naves abandonadas de los polígonos cercanos, cuenta igualmente su decisión de estudiar filosofía, y nos da a conocer algunas lecturas, alguna nietzschena y alguna marxista/engelsiana, del Manifiesto birlado, decisión que no es que plazca mucho a sus progenitores, conocemos a algún policía de mote marrón que siempre muestra celosa disposición por enmierdar la vida a los muchachos y conoceremos la detención y muerte de un pobre tipo adicto a las drogas…Escuchamos algunas explosiones, de algunos artefactos colocados por ETA, contra un concesionario de automóviles franceses, y vemos la redada de la cúpula del GRAPO, y si digo vemos es debido a que el libro contiene una serie de reproducciones de la prensa de la época y de algunos actos inaugurales, como el de la fábrica, Cándida, Industrias derivadas de la grasa, y entramos a algún bar en el que ofrece una sabrosa tortilla de patatas, y se nos notifica el cierre de alguna tienda y otros comercios.

Una historia de claros tonos obreros y personales, absolutamente alejada de los cánticos hacia seres combatientes forjados de acero, y de los días siguientes que cantan, un futuro luminoso, que desvela la codicia de los poderes y el absoluto abandono de los currantes…y las salvajes reconversiones industriales y las consiguientes consecuencias. el paro, la pobreza, en unión con la disolución de las relaciones que conformaban el tejido social

Por Iñaki Urdanibia para Kaosenlared

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