Después de La Comuna, ¿Qué? La reconstrucción de movimiento obrero francés

Por José Luis Carretero Miramar

 

“Diez años nos separan ya” -escribe Pedro Kropotkin en 1881- del día en que el pueblo de París, derrocando el gobierno de los traidores que se hicieron con el poder a la caída del Imperio, se constituyó en Comuna y proclamó su independencia absoluta. Y, sin embargo, es todavía hacia esa fecha del 18 de marzo de 1871, hacia donde se dirigen nuestras miradas, es a ella, donde están ligados nuestros mejores recuerdos; es el aniversario de esta jornada memorable lo que el proletariado de dos mundos se propone festejar solemnemente (…)

Porque la idea, por la que el proletariado francés vertió su sangre en Paris y por la que ha sufrido las plagas de Nueva Caledonia, es una de esas ideas que, por sí mismas, contienen toda una revolución, una idea amplia que puede acoger bajo los pliegues de su bandera todas las tendencias revolucionarias de los pueblos que marchan hacia su liberación”.

Kropotkin, paje del zar huido de la fortaleza de San Pedro y San Pablo de San Petersburgo, en la que había sido encarcelado por su activismo democrático; revolucionario transeuropeo y animador de revistas anarquistas de referencia en todo el mundo, se pregunta una década después de la Comuna:

“¿De dónde viene esa fuerza irresistible que atrae hacia el movimiento de 1871 las simpatías de todas las masas oprimidas? ¿Qué idea representa la Comuna de París? Y, ¿por qué esa idea es tan atractiva para los proletarios de todos los países, de toda nacionalidad?”

Y, prestamente, se responde a sí mismo:

“La respuesta es fácil. La revolución de 1871 fue un movimiento eminentemente popular. Hecho por el pueblo mismo, nacido espontáneamente en el seno de las masas, en la gran masa popular, donde encontró sus defensores, sus héroes, sus mártires, y sobre todo ese carácter “canalla” que la burguesía no le perdonará jamás. Y, al mismo tiempo, la idea generatriz de esa revolución, vaga, es verdad; inconsciente, quizá, pero, no obstante, bien enunciada a través de todos sus actos, es la idea de la revolución social que intenta establecer al fin, después de tantos siglos de lucha, la verdadera libertad y la verdadera igualdad para todos.”

Pero la Comuna fue derrotada. Anegada en sangre. La represión fue feroz. Los distintos núcleos de militantes que la nutrieron de discurso y la implementaron fueron desarticulados, encarcelados, asesinados, vilipendiados. Auguste Blanqui no fue liberado hasta 1879, después de una fuerte campaña internacional por la amnistía.

¿Cómo se reconstruyó el movimiento obrero francés tras la Comuna? ¿Cómo se reorganizaron las fuerzas del cambio social? ¿Cómo se rehace, se rearticula, se levanta de nuevo, un movimiento que ha sufrido una brutal derrota? Esa es, también, una pregunta enormemente pertinente en nuestros días.

Tras la Comuna el sindicalismo tardó en rearticularse, y lo hizo fundamentalmente desde posiciones corporativistas despolitizadas. Se intentaba hacer sobrevivir a los organismos obreros aceptando la legislación vigente (fuertemente represiva hacia las ideas representadas por los Communards) y presentándolos como simples gremios dedicados a la mejora de las condiciones de trabajo y de vida de sus miembros.

Las perspectivas políticas de los militantes basculaban, fundamentalmente, entre la aún pujante tradición proudhoniana y el corporativismo. El marxismo empieza a introducirse en Francia gracias a los trabajos y acción de Jules Guesde, cuya aproximación a la obra teórica de Marx, según André Barjonet “fue siempre un poco mecanicista y esquemática, cuando no incluso estrecha”.

Entre 1865 y 1867 se dan los primeros destellos de una incipiente reactivación, con la constitución de las primeras Bolsas del Trabajo en París, Marsella, Nimes y Bourges. Las Bolsas son grandes locales y entidades organizativas donde se dan cita las cooperativas obreras y los sindicatos de una misma localidad, en las que las actividades culturales son habituales y suele haber una biblioteca y una Bolsa de Empleo que inicia procesos de negociación colectiva con el empresariado.

A partir de 1887, el sindicalismo francés se ve sometido a una creciente agitación centrada en la consigna de la huelga general, por parte de una nueva generación de militantes. Se producen las primeras celebraciones del 1 de Mayo, impulsadas por Joseph Tortellier, Aristide Briand y Fernand Pelloutier. Tortellier, de forma reiterada, lanza la propuesta de la huelga general con una triple finalidad: afirmar la solidaridad con las huelgas locales y sectoriales, arrancar reivindicaciones políticas al Gobierno, y realizar una intentona revolucionaria que establezca las bases de un socialismo propiamente sindical.

En 1892, bajo la inspiración de Fernand Pelloutier, que está basculando rápidamente de sus iniciales posiciones cercanas al socialismo broussista a un anarquismo obrero de nuevo cuño, se constituye la Federación Nacional de las Bolsas del Trabajo, un modelo organizativo innovador que contribuye a articular regional y localmente a los organismos proletarios antedichos con un funcionamiento autónomo respecto de los partidos socialistas y republicanos del momento. Un año después, este sector militante, que agrupa a gran parte de los sindicatos y de las Bolsas del Trabajo, conforma el Comité Nacional de Organización de la Huelga General, y empieza a publicar, como portavoz de su corriente, el periódico “La Grève Générale”

Paulatinamente, y en base al impulso de la consigna de la Huelga General y al ejemplo práctico de las Bolsas del Trabajo, las distintas corrientes autónomas van haciéndose fuertes en la Federación Nacional de los Sindicatos, para acabar constituyendo, en el Congreso de Limoges de 1895, una organización propia e independiente: la Confederación General del Trabajo (CGT), que termina por confluir con el movimiento de las Bolsas del Trabajo en un nuevo Congreso en 1902, que nombra secretario general de la entidad resultante a Victor Griffuelhes.

En 1906, en plena expansión, la CGT aprueba la llamada Carta de Amiens, su documento programático fundamental. En los siguientes años, se desarrolla el trabajo más conocido del sindicalismo revolucionario francés, tanto desde el punto de vista organizativo como desde una perspectiva teórica. Se suceden los textos de sus activistas y pensadores más afamados, como Fernand Pelloutier, Hubert Lagardelle, Georges Sorel (con sus famosas “Reflexiones sobre la violencia”, publicadas en Francia en 1908), Edouard Berth, Paul Dellesalle, Georges Yvetot o Emile Pouget, entre otros.

La corriente del “sindicalismo revolucionario” francés es una amalgama plural de militantes que se identifican con perspectivas ideológicas variadas. Junto al marxismo de la “Nueva Escuela” representado por Sorel o por Berth, encontramos también “anarquistas obreros” como Pelloutier o Pouget, en un equilibrio inestable, pero firmemente basado en una serie de elementos teóricos compartidos.

La base de esa acción conjunta está en el rechazo, por parte de una nueva generación activista, de los dos polos fundamentales del pensamiento heredado en su tiempo, que habían permeado profundamente el mundo sindical, convirtiéndolo en una correa de transmisión de perspectivas de grupo ajenas a la propia experiencia de la lucha de clases.

Estos dos polos están constituidos por el socialismo y el republicanismo parlamentarios, por un lado, y el anarquismo doctrinario, contrario a la acción sindical, por el otro.

Las críticas al parlamentarismo y al reformismo de socialistas y republicanos forman una parte esencial del pensamiento de los teóricos del sindicalismo revolucionario. Así, Hubert Lagardelle, por ejemplo, escribe:

“Los socialistas parlamentarios han creído que no había más que apoderarse del Estado para cambiar la faz del mundo. Un simple decreto de la autoridad política sancionaba la obra de la evolución capitalista, y así, la sociedad nueva se creaba mecánicamente. Este optimismo gubernamental que reduce todo a una simple modificación del personal político, lo han compartido por igual las dos formas del socialismo parlamentario: el socialismo reformista y el socialismo revolucionario. Uno y otro tienen la misma fe en la virtud mágica del poder. Sólo se diferencian en la manera de entender la conquista del Estado. Los reformistas aspiran a poseerlo poco a poco, en colaboración con los demás partidos, hasta el momento en que, habiendo conseguido la mayoría parlamentaria, dispongan de todo él. Los revolucionarios lo quieren en bloque, por un golpe de fuerza, dictatorialmente. Pero ni los unos ni los otros parecen comprender que la posesión del Estado por políticos socialistas no haría adelantar la cuestión ni una pulgada. Los sentimientos y aptitudes de los hombres no se transforman por una orden dictada por el Poder, y el mecanismo legislativo no suple a una realidad desfalleciente. El Estado, organismo muerto y exterior a la sociedad, no produce nada: sólo la vida es creadora.”

Lagardelle entiende que:

“Este error del socialismo parlamentario dimana, según el sindicalismo, de su creencia en que los partidos eran la expresión política de las clases. Más, si las clases son los productos naturales de la economía y de la historia, los partidos no son más que creaciones artificiales de la sociedad política. Sus rivalidades e intrigas no afectan al fondo real del mundo social. No hay ninguna relación entre la ascensión al poder de políticos socialistas y los progresos de la clase trabajadora. La participación en el gobierno de diputados socialistas como Millerand, Briand y Viviani, no ha cambiado la naturaleza del Estado, no ha modificado las relaciones entre las clases ni ha dado al proletariado la capacitación que necesita. Y lo que es cierto de la conquista fragmentaria del Estado por algunos socialistas, es igualmente exacto con respecto a su conquista global por todo el partido socialista. Cuando Augusto bebía, quizá Polonia estuviera borracha; pero, aunque algunos socialistas sean ministros, o aunque todos los ministros sean socialistas, los obreros seguirán siendo obreros.”

Lagardelle, además, enfatiza los efectos perversos de la confianza en el socialismo parlamentario para el proletariado francés:

“El peligro de semejante táctica es grave: concentrando de este modo todas las esperanzas del proletariado en la intervención milagrosa del Poder, diciéndole que espere su liberación de una fuerza externa, el socialismo parlamentario ha paralizado en él todo esfuerzo personal y le ha desviado de obras positivas. Más aún: al reclamar la extensión ilimitada de las funciones del Estado, se ha confundido con el estatismo vulgar, es decir, con la más deprimente de las concepciones sociales.”

Pero la nueva generación militante también marca las diferencias con lo que podríamos calificar de “anarquismo doctrinario e individualista”. El anarquismo de las grandes personalidades, de los mitos utópicos, de la correspondencia internacional entre gentes que poco o nada quieren tener que ver con las luchas obreras reales. Por ello, Edouard Berth afirma en su folleto “Anarquismo y sindicalismo”:

“El anarquismo es siempre una protesta contra la civilización capitalista, considerada por él como un régimen bárbaro y monstruoso de violencia y opresión. Y el carácter de esta protesta consiste en ser una protesta puramente negativa, hasta reaccionaria: es la protesta de las clases extra-capitalistas, a las cuales el capitalismo viene a trastornar la vida, a deshacer los hábitos, a herir los sentimientos más profundos y tradicionales. La protesta sindicalista es muy diferente. El sindicalismo, como hemos dicho, se considera el heredero directo del capitalismo, y admira el poder de creación de este (…) el sindicalismo considera al capitalismo como un maravilloso mago que ha sabido, gracias a la audacia combinada con la iniciativa individual y la cooperación, hacer surgir del seno del trabajo social, donde dormían, todas las infinitas fuerzas productivas humanas. Pero piensa que el papel histórico del capitalismo que ha despertado el genio social, que ha sacado al trabajador de su aislamiento, que ha plegado a los hombres al trabajo colectivo, ha terminado ya; los trabajadores, una vez constituidos en grupos de producción y después de haber adquirido en sus largas luchas contra sus patronos el espíritu de audacia y de iniciativa al mismo tiempo que el sentido de la asociación libre, pueden continuar la obra del capitalismo sin necesidad de su tutela ni de su férula. Hay una transfusión del espíritu de iniciativa y de responsabilidad del actual director privado de empresa al seno del grupo productor; y al mismo tiempo, la fuerza colectiva obrera, dueña de sí misma, no es ya captada ni enajenada en provecho de uno solo.”

Para Berth, por tanto:

“La metafísica anarquista es incapaz de comprender esta revolución marxista y sindicalista, porque, para ella, la sociedad no tiene existencia propia ni aparece nunca más que bajo el aspecto de una limitación, de una represión arbitraria y opresiva de la independencia individual. Es una metafísica monadológica o atomística para la cual la sociedad no es nunca sino una yuxtaposición de unidades individuales; lo real, a sus ojos, es el individuo; lo demás sólo es fantasía, quimera, ilusión. El anarquismo hace del individuo un absoluto, incapaz de entrar en ninguna combinación social sin sentirse en ella arbitrariamente oprimido, aplastado.”

A este individualismo exacerbado, el sindicalismo opone una comprensión certera del ser social, basada en que, según Berth:

“Sociedad no significaría yuxtaposición, adición arbitraria de individuos que fueran absolutos y no entraran en un sistema dado más que limitándose y disminuyéndose unos a otros, antes al contrario, cooperación en que los esfuerzos se multiplican, unos por otros, de suerte que para el individuo no hay pérdida, sino que gana con participar en ellos, pues soledad equivale a impotencia, miseria, incapacidad, y asociación significa poder, riqueza y capacidad centuplicadas.”

Pero el mismo Berth, seguidamente, nos sorprende con un giro inesperado, a la hora de analizar las bases teóricas que fundamentan la propuesta propiamente sindicalista:

“Nadie ha expuesto esta teoría de la realidad del ser social tan magníficamente como Proudhon, el presunto padre del anarquismo. (…) no sería inútil, para terminar este estudio sobre el anarquismo y el sindicalismo, examinar de cerca el anarquismo proudhoniano. Veremos que este supuesto anarquismo es, en realidad, lo que llamamos sindicalismo. Claro que no exactamente, pero sí en su espíritu y su tendencia íntima. Sí; a decir verdad, Proudhon es, con Marx, el antiguo teórico más auténtico del sindicalismo revolucionario.”

Así que la crítica del anarquismo, por parte del sindicalismo revolucionario, no es una impugnación “en bloque” de toda perspectiva ácrata, sino una crítica acerada del anarquismo concreto que se ha encontrado esta generación militante al empezar a dinamizar las fuerzas del movimiento obrero. Lo explica Hubert Lagardelle:

“No hay, pues, similitud entre el anarquismo y el sindicalismo. Existe, cierto, una nueva tendencia que con el nombre de anarquismo obrero aspira a confundirse con el sindicalismo. Pero en realidad vuelve la espalda a las teorías anarquistas tradicionales, y el anarquismo oficial le combate, considerándolo como una desviación”.

¿Cómo ven esta contradicción los sindicalistas revolucionarios que se consideran, al tiempo, anarquistas? Hemos de tener en cuenta que no son pocos ni carecen de relevancia en el ambiente sindical. Gran parte de los cuadros de la CGT y de las Bolsas del Trabajo se sienten estrechamente vinculados con el pensamiento libertario. Citemos, tan sólo, a Fernand Pelloutier, Emile Pouget o el propio Victor Griffuelhes. Pelloutier, de hecho, publica una conocida “Carta a los Anarquistas” en la que reclama a los libertarios que:

“Respetaran a aquellos que creen en la misión revolucionaria del proletariado de proseguir de manera más metódica, activa y obstinada que nunca la obra de educación moral, administrativa y técnica necesaria para hacer factible una sociedad de hombres libres”.

Pelloutier, en definitiva, piensa que “entre la unión corporativa que se elabora y la sociedad comunista y libertaria, en su período inicial, hay concordancia”. Y termina aconsejando a los obreros “que amplíen, pues, el campo de estudio abierto así ante ellos. Que, comprendiendo que tienen en sus manos toda la vida social, se acostumbren a no poner más que en ellos la obligación del deber, a detestar y romper toda autoridad extraña. Esta es su misión, éste es también el objeto de la anarquía.”

Los militantes de la CGT escribirán algunas de las páginas más interesantes de la historia del sindicalismo global. Su influencia sobre las dinámicas que dieron lugar al Congreso fundacional de la CNT española, en 1910, y el potente rastro de sus planteamientos en la obra escrita de los militantes del sector más sindicalista de dicha organización (Ángel Pestaña, Joan Peiró, Marín Civera, Salvador Seguí) no puede ser negada. Los wobblies norteamericanos, la SAC sueca o la USI italiana también fueron fuertemente influenciados por las perspectivas del sindicalismo revolucionario francés.

La CGT acabó transformándose. Tras los fracasos a la hora de intentar implementar la Huelga General Revolucionaria prometida, el impacto de la deriva patriotera del sindicalismo europeo durante la Primera Guerra Mundial empezó a agrietarla, provocando la escisión de los sectores comunista y anarquista, y de los sindicalistas más revolucionarios, que formaron la CGTU (Confederación General del Trabajo Unitaria), que pronto caería bajo el influjo dominante del Partido Comunista Francés, mientras los anarquistas, liderados por Pierre Besnard, trataban infructuosamente de dar vida a una nueva CGT-SR (Confederación General del Trabajo-Sindicalista Revolucionaria). En el verano de 1936, tras una enorme oleada espontánea de ocupaciones de fábricas, la CGT más sindicalista firmaría con el Estado francés el acuerdo que, a la postre, significaría el pistoletazo de salida del Estado de Bienestar en Occidente (vacaciones pagadas, seguros sociales, convenios colectivos…). La posterior reunificación de CGT y CGTU daría lugar a una nueva central, mayoritaria en Francia tras la Segunda Guerra Mundial, dedicada al sindicalismo de concertación, pese a mantener formalmente la vigencia estatutaria de la “Carta de Amiens” y el lenguaje “incendiario”. Su papel reaccionario en la gran conflagración de mayo de 1968 ha sido muchas veces remarcado.

Las trayectorias vitales de muchos de los militantes de las primeras generaciones del sindicalismo revolucionario francés también darían para debates enardecidos. Benoit Franchon pasó del anarquismo al estalinismo, y de ahí a convertirse en el paradigma del gran burócrata sindical. George Sorel se convirtió, consciente o inconscientemente, en la musa de los “sindicalistas nacionales” italianos que fundaron el Partido Nacional Fascista junto a Benito Mussollini, Dellesalle fue ministro de Trabajo en el régimen de Vichy, Lagardelle combatió en la Resistencia contra los nazis. Fernand Pelloutier murió absurdamente joven, derrotado por la tuberculosis y el exceso de trabajo.

En todo caso, después de la inspiradora y sangrienta derrota de 1871 hubo un renacer, una reconstrucción. Se inició un nuevo ciclo que generó nuevas expectativas alimentadas por lo aprendido en la Comuna, por lo visto en París. Se iniciaron nuevas tramas en la Historia de la clase obrera francesa. Se rememoró la sangre de los mártires y se sacaron muchas lecciones de sus éxitos y fracasos, pero también se inventaron otras formas de luchar y se idearon nuevas consignas.

En 1881, mientras las Bolsas del Trabajo animan y organizan de nuevo a los obreros de las ciudades y pueblos de Francia para celebrar en aniversario de la Comuna, Pedro Kropotkin escribe:

“En efecto, los proletarios reunidos ese día en los mítines ya no se limitan a elogiar el heroísmo del proletariado parisiense, ni a clamar venganza contra las masacres de mayo. Reafirmándose en el recuerdo de la lucha heroica de París, van más lejos. Discuten las enseñanzas que hay que extraer de la Comuna de 1871 para la próxima revolución; se preguntan cuáles fueron los errores de la Comuna, y ello no por criticar a los hombres, sino para hacer resaltar como los prejuicios sobre la propiedad y la autoridad que reinaban en ese momento impidieron a la idea revolucionaria florecer, desarrollarse e iluminar el mundo entero con sus luces vivificadoras.

La enseñanza de 1871 ha aprovechado al proletariado del mundo entero y, rompiendo con los viejos prejuicios, los proletarios han dicho clara y simplemente como entienden su revolución.”

José Luis Carretero Miramar

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