Despreciados y humillados
La cúpula dirigente del Museo Guggenheim de Bilbao despreció y humilló, durante 22 años, a seis excepcionales artistas vascos
Me han pedido que lo cuente. Si no lo hago puede perderse, como el agua en el agua. Sea. Lo contaré sin adornos. Como son las historias verdaderas. Todo empezó una mañana de mayo de 1999. Me dirigí por escrito al Museo Guggenheim, de Bilbao, inaugurado, como es sabido, en septiembre de 1997. Les ofrecí una exposición conformada por seis artistas vascos. Estos son sus nombres: Rafael Ruiz Balerdi-Amable Arias-Bonifacio-José Luis Zumeta-Juan Mieg y Carmelo Ortiz de Elgea. Los dos primeros fallecidos en 1992 y en 1994, por ese orden. Quince días después recibí la respuesta, firmada por su director. Decía en ella: “estudiaremos tu oferta con mucho interés”, añadiendo que me contestarían en breve. Mi alegría no conocía límites mayores. Estaba convencido de haber presentado un buen proyecto. Sepan quienes no son de aquí que los pintores se encuentran entre los diez mejores artistas vascos desde mediados del siglo XX a nuestros días en Euskadi. Digo más: si cada uno de ellos rayaba a gran altura plástica, juntos formaban un singular sexteto de cámara. Había que esperar.
[La larga espera me hizo caer en la cuenta: el museo carecía de director artístico alguno. De haberlo, ya hubiera visitado los estudios de los artistas, para conocer qué obras iban a exponerse. No sé. Sí sé que todo cuanto pasa en el arte, se origina en el fragor de los estudios]
Mientras tanto, mi tiempo lo ocupaba la crítica de arte. Un año antes del inicio de esta historia, empecé a colaborar en la edición vasca de El País. Me asignaron una columna semanal para la crítica de arte. Escribí sobre las exposiciones de mayor relieve presentadas por estos lares. Dediqué especial atención a las muestras del Museo Guggenheim. Fueron muchas las columnas dedicadas al Guggenheim, en el decurso de los años. Vertía en las críticas la máxima emoción ante las grandiosas exposiciones y mis decepciones frente a cuantas no pasaban de la mediocridad.
[En tanto el arte sea un lenguaje de ideas sin palabras, el crítico tratará de descubrir los enigmas que habitan en cada obra. Cuanto encuentre lo llevará a la página, paradójicamente, con palabras]
En el verano de 2010 me citó en su despacho la nueva directora de actividades museísticas del Guggenheim. Me presenté con la mejor de las disposiciones. Faltaría más. Según la directora, si queríamos llevar a cabo la muestra, debería ir acompañada de un artista joven. No dio su nombre. Al parecer, bastaba con que fuera joven. Le hice comprender que los seis artistas se valían solos para fabricar una exposición memorable. Para que lo comprobara, le invité a ver las obras que pensábamos llevar al museo. Nos despedimos con cordialidad.
[Habían transcurrido once años y seguían sin saber cómo eran las obras de la pretendida exposición. Me guardé decirle que un sexteto de cámara y una guitarra eléctrica no suelen ser buenos compañeros de viaje]
El 16 de diciembre de 2011 murió Bonifacio. Qué pena más grande. Escribí un obituario en El País, recordando la magia de su pintar y su bonhomía personal.
[Cuatro meses más tarde de la muerte de Bonifacio, se celebró una exposición suya en el Kursaal de San Sebastián, ciudad donde nació. La muestra la planeamos los dos un año antes. El hijo pródigo volvía tras 46 años de ausencia. Dejó asombrados a sus paisanos con aquellos soberbios óleos. Igual asombro recayó sobre las 29 litografías de la serie Avanti vaporini. Serie que tiene cabida en cualquiera de los más acreditados museos del mundo. Bonifacio y la creatividad de su mano no dejan de rodar en mi cabeza]
A punto de concluir el año 2018, en diciembre, le envié un e-mail al director del Guggenheim. Le recordaba lo de la expo de los seis artistas. Me respondió en otro e-mail: “Tenemos tiempo para madurar este proyecto”. Llamé al momento a los tres artistas “supervivientes”, José Luis Zumeta-Juan Mieg-Carmelo Ortiz de Elgea (ausente este último, lo representó Juan Mieg). Les conté lo del cruce de e-mails. “Si soy el causante de tanta demora, me retiro de esta historia”. La contestación fue inmediata: “Si tú no estás, no estamos nosotros”.
Llegó la noticia de la muerte repentina de José Luis Zumeta. Fue el 22 de abril de 2020. Qué mazazo para sus tres hijos, Mónica, Eneko y Usoa. Estuvo pintando hasta el día anterior de encontrarlo sin vida. Tres días antes había cumplido 80 años. Murió la alegría profunda de pintar. Todas sus obras, desde los veinte años de principiante, hasta su último suspiro, fueron realizadas con una energía fuera de lo común, al punto de necesitar abismarse en las grandes dimensiones. Su récord lo tiene un mural de 145 metros cuadrados. La energía es la rueca de la vida. Al ver sus cuadros nos imaginábamos que los colores habían ido a comer de su mano. Luego, la bravura del trazo culminaba cada obra. El alma del pintor de Usurbil estuvo toda su vida llena de colores, como estuvo la de Tiziano.
Al filo de lo imposible, les apunté una pequeña novedad a la cúpula dirigente. Sin respuesta…
Esos tres puntos suspensivos se rebelaron. Mejor olvidarnos del Guggenheim, para acordarnos de los buenos museos de arte contemporáneo existentes en este país y aun en otros países. Démosles a conocer esta historia y las imágenes de las obras del sexteto vasco.