Desde mi buhardilla: «El Pecoso»
Vivía con su mamá y tres hermanos más, Hernán de once, Juliana de trece y Alan de quince. Todos estudiaban y ayudaban a su mamá en la casa y en la venta de pan que ella solía hacer para la gente del barrio.
El Pecoso era un muchachito de dieciséis años y de físico pequeño. Era bueno, inteligente y muy hábil con la pelota. Cuando caía el sol, iba a su casa en busca de la bicicleta y se dirigía a la pizzería donde trabajaba entregando los pedidos a domicilio.
No había día en que no fuera a jugar, bueno… salvo los días de lluvia, en que la mamá no lo dejaba. A él no le importaba mojarse, pero como siempre obedecía a su madre, se quedaba en su casa.
Entre todos los chicos del barrio, formaron un equipo de fútbol. Un vecino se había ofrecido a enseñarles y en sus ratos libres se llegaba hasta el potrero para estar con ellos.
A él le gustaba jugar de 10, quería ser como Maradona, como Riquelme, ese que jugaba en Boca, club del cual era hincha. Soñaba con verse en una cancha jugando para el club de sus amores.
Salvo el potrero, no contaban con un lugar donde poder jugar, pero pronto aparecieron otros chicos que si tenían un Club Social y Deportivo donde realizar cualquier actividad, y como estaban jugando un campeonato los invitaron a ir. Ahí se encontraron con una canchita de «verdad» como decían los chicos.
Se dieron cuenta que necesitaban camisetas que los identificara, pero eso costaba, había que conseguir plata…pero como?
El Pecoso fue de la idea de hacer rifas y bailes, sabía que lo hacían algunos colegios, ya que así juntaban dinero para el viaje de egresados. Eso no sucedía en el que él asistía porque era público y las familias no contaban con dinero suficiente para que los chicos se fueran de viaje.
Pronto con la ayuda de todas las madres y padres tuvieron sus camisetas. Ese viernes debían jugar con un equipo, que según decían, eran muy buenos. Iba a ser un partido difícil. Así fue, muy difícil, porque de entrada les metieron dos goles. Y con diferencia de minutos uno de otro.
La moral de los “Azul y oro” -tal era el nombre que les habían puesto-, se vino abajo. Hasta que el Pecoso, luego de un pase que le había puesto el Gordo, marcó su primer gol. Vino el entretiempo en que quien los entrenaba, les habló y les brindó su confianza. Entonces salieron a la cancha y el Pecoso marcó otro gol de tiro libre. Habían logrado un empate.
Llegaron al barrio cantando y con una algarabía tremenda, se sentían campeones. Entró a su casa a los gritos, contando la hazaña de haber empatado un partido que estaban perdiendo por 2 a 0.
Pasaban los días y continuaban jugando los partidos, el club “Azul y Oro” estaba posicionándose entre los primeros, día a día sus jugadores se entendían cada día mejor.
Llegaron así casi a la final: faltaban dos partidos para terminar el campeonato. Jugaron el primero y ganaron. Faltaba una semana para la final, cuando el Pecoso cayó enfermo. Se sentía realmente mal, mucha fiebre y dolor de garganta. Llegó el médico que dictaminó “Tiene anginas: antibióticos y reposo” El Pecoso no lo podía creer! Ahora que les tocaba jugar el último partido le venía a pasar ésto…
No pasaba un día sin que su amigo Luis fuera a visitarlo y lo pusiera al tanto sobre lo que habían visto en la clase y se quedara un rato con él. Pero evitaba hablarle del partido para no ponerlo mal.
Llegó el día de la final y el Pecoso aún no estaba en condiciones de jugar, pero se levantó igual. Se vistió con unas bermudas y su camiseta, se puso un pañuelo alrededor de la garganta y se fue para el club: Se encontraba débil, esos días en que no podía pasar nada por la garganta, lo habían adelgazado. Le dolía la cabeza.
Entró, tomó asiento junto al resto de los espectadores y se dispuso a ver el partido. Salieron los equipos a la cancha y cuando lo vieron empezaron a corear su nombre: “Pecoso, Pecoso, Pecoso” eso lo puso bien, les agradeció con un gesto llevándose un puño al pecho y luego con el brazo extendido abarcando a todos, lo cual significaba «los llevo en el corazón».
Comenzó el partido. El equipo estaba jugando bien. Pero eso no alcanzaba: necesitaban llegar al arco, marcar aunque sea un solo gol y luego cuidar la retaguardia para que los rivales no les pudiesen empatar. Terminó el primer tiempo sin goles.
Dio inicio al segundo tiempo, el Pecoso esta vez se sentó al lado del entrenador, transpiraba y sentía frío al mismo tiempo.El dolor de cabeza aún continuaba.
En todo el segundo tiempo no habían hecho una jugada que pusiera en peligro a ninguno de los dos arcos. El empate significaba que debían ir a los penales. Faltando cinco minutos, una jugada de su equipo cerca del arco contrario y los jugadores de ambos equipos discutiendo. Vio como sacaban al arquero que se había golpeado y entraba el suplente. El árbitro marcó la zona del penal para su equipo. No lo dudó un instante, le pidió a su entrenador que lo dejara entrar a patearlo.- Ni loco- le dijo. – Por favor, eso solo le pido-
El entrenador accedió.
El Pecoso se fue al medio de la cancha y pidió cambio, entró en bermudas y con la camiseta del equipo. La gente expectante empezó a corear nuevamente su nombre. Era su gran oportunidad. No estaba en la canchita del barrio, estaba en la cancha grande, por eso tanto ruido. Le daría a su equipo el gol del triunfo. Se paró frente a la pelota, la acomodó, levantó la cabeza y miró al arquero que no era otro que su amigo Luis, tomó distancia y pateó. GOOOOOOOLLLLLLLL… se escuchó gritar a la gente. Era un grito ensordecedor, los hinchas entraron enloquecidos a la cancha, lo abrazaban, lo llevaban sobre los hombros coreando su nombre: “Pecoso, Pecoso, Pecoso”…
…Pecoso….Que te pasa??…porque gritas de esa forma?… Entonces abrió los ojos y vio a su madre, que estaba al lado de su cama, tratando de despertarlo, no entendía nada….Solo le quedaba el GOOOLLL que había convertido para el club de sus amores.