Cuentos de orgasmos y pasiones: ¿Dónde caen las manzanas?
El pecho se le movía en oscilaciones lentas y dóciles, como las de los cerdos después de hartarse de comida y quedar desperdigados por la pocilga, sus ropas de raso marrón lucían manchas humectas de un sudor pastoso que le resbalaba por el cuello, las orejas, la frente y que se le apelotonaba en las costuras por debajo del brazo y en el chaleco. La posición de vejete pueril, la condición de desamparo con la que fingía cumplir sus obligaciones, podrían darle ciertas consideraciones de las personas que no sufrían sus atropellos, sus desplantes, sus órdenes contradictorias, sus malos manejos administrativos y humanos, sin embargo aquí ya nadie le tenía consideración, ni lastima y mucho menos cariño. Y, es que aquí ya nadie se tiene cariño; hace mucho que el mismo porvenir cadavérico que rige los vaivenes de la sociedad extendió sus brazos enredando entre sus carnes, este espacio donde el tiempo detenido está, donde ya no se sabe quiénes somos, ni cómo terminamos aquí, donde lo único que importa es no hacer ruido para no despertarlo, para no incomodar su sueño de puerco que asegura que todo estará bien.
Sé que hay más como yo, los he visto en sueños, en alucinaciones, si así quieren llamarle, los he visto en el patio de atrás corriendo por debajo de la pila donde en tiempos de la revolución los caballos de los cuerudos sorbían agua, y hacían un ruidito extraño al ir metiendo agua en sus gargantas, en sus estómagos, en sus jinetes, que apezonados rondan entre los manzanales a esperas de las nuevas órdenes de sus generales analfabetos y bravos que lo único que aseguran es una muerte digna, lejana de la vejez sin gloria de los que sobreviven a una y mil revoluciones. Los he visto cortar las corolas de las pequeñas flores blancas del huele de noche, los he visto mordiendo los perones y las manzanas que cuelgan de las ramas cargadas, fofas, tocando el suelo con sus puntas, sé que no tienen zapatos porque se han robado las botas viejas que me regaló mi abuela y que a mí no me gusta usar, también se robaron el sentimiento de soledad y me hacen sentir acompañado, son mis compañeros de la misma pena, de la misma necesidad de trascender y de morir después de tantos años solo, sin embargo nadie me cree que los veo, que juego con ellos y que ellos me roban mis cosas. No me creen, no porque sea inverosímil la argumentación sobre ellos, sino por la simple y sencilla razón, de que no hay nadie más aquí exceptuando al doctor como le dicen a quien nos cuida, él no me escucha ni tampoco me ve, siempre duerme durante casi todas las horas del día tendido detrás de su escritorio viejo en su despacho, ensopado de sudor, con la respiración cansada, su mal carácter tiene fama, ha llegado a mis oídos, no sé de dónde ni desde cuándo pero hace que le tenga temor, por encima a perturbar su sueño, el temor se funda en la posibilidad de que me descubra vivo, que me llame y yo me materialice. Un hombre de tanto dominio puede hacerme salir de aquí donde siempre he estado, donde me siento extrañamente cómodo.
De vez en siempre los caños destruidos hacen brotar aguas negras que inundan el primer patio, la humedad se mete por la punta de los pies y sin darnos cuenta se va subiendo por los huesos y los tendones, por la piel y los músculos, todos aquí tenemos la piel verdosa llena de una fina capa de limo que cubre finamente nuestro cuerpo; de moho que poco a poco ha cubierto de puntos morenos las ropas a tal grado de perder idea del color original , la humedad también alimenta la espesa vegetación que cubre las almohadas, las camas, los dormitorios, las tutumas en los baños de tina; de las uniones de las baldosas del patio brotan pequeños helechos verdosos que le dan al suelo una dignidad de convento en ruina. Quiero subir las escaleras, llevo buscándolas desde hace mucho, en alguna ocasión las he visto, forjadas, sarrosas, perpetuas, seguramente llevan a la planta alta de la casa, pero, ahora no las encuentro, con paso arrastrado por el patio camino yo, en silencio para no despertar al doctor, el pasto se siente entre las uñas, el declive del terreno, una piedrita ha lastimado el arco del pie derecho, doliendo, haciéndome cojear un poco.
En el centro del terreno, en dirección de la gran arcada por donde los carros entran tirados por los bueyes, se levantan los baños donde todas las mañanas ella toma su ducha fría antes de empezar la faena de sobrevivir, y, es que ella si respira, la sangre tibia de sus venas crispa su piel al contacto con el agua de la pilastra donde se mete a falta de tina de peltre, sus negros pezones se erectan a cada tallón del estropajo sobre su bajo vientre y sobre la mata de pelo perenne que protege su sexo, cierra los ojos para desposeerse de su mundo al menos cinco minutos o diez o quince o lo que dure la vida y el baño, según sus prisas, según sus miedos marchantes a contrapaso de reloj; ¿qué cómo lo sé? Pues porque despacio y enjuto me pego a su piel, haciendo misa en su espalda, haciendo míos sus pies y cabello y ojos y piel y sangre, haciendo mía, aun sea por instante, su pasajera condición de viva.
No sé, no me he percatado si el doctor con su cara de puerco sabe de su existencia, si se da cuenta de sus baños, de su piel virginal, de sus labios, no creo que lo haga, su maldad es harta que le impide apreciar algo tan hermoso, que lo ciega de rencores y lo duerme en su pequeño cuartucho bajo las escaleras. Las escaleras que debiera subir y que no encuentro o no quiero encontrar, pues subirlas implica exponerme a la perturbación del sueño pueril de aquel gordo, fauno guardián de esta soledad.
La necesidad de subir las escaleras aumentan, se sienten vibrando en mi pecho, apretujando el corazón, colándose por las costillas, infiltradas en el aire que respiro, con paso fino y ligero busco burlar el sueño del doctor y ganar para mí el primer escalón forjado en ladrillo y cantera , ganar la posibilidad de tocar los heliotropos que viven en el jarrón del pasamanos, de sentirlos, con su cuerpo tuberoso y hojas extendidas; la posibilidad de subir al segundo piso, donde he estado mil veces, que conozco como mis sueños, como la expresión última de mi amada cuando bajaron la loza de la tapia. Ahí deben estar las paredes rojas de salitre que componen el emparedado salpicado con polvo de tezontle, las columnas porfirianas que sostienen el techo de vigas y tejas, de caballete y remate en carrizo, de alacranes y de arañas, seis en total se deben contar, dispuestas, la una junto de la otra, unidas por la baranda hermética de hormigón, los quiebraplatos enredándose en las columnas, trepando por el techo y las paredes, llenando todo el espacio de flores moraditas, de chupamirtos en búsqueda de la poca miel de los cuerpos femeninos; ahora son más importantes las ganas de caminar sobre las baldosas blancas y negras, sobre las baldosas ajedrezadas, jugando a la dualidad del universo yendo y viniendo entre lo bueno y lo malo.
Me pego a la pared caminando de costado, paso a paso, centímetro a centímetro, recorriendo el inmenso trecho que separa mi cuerpo del arco de cantera que remata el inicio de los peldaños en ascenso, un pie a la vez, encogido de hombros, con el alma entre los dedos, mirando, midiendo, vigilando el pecho del doctor que se mueve y marca la seguridad de la conjura; se mueve buscando acomodarse en su silla, en verdad duerme, ya no recuerdo la vez que lo aprecie despierto, es más, no recuerdo si algún día le vi despegado de la poltrona, o caminando por el patio, o fuera de su oficina, pero, esto no me tranquiliza, por contrario me hace pensar que en cualquier momento despertará su furia infernal sobre mí. Finalmente acerco uno de mis pies al escalón, sigiloso y en un solo movimiento, impulsado por el deseo de ascender, pongo las manos en el pasamanos y tiro de él ascendiendo rápidamente, cuento los escalones de ladrillo rojo, con aplicaciones de talavera azul en el centro y remates de cantera, 36 en total.
Detrás de mí la puerta se cierra con un estruendo mortal, como las baldosas hechas añicos por el paso de los años, como el sepulcro al caer la primera palada de tierra, como el sonido sordo del desconsuelo, del desamor, ante mis ojos se dibujan los despojos del tiempo y del olvido, nada es igual que en los recuerdos, nada es igual a las imágenes de la memoria, ya no hay, no existen los quiebraplatos, no existen las flores moradas, no existen los chupamirtos y sus néctares féminos, lo que se aprecia ahora es la escasa techumbre cayendo a pedazos, grietas enormes ladeando el piso y sus baldosas ajedrezadas, el polvo y la ruina se remarcan con el filtro luminoso de los tiempos que siempre giran en redondo.
En el centro del espacio una tinaja de agua con la tutuma flotando me llama, me incita, me exalta, poco a poco me acerco y aprecio mi rostro en el reflejo del agua sucia, mi rostro que no ha cambiado en siglos y que me da la certeza de que no me enterraron vivo pues es el rostro de la muerte, me adentro cayendo de bruces en la tinaja que es realmente más profunda de los que se aprecia, se moja mi cuerpo, mi alma, mi compañía anegada en el olvido, por reflejo, mi cuerpo se curva en posición fetal, esperando el desenlace último de morir lentamente, porque aquí, hasta los muertos con el paso del tiempo se van muriendo, los mata el olvido…