
Costumbres y televisión
  Hoy día habría que proponer en este país un concurso similar para saber si la televisión, que ha reemplazado el papel que tuvieron otrora las Ciencias y las Letras, contribuye a depurar las costumbres actuales. No nos dé vergüenza decirlo: las Ciencias y las Letras ya no son el referente de nada; ni para la educación ni por consiguiente tampoco para la mentalidad de este pueblo fragmentado en mil pedazos que es el español. Las Ciencias se reducen a una simple advocación del I+D en tiempo de elecciones, y las Letras están por los suelos a menos que nos conformemos con los nefandos libros de un tal Aznar…
  Pero antes de proponer ese concurso, habría que proponer otro para determinar cuáles sean las costumbres. Y aún otro más para decidir si las definidas hay que depurarlas, por qué habría que depurarlas, si vale la pena depurarlas y si hay alguna posibilidad de conseguir su depuración. Porque precisamente la principal dificultad en este país está -salvo la siesta- no ya en acotar lo que sean costumbres españolas actuales (diríase que ya ni existen, cada uno es icono de la suya, embutidos todos en unos difusos hábitos que no son ya propiamente costumbre del lugar), sino en qué habría de consistir el refinamiento que a pocos interesa porque lo que pretenden quienes las manejan es lo contrario: embrutecerlas. Véase si no qué dicen algunos de los directores de orquesta en materia de costumbres; véase qué les dice a sus cuitados feligreses el infeliz obispo emérito de Pamplona acerca de los cuidados paliativos…
  Por otro lado -y esto es lo curioso- hoy día pocos vacilan en algo. La duda metódica, como fuente de conocimiento para llegar a las verdades, es anatema. Todo lo sabemos o estamos en condiciones de saberlo ipso facto con el google, el periodismo y los obispos. A pesar de ello y de esa amplia mayoría para la que todo está  muy claro, aún quedamos muchos a quienes todo se nos antoja muy confuso. Para aquéllos, para quienes lo tienen todo claro, la cuestión está en aceptar, más o menos entusiasta o resignadamente, el principio panglossiano de que éste es el mejor de los mundos posibles, que éste es el mejor sistema social posible y que ésta que tenemos como permanente alto horno encendido las veinticuatro horas del día,es la mejor televisión posible.
  Precisamente se me ocurre otro concurso para responder a esta pregunta: ¿cómo es posible hacer televisión de una mínima calidad sin pausa, en un perpetuum mobile, con el único reposo de la cuña publicitaria? Estamos en lo del principio. No se quiere calidad. Hoy, no ya la fineza o la delicadeza sino la simple prudencia, son perseguidos a muerte. Se me objetará a propósito de costumbres y televisión que la mejor costumbre sería no verla o seleccionar pues no hay obligación de verla, como no hay obligación de divorciarse ni de abortar por más que haya leyes que regulen el divorcio y el aborto. Y así es. Pero entonces ¿qué pinta en el océano social un ciudadano islote viviendo de espaldas a la «realidad», como viven los que han elegido el cenobio? Es inevitable.  Debe incluso serlo. Lo que no se puede; mejor dicho, lo que no se debe hacer es solucionar un asunto público disuadiendo a quienes la componemos de participar de la colectividad.
  Pero, quiérase o no, se impone un miserable pensamiento.  Pese a la apariencia de pluralidad y de la variedad de gustos, de costumbres y de opciones individuales en todo, lo que predomina en el fondo es el pensamiento único, el pensamiento unidireccional, el pensamiento despojado de reflexión y más aún de meditación. Todo es, más o menos, como siempre aunque sean los dogmáticos tristes los que se llevan históricamente la palma. Pero al final o se impone el pensamiento de los integristas, o se impone el de los relativistas que nada resuelven o lo resuelven a través del «todo vale…».
  En política, la fuerza centrífuga, por un lado, y la centrípeta, por otro, tiran hacia sí con denuedo. La centrípeta todo lo lleva al centro del círculo; la centrífuga hacia los bordes del mismo. España no abandona nunca esa tensión sofocante. Una tensión que se focaliza unas veces en la política de los políticos oficiales, otras en el trabajo sucio que sus compinches desalmados y descerebrados hacen desde las cloacas para reforzarles, y otras, en fin, la de los cardenales arzobispos que se ocupan más de conseguir logros político-apostólicos que de ahondar la fe íntima de los creyentes y de atraer por las buenas a nuevos creyentes al rebaño al margen de su ideología política. Porque, aunque parezca mentira, esta política clerical forma parte ya también de las costumbres. Otra costumbre es tolerar, sin pestañear  personas honestas, crímenes y más crímenes de lesa humanidad...
  En realidad siempre fue así en este país. Y así sigue siendo. No hay términos medios. Aristóteles y su filosofía de la virtus, el término medio, fueron proscritos hace mucho pese a haber sido profusamente enseñados. En un extremo están los permisivos consigo mismo en la medida que son intolerantes con los demás, y en el otro extremo están los que han abrazado el laissez faire llevado a sus últimas consecuencias; ésos que admiten a regañadientes cánones, reglas o pautas para la colmena aunque en la sociedad haya generaciones que siguen respetando las «formas» y las fórmulas de convivencia y no exista anarquía propiamente dicha en su más noble sentido. El laissez faire, así, se funde con el pensamiento único o se hace su cómplice. Pensamiento único que viene a ser el pensamiento anglosajón circunscrito al del imperio… El laissez faire facilita la penetración de ese abominable pensamiento y luego su enquistamiento en el país. Una de las cosas contra la que están, principalmente, la periferia y sus anhelos de emancipación por eso mismo…
  Hasta aquí, superadas las acogidas por el franquismo, un florilegio de las nuevas costumbres españolas…
  Y estos últimos son justamente los que sostienen que el mundo siempre fue contradictorio y que los sobresalientes en sus respectivas áreas de conocimiento se pasan la vida elucidando si son galgos o son podencos. Y en efecto. Cambian los protagonistas, pero siempre son variaciones sobre el mismo tema. Cambian, sí, no sólo los escenarios sino el número de los espectadores activos, la libertad de criterio de esos espectadores y la difusión de los criterios. Pero en el fondo «todo es relativo» para ellos y ese lema, con el otro, el «todo vale», alcanzan el más alto grado de supremacía en la sociedad. Yo, la verdad, entre el pensamiento que incluye la permisividad «interesada» asumida por vía cinematográfica, interiorizada por una culturización política y educacional que viene de la mano de la economía y de los medios, y el integrismo laico, europeo, señorial, sí que también lo tengo claro: me quedo con éste.
  Los espejuelos que tienen los dueños de las cadenas televisivas en cada pantalla del televidente, les permite hacer y deshacer a su antojo sin que nadie ni nada se interponga. Dicen que el telespectador elige. Mentira. Eligen ellos en función de las mínimas exigencias del ciudadano medio. Así vamos haciendo un país de mastuerzos, de atolondrados, de memos. De ellos es la responsabilidad y la culpa. En el fondo, los políticos poco pueden hacer… Dicen que el pueblo es muy listo y es él el que quiere basura y excremento. Y claro, acostumbre usted a un niño al excremento y acabará paladeándolo. Los nazis hicieron el ensayo de tratar a adultos como un bebé durante un cierto tiempo, y esos adultos acababan comportándose como bebés…
  No veo la televisión para no acabar viéndome bebé. Pero como tampoco quiero ser náufrago, me asomo alguna vez a la pantalla. Y he aquí que ayer me encontré con ese ser divino que representa divinamente elcuerpo, el alma y el espíritu, todo en uno, de la Trinidad que llaman chikilicuatre para la mayor honra de la españolidad.