Contra la mediocridad y las castas perversas
Por Patrocinio Navarro Valero
Si la mediocridad y la destrucción de nuestro mundo es el estigma de nuestra época, defendernos de sus causas y de sus impulsores debería ser una obligación si queremos una mejor humanidad en un mejor Planeta, aunque si algo es seguro es que hemos de encontrar resistencias, ninguneo, desprecio y muchas cosas de esa índole. El Sistema, da estos premios a los que le dicen “por ahí no paso”.
En EEUU, tenemos un ejemplo reciente. Una actriz de la fama de Jane Fonda, conocida por sus actitudes en defensa de los derechos humanos y del clima, ha sido detenida por la policía fascistoide de ese país, dando muestras de valentía y poder de convicción. Por contraste, llama la atención en Europa y especialmente en España la escasa o nula repercusión de esta noticia, tanto como la escasa presencia mediática de intelectuales y artistas comprometidos con la misma causa por la que es detenida Jane Fonda. Silencio a la hora de solidarizarse con ella. En España es algo particularmente seria la sequía mental contestataria de nuestros ilustres intelectuales y artistas. Y no será porque no tienen materia para coger por los cuernos, desde los progresos del neofascismo con el neoliberalismo ecocida y antisocial a la defensa medioambiental; desde la crítica a la colonización cultural anglosajona a la denuncia de los privilegios del clero y de sus aberraciones sexuales con niños y jóvenes; desde la defensa insistente de la mujer y contra el sistema patriarcal y el capitalismo falsamente democrático y más cruelmente explotador que nunca, a la critica que los grandes medios de comunicación merecen por sus manipulaciones, mentiras, ninguneos y escandalosos silencios. Un largo rosario de asuntos que si algo ponen en evidencia es la mediocridad de nuestros intelectuales y artistas, comprometidos al parecer en la defensa de su ego, de su cachet y de su paz de pesebre ilustre, que en poner el dedo en la llaga de tantas formas de violencia sistémica. Niños, mujeres, parados, mayores de cincuenta, pensionistas, dependientes, trabajadores pobres, forman parte de los olvidados por nuestros ilustres pensadores y artistas, que más parecen vivir en otro planeta que en este que pisamos el resto de los mortales. Se echa de menos a voces de gentes de antaño que, como Unamuno, Ortega, Gramçi, Rosa Luxemburgo, Tolstoi, kropotkin, Kafka, y tantos otros que todos tenemos en la memoria por su capacidad crítica, y que de seguir así acabarán por desaparecer de las librerías. No se puede decir lo mismo de los otros intelectuales, los comunes, los de todos los días, los del pensamiento agarbanzado y acordado a tanto la tertulia o la página, los bien-pensantes. Estos pertenecen a la misma categoría que los somníferos y otras drogas para dormir nuestra sensibilidad y hacernos inmunes al sufrimiento ajeno y a la violencia.
La violencia y los actos criminales que se ejercen en y sobre personas y sociedades, cuyas causas reales tan a menudo se nos ocultan por todas partes, se acompañan de astucia, mentiras, manipulaciones, promesas falsas y conspiraciones secretas de aquellos que tienen alguna clase de poder para cumplir sus propósitos. Esto, que es común en las relaciones interpersonales de baja estopa, es igualmente común en las altas esferas de los poderes económicos, políticos y religiosos. El oro y la espada, mejor con alguna clase de libro “santo” por medio para tener algo con qué justificar las malas acciones, se buscan sin cesar entre sí, pero necesitan consejeros para saber cómo hacer su trabajo. Entonces acuden a los intelectuales, al clero y a los políticos conservadores, las tres castas que mejor expresan el poder de los ricos y de los enemigos de Dios, cada uno a su modo. De entre todas ellas destaca la casta sacerdotal por su amplia extensión geográfica, su poder organizativo, su implicación en los gobiernos, su influencia en las conciencias y su riqueza sin parangón.
La casta sacerdotal
Si hubiera que señalar a la más perversa de todas las malas compañías y consejera incansable del poder aliado de la espada y el oro tendríamos que colocar a las castas sacerdotales de todas las épocas: los intelectuales más letales. A la manipulación oportunista de las leyes de Dios, unieron y unen las castas sacerdotales sus conocimientos y ascendientes sobre los hombres ignorantes de los pueblos para hacerles creer que el poder del oro es tan aceptable como el de la espada, pues que el poder- incluido el de ellos mismos en primer lugar – es – pretenden – de origen divino, lo cual les legitima hasta para apropiarse bienes de herejes o dictar sentencias condenatorias a muerte, como sucedió con la Inquisición, asustar con tormentos infinitos en supuestos infiernos, formar alianzas con los poderosos del mundo en cada época, cuanto más autoritarios, mejor, y dictaminar con autoridad sobre el bien y el mal, juntos o por separado, con normas adhoc que habrán de conducir inevitablemente a la condenación eterna o a la salvación. Su fuerza es el miedo de los ignorantes y supersticiosos a los que arrastran. Su Objetivo: poder y control sobre el mayor número posible de cuerpos y almas, búsqueda de riquezas, argumentos y recursos ilimitados para tener más poder, más control, y recibir más energía de los súbditos y creyentes, siempre dispuestos a entregarles sus “diezmos y primicias”, su atención y manutención, y hasta su propia vida si se les pide como sacrificio (cruzadas, colaboraciones con genocidios por ese dios a su medida) por la defensa de sus valores sagrados o por algunas de esas grandes palabras con las que las multitudes son condicionadas y encandiladas, como democracia, libertad, patria y derechos humanos que los embaucadores ni creen, ni practican ni toleran siquiera a quien se las toma demasiado en serio y se muestra dispuesto a practicarlas.
“La relación entre el Estado y la Iglesia está anclada en la enseñanza eclesiástica. La Iglesia, desde su plenipotencia,-presumidamente otorgada por Dios- dictamina la sentencia, y el Estado la ejecuta. ¡Una alianza nada santa!”
Quien se libera de la coacción eclesiástica porque ha reconocido que las Iglesias son Iglesias del Estado y no del pueblo; el que sólo se remite a los Mandamientos de Dios y a las enseñanzas de Jesús el Cristo y paso a paso vive según ellas, apenas si tiene una oportunidad ante ese imperio pagano del poder. Con un conglomerado Estado-Iglesia así donde el lema es “como me des, así te doy, y entonces estamos de acuerdo”, Jesús el Cristo no tiene nada en común. Esto tampoco es posible porque el Estado y la Iglesia se preocupan poco por el pueblo. El pueblo es el ganado votante”. (Gabriele de Würzburg)
Tienen suerte los ricos clérigos y sus aliados ricos de que el Infierno no exista, pero de la ley de causa y efecto- o siembra y cosecha- no se libra nadie, pues cada uno es responsable de sus actos y padre de su propio destino, da igual qué filosofía esgrima en defensa de su ego.