Colombia. ¿Qué debe hacer la izquierda en el escenario del posacuerdo?
En Colombia, donde todo es extrañamente posible, la mejor noticia de las últimas cinco décadas (me refiero, por supuesto, a la firma del Cese al fuego y de hostilidades bilateral y definitivo entre el Gobierno y las Farc) puede significar la apertura de las puertas del mismísimo infierno. ¿Qué pasaría si la opción por el no gana mayoritariamente el plebiscito por la paz? ¿O si el uribismo gana la contienda presidencial del 2018? Cualquier escenario derivado de esta posibilidad, bien sea el retorno a la guerra o la aprobación de lo acordado en La Habana por medio de un decretazo, es poco alentador. En cualquier caso significaría el empoderamiento del paramilitarismo legal e ilegal, que se retuerce al pensar que ese enemigo utilizado como excusa para justificar sus fechorías ya no existirá más.
A pesar de que sus argumentos son de mal gusto e intelectualmente bochornosos, hay que reconocer que el uribismo todavía tiene un chance. Guiados por su vil audacia, los uribistas pueden poner freno a la transformación más importante de Colombia en los últimos cien años. Y esta transformación no es el temido castrochavismo, sino algo mucho más radical y detestable para ellos: la obligación ética y política de confrontar con argumentos y no con balas a sus viejos enemigos de siempre –los comunistas, la izquierda democrática y los exguerrilleros.
Estas posiciones contra la paz, que de tener éxito nos otorgarían el título vergonzoso en la historia de la humanidad de ser un país en el que la búsqueda de la paz no es una política de Estado ni un deseo de la mayoría de sus habitantes, no son solo el resultado nefasto y previsible de la mezcla entre cobardía frente al cambio y caudillismo, siempre constitutiva del populismo de derechas. A pesar de que un análisis politológico pueda dar en el blanco al subrayar estas características del fenómeno uribista en general, hay un elemento adicional que debe sopesar cualquier diagnóstico de la encrucijada a la que se somete la Colombia de nuestra época. Este espíritu del uribismo, alentador de la solución militar de los problemas sociales y políticos, ha sido el recurso favorito de buena parte de las élites políticas y económicas que han gobernado el país cuando las cosas se les ponen apretadas.
Quien siembra la política del enemigo interno por décadas, recoge uribistas por docenas (de miles). Con esto no quiero decir que las “oligarquías” sean por naturaleza un elemento bestial y sanguinario. Quizá muchos en su interior no apoyen ni hayan apoyado las matanzas contra la UP o la aniquilación física de sindicalistas recogida minuciosamente en los informes de la OIT. Pero estos individuos liberales y de derecha moderada suelen valerse del poder soberano de vida y muerte (esa característica peculiar, aún presente en los Estados modernos, que combina sombríamente la fuerza con la justicia) o se valen de los radicales –esos sí muchas veces sedientos de sangre por sus duras circunstancias o por el daño que alguna vez les causó la barbarie de la insurgencia-, para salir de apuros en circunstancias históricamente incómodas.
Sin embargo, gracias a esas bromas dialécticas de la Fortuna, haber apelado a los radicales para solucionar líos se volvió en sí mismo un gran lío. Un lío para la política y para los negocios. Aupar para siempre a los radicales es insostenible, como lo aprendieron cruelmente los aristócratas y liberales de corazón anticomunista en la República de Weimar, que dieron apoyo o guardaron un silencio complaciente frente a los métodos excéntricos de un individuo con bigote peculiar para acabar con la amenaza del comunismo internacional. De igual forma, nuestras élites –un sector significativo de ellas aprendieron que un paramilitarismo fortalecido y anquilosado en las instituciones, dada su relación problemática con el narcotráfico y actividades ilegales, puede volverse una amenaza para los negocios y la prosperidad. Las élites que apoyan el proceso de La Habana son conscientes de que la ausencia de la violencia y el control pleno del territorio constituyen un clima favorable para los negocios. Y quizá solo por eso apoyan lo que allí sucede, pues el bolsillo es siempre una razón mezquina, pero igualmente poderosa.
No por ello, sin embargo, el proceso de negociación debe catalogarse como “la paz de Santos”. No hay duda de que el poder del dinero puede marcar el estilo y la naturaleza de la implementación de lo acordado entre las Farc y el gobierno. Puede pasar que del tratado de Paz nunca se derive una agenda social que traduzca la letra del acuerdo en el idioma de los problemas y apuros cotidianos de las personas. Esto no quiere decir que la paz sea un proyecto exclusivo de las élites para fortalecer el modelo económico del neoliberalismo. O sí lo es. Pero solo si la izquierda se convence indefectiblemente de ello y renuncia a vincular internamente su agenda social y económica con el problema de la paz. Me temo que este puede ser el caso si no entendemos qué exige de nosotros el presente.
En una columna, publicada el 6 de Julio en el diario El Tiempo, Aurelio Suárez llamaba hábilmente la atentación sobre las contradicciones entre el espíritu reformista de La Habana y las políticas reales del gobierno de Santos en lo que toca al problema agrario. Santos, como buen intérprete del catolicismo criollo, aprendió de la forma más retorcida posible el significado de la máxima bíblica “que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha”. La Biblia lo pide para dar limosna; Santos lo aplica para gobernar: con la izquierda firma los acuerdos de La Habana y con la derecha diseña políticas económicas y le entrega impunemente las instituciones a Vargas Lleras.
Pero que el gobierno tenga una agenda económica opuesta al espíritu reformista de La Habana –y opuesta a cualquier espíritu reformista en general- no es razón para darle la espalda a los acuerdos de paz. El mal llamado posconflicto –nos guste o no- es la cancha en la que se juega el partido por el destino de un país en el que quepa la izquierda; es la única cancha en la que se pueden derrotar las políticas económicas del adversario. Y aunque nos toca jugar de visitantes (¿cuándo acaso la izquierda ha jugado de local?), hay siempre más chance en jugar un partido en desventaja que en perder por W y no presentarse a la cancha (como puede sucederle a algunas facciones de la izquierda y al ELN si no se da cuenta de ello).
Naturalmente, este horizonte estratégico es la cuadratura del círculo y exige siempre un equilibrio delicado y precario. Al día de hoy hay dos tendencias que se mueven en el escenario y que no están armonizadas entre sí: el plebiscito por la paz se avecina y la economía hace aguas. El modelo económico del extractivismo, con el que Uribe y Santos están de acuerdo a pesar de los berrinches para la galería, se está agotando. Las movilizaciones sociales y la inconformidad pueden llegar a un pico en el corto y mediano plazo. En este escenario, se necesitaría una izquierda “consecuente”, como la de Aurelio Suárez, que impugne el modelo económico y desenmascare la semejanza entre el uribismo y el santismo. Esta conclusión es, no obstante, apresurada. Lo es porque olvida que hay un cruce entre la movilización social y la agenda de la paz. Un cruce que si bien no existe ni es tan evidente por sí mismo, va a ser forzado por algunos actores políticos, en especial por el uribismo. Paradójicamente, esa izquierda fuerte y pura, que se concentra en la impugnación de lo económico y se olvida de la paz, puede terminar haciéndole –quizá sin querer- muchos favores al uribismo.
El uribismo trabaja incansablemente en construir un relato con el que presentarse en las presidenciales del 2018: la subida de los alimentos y la crisis económica que se cuaja poco a poco es culpa del proceso de paz. Para eso hay argumentos de todos los gustos y calibres. Desde la flagrante estupidez de que Santos es un comunista enmascarado, hasta que el presidente ha abandonado los otros flancos del gobierno por un excesivo interés personal en figurar como el presidente de la paz. Combatir este discurso uribista pasa por mostrar en los escenarios de movilización que las reivindicaciones locales hacen parte de una agenda global de paz con justicia social. No se le puede regalar al uribismo la relación entre las movilizaciones sociales y la paz.
Pero esta apuesta no se logra haciendo exactamente lo contrario de quienes piden la impugnación del modelo económico independientemente del proceso de paz. Lamentablemente, la izquierda de Clara López también le resta credibilidad a la idea de paz con justicia social y, por lo tanto, le hace un favor no al santismo, sino al uribismo. Es difícil darle un significado de izquierda a las movilizaciones y a la inconformidad ciudadana si uno de sus referentes ocupa uno de los sillones del adversario y ha dado muestras de una forma perfectamente amoral de terminar una modesta carrera política.
El futuro de la izquierda depende de saber encontrar ese fino equilibrio de la paz con justicia social en cada caso, en cada escenario y en cada horizonte estratégico. Hay que ponerse la camiseta de la paz y del posconflicto, pero para jugar el partido y meterle el gol a Santos.
¿Qué debe hacer la izquierda en el escenario del posacuerdo?