Colombia. La masacre del Putumayo

“¡Mi hijo, mi hijo!, me lo mataron. Hijo levántese, abra los ojos.”

Padre de Brayan Santiago Pama, menor asesinado

Tal vez por la penosa asociación  que a lo largo de su historia ha debido tener con ella, hay una palabra que  el pueblo colombiano incorporó  en su genética como la más odiosa del idioma español. Uno tan rico en bellas y delicadas voces, “bajel, malaquita, almena, atril, salterio, sirena, tisú, azahar, astillero”, tenía que traer una sin atenuantes, repulsiva: Masacre.

Y no era para menos. Esa en pocas, pero suficientes palabras definida por la Real Academia de la Lengua como “Matanza de personas, por lo general indefensas, producida por ataque armado o causa parecida”, la ha sufrido una y otra vez con macabra regularidad este pueblo en el curso de los últimos cien años. Destacando sí con todo vigor en esta lamentación, un hecho que la hace aún más repudiable: que por lo común  su autor es el Estado. El gusto de uno por quitarle la vida a otro por la alegría de hacerlo, y con las  mismas armas que le delegó la víctima para ser defendida. Y hay que decirlo: el Estado colombiano, que tal hace y así se excusa, tienen nombre, se llaman Ejército y Policía en toda su línea de mando.

La nefanda conducta de hacer verbo y conjugar el sustantivo masacre, ese que con tan insufribles resonancias llega a los oídos, sólo pueden intentar desvirtuarla sus autores de una sola forma: negándola. Tanta su abominación. Y la masacre del Putumayo, la última cometida en Colombia y que será penúltima cuando esta nota salga a la luz y unos pocos días después, antepenúltima,  no ha sido la excepción. Por ello, como argumento de autoridad que acredita la verdad de la masacre cometida por el Ejército el  28 de marzo en la vereda Alto Remanso en Puerto Leguízamo -Putumayo-, segando la vida de once humildes aldeanos, llamamos al estrado de  los testigos a la maestra Historia que da cuenta del número de ellas sobre las cuales ya dictó  sentencia  blindada con el prestigio  de la cosa juzgada: fueron sus autores el Ejército y la Policía  de Colombia, separados o mancomunados, o agenciando sicarios bajo su protección.

Dice la Historia:

Entre cientos, me remonto un siglo a la masacre de los sastres – ¿quién lo creyera? – en plena Plaza de Bolívar de Bogotá el 26 de marzo de 1919, cuando el ejército asesinó a 20 de estos artesanos que protestaban contra el presidente Marco Fidel Suárez por la importación de los EE.UU de una gran cantidad de uniformes militares que ellos  confeccionaban. Siguió la Masacre de las Bananeras las días 5 y 6 de diciembre de 1928, cuando en Ciénaga -Magdalena- el ejército nacional a órdenes del general Carlos Cortés Vargas  atendiendo  los intereses de la United Fruit Company declaró cuadrilla de malhechores  a los 25.000 trabajadores en huelga por  mejoras laborales,   procediendo a dispararles con un saldo de entre 500 y 1.000 – nunca se pudo saber -, obreros asesinados.  Y después, a lo largo del año de 1952, gobierno de Laureano Gómez, alrededor de 1.500 muertos en  Líbano -Tolima- y  municipios adyacentes  en la represión del movimiento social, agrario y  sindical que allí arraigó conocido como “Los bolcheviques del Líbano”. Y en 1954, gobierno del general Rojas Pinilla, el Batallón Colombia que venía de hacer patética demostración de pobreza militar en la Guerra de Corea, hizo gala del heroísmo que allí no tuvo matando  en el centro de Bogotá a 13 estudiantes de la Universidad Nacional que marchaban en  conmemoración de los 25 años del asesinato del  estudiante Gonzalo Bravo Pérez. Y en 1963, la masacre de Santa Bárbara -Antioquia -, 11 obreros cementeros en huelga asesinados por el ejército.

Haciendo un alto para que el espíritu lector repose de este triste via crucis y dando un salto de 23 años, yo Historia cuento de los 342 muertos y desaparecidos en el municipio de Trujillo -Valle del Cauca-, entre los años 1986 y 1992 en operaciones conjuntas de ejército, policía y narcotráfico. Llegó el año de 1984 con el  reglamentario ataque de la policía a la inteligencia encarnada en la  Universidad Nacional en Bogotá. Fue el 16 de mayo cuando  cientos de ellos ingresaron al claustro, arremetiendo contra la  concentración estudiantil que protestaba por la tortura, asesinato y desaparición del líder Jesús Humberto León Patiño en Cali. Llevados de su odio ancestral por los estudiantes, cometieron toda clase de brutalidades. Nunca se supo el número de muertos y desparecidos, porque la universidad fue cerrada de inmediato por un año. Numerosos heridos, 70 capturados torturados y judicializados. Ese 16 de mayo, fecha histórica de la violencia contra los estudiantes, fue el precio que debieron pagar por la introducción del modelo neoliberal en la educación pública. Al reabrirse la más grande e importante universidad del país, había desaparecido el servicio de residencias que albergaba a estudiantes pobres, así como las subvenciones de bienestar universitario y había  aumentado el precio de la matrícula. Nunca se investigó esta masacre.

Y otra más dolorosa ocurrió el 30 de septiembre de 1985, “La masacre de la leche”, donde jóvenes e inexpertos militantes de la guerrilla urbana del M-19 asaltaron un carro repartidor de leche en el suroriente de la ciudad para regalarla a pobladores de ese deprimido sector de la capital. Doscientos cincuenta efectivos del ejército y la policía rodearon el lugar e iniciaron  una feroz cacería de los asaltantes. Todos fueron capturados, unos heridos, otros se entregaron ante la promesa de respetarles  la vida. Fueron fríamente asesinados en presencia de testigos, incluyendo a vecinos ajenos a la operación. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos rindió informe condenatorio por esta masacre donde hubo crímenes como  rematar a los heridos, no obstante lo cual la impunidad cobijó a los autores, oficiales del tenebroso F-2 de la policía.

Otro necesario respiro para sosegar el espíritu agobiado. Porque en 1988 vino la espantosa masacre de Segovia -Antioquia- en la plaza principal del municipio en castigo por haber votado mayoritariamente por la izquierda en las anteriores elecciones. 46 muertos y 43 heridos, acción paramilitar apoyada y encubierta por ejército y policía. A la que siguió en 1989 la atípica -por ser contra autoridades-, en el sitio La Rochela, Magdalena Medio santandereano; 12  jueces y funcionarios judiciales sacrificados por una cuadrilla paramilitar apoyada por militares, para robar el expediente de la investigación que adelantaban  por la desaparición de 21 comerciantes de Ocaña a manos de la misma alianza. Y en 1991 la masacre de Los Uvos -Cauca- por el ejército, 17 indígenas víctimas; a la cual siguió el mismo año la de la hacienda El Nilo, 21 indígenas acribillados por la policía al servicio de narcotraficantes. En 1992 la masacre del barrio Villa Tina en Medellín, acción policial  con nueve víctimas. Y en el mismo 1992, la de Mondoñedo entre Bogotá y Mosquera, seis jóvenes al parecer integrantes de la red urbana de las Farc, secuestrados, torturados hasta  morir  y desaparecidos sus cuerpos por oficiales de la Sijín, el organismo policial de inteligencia. Y en 1997 la horrenda masacre en el remoto Mapiripán  por paramilitares  transportados por el ejército, 49 asesinados. Y en 1998 en pleno casco urbano de Barrancabermeja, una operación conjunta de paramilitares, ejército y policía en un barrio popular, 32 víctimas.

Y ya iniciando el siglo XXI, año 2000, la también histórica masacre de El Salado en Bolívar, acción paramilitar coordinada con el ejército y la Armada Nacional que dejó, nunca se supo, entre 50 y 100 muertos. En el mismo año 2000, en la Cárcel Modelo de Bogotá, 38 penados acusados de guerrilleros, asesinados por paramilitares también presos allí pero bien provistos de fusiles surtidos por la guardia. Y en el 2005, la emblemática Comunidad de Paz de San José de Apartadó en Apartadó, reconocida y premiada internacionalmente, atacada por el ejército  masacrando su dirigencia y a un niño de meses. En el año 2017, el futuro Premio Nóbel de Paz, el presidente  Juan Manuel Santos, no sería ajeno a la tradición presidencial de asociar su nombre a una masacre, la cometida por el ejército y la policía el 5 de octubre de 2017 contra sembradores de coca en la vereda El Tandil en el  mísero municipio de Tumaco  cuando violando el Acuerdo de Paz suscrito con las FARC que le valió dicho premio, ordenó la erradicación vía militari de la allí sembrada. Ocho muertos y veinte heridos. Ni un militar contuso.

En el 2020, una matanza en Bogotá que aún gravita en la memoria y corazón ciudadanos, la de 14 jóvenes por la policía cuando protestaban por el asesinato a garrote  la noche anterior de Javier, por nada retenido en una sede policial. Hecho que detonó el estallido social de ese año y el siguiente, y que será  para bien, determinante en la elección presidencial de este mes de junio.

Y así, de llanto en llanto, llegamos a este 2022 al tema que nos traía, la masacre en el selvático y lejano Putumayo el pasado 28 de marzo, un festejo comunitario con baile, fútbol y riña de gallos, atacado por el ejército con saldo de 11  indígenas y campesinos inermes  asesinados. Iniquidad mayor si fuera posible, acción presentada con orgullo por el presidente de la República, su ministro de defensa y el comandante del ejército como modelo impecable de aplicación del DIH en Colombia. Masacre que pareciera haber colmado la copa de la indignación  del pueblo colombiano por la forma como sus gobernantes conjugan impunemente ese  repulsivo verbo.

La Masacre del Putumayo sin ser la más atroz como hemos visto, tiene los  elementos de execración de todas ellas:  se simuló un combate con estructuras narcoterroristas disparando a mansalva sobre gente indefensa que sabían inocente; se manipuló la escena del crimen colocándole armas a los cadáveres; se vejó  a los sobrevivientes,  debiendo estos ver impotentes cómo dejaban morir a sus familiares agónicos, o simplemente los remataban. Y  al final, el triunfante reporte oficial de criminales “neutralizados” después de fiero combate. Es decir, el horror de los “Falsos Positivos”, término con el que el país patentó la usanza militar de asesinar  jóvenes pobres cogidos en pueblos y caminos para presentarlos  como terroristas dados de baja en combate. Cifra documentada en 6.402. Horror que está en el ADN de la fuerza pública. Tanto, que la escandalosa revelación del fenómeno no les ameritó una palabra de contrición, reparación o enmienda. Y aún suscrito el Acuerdo de Paz con las FARC, la doctrina militar -el “enemigo interno”- y la  política de orden público  -la “seguridad democrática”- siguió siendo la misma, la cual lleva ínsitos el militarismo como ideología del poder,  la violación de los DD.HH como esencial a las operaciones,  y la fuerza pública como árbitro  de la conflictividad social.

Entonces, el crimen tratado donde murió una autoridad indígena, un matrimonio líder de la comunidad, una joven embarazada y un menor de edad, lo que demuestra  no es que hayan vuelto los Falsos Positivos. Es que nunca se fueron. Por si faltara la prueba de ello, ahí está el reporte del presidente Iván Duque; como una gota de agua, igual a los que sus antecesores emitían con cada una de las 6.402 víctimas anteriores, número ya icónico en Colombia:

“Continúa la ofensiva sin tregua contra estructuras narcoterroristas en todas las regiones del país. En operaciones de nuestra fuerza pública, se logró la neutralización de once integrantes de disidencias de las Farc y la captura de cuatro criminales más en Puerto Leguízamo (Putumayo). Felicitaciones a nuestros héroes”.

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