Colombia. El reconocimiento de identidades culturales en Colombia*
Si bien la Constitución Política de 1991 reconoce a Colombia como una Nación multiétnica y pluricultural, la verdad es que ha sido escaso el desarrollo constitucional en esta materia y los cambios que se pueden observar no obedecen primariamente a orientaciones o políticas estatales de ‘reconocimiento’. Los avances obtenidos han sido más el resultado de movilizaciones que realizaron los movimientos étnico-territoriales en los últimos años para defender sus derechos; movilizaciones que estuvieron marcadas por numerosos conflictos, a menudo violentos, con el Estado y otros actores económicos y políticos del país.
“…aun en los tiempos más oscuros
tenemos el derecho a esperar cierta iluminación,
que puede provenir menos de las teorías,
y más de la luz que algunos hombres y mujeres
reflejarán en sus trabajos, y sus vidas …”
Hannah Arendt
(“Hombres en tiempos de oscuridad”)
Fue un notable acierto del antropólogo canadiense Charles Taylor el haber traído al debate político los conceptos de ‘multiculturalismo’ e ‘interculturalidad’ en el contexto de la problemática de los pueblos étnico-territoriales y, en especial, el haber advertido sobre los conflictos que pueden presentarse en Estados multiétnicos, de no desarrollarse lo que denominó una “política de reconocimiento” de las diferencias culturales y étnicas1. Y es que ya para esa época (1992) —15 años antes de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (2007)—, se enunciaba, como ideal común de todas las sociedades, la visión normativa según la cual pueblos de origen cultural diferente requerían de un reconocimiento de sus particularidades culturales por parte de los Estados, a fin de posibilitarles la realización de sus proyectos de vida.
Si bien la Constitución Política de 1991 reconoce a Colombia como una Nación multiétnica y pluricultural, la verdad es que ha sido escaso el desarrollo constitucional en esta materia y los cambios que se pueden observar no obedecen primariamente —contrario a lo que los gobiernos les ha gustado declarar— a orientaciones o políticas estatales de ‘reconocimiento’. La sensación que tengo es que los avances obtenidos han sido más el resultado de movilizaciones que realizaron los movimientos étnico-territoriales en los últimos años para defender sus derechos; movilizaciones que estuvieron marcadas por numerosos conflictos, a menudo violentos, con el Estado y otros actores económicos y políticos del país2.
La perspectiva de que los grupos étnicos requieren un reconocimiento de sus diferencias era inaplazable, en la visión de Taylor, debido al nexo que existe entre ‘reconocimiento’ e ‘identidad’. El argumento de Taylor es que la identidad —entendida como la interpretación que tiene un grupo, de las características que lo definen y diferencian de los demás—, se plasma por el reconocimiento —o por su ausencia— de parte del Estado y de otros sectores de la sociedad. Es por lo tanto una construcción social que se define esencialmente a través del diálogo; en palabras de Taylor: “Mi identidad depende en modo crucial de mis relaciones dialógicas con otros”.
“Un destacado tema de estudio de la antropología es el de la identidad y las condiciones de su formación en el cerebro humano, como un hecho individual, pero que adquiere dimensiones colectivas muy variadas: identidades étnicas, nacionales, religiosas, políticas, sexuales y otras más. Por la antropología hemos llegado a entender que, identidades diferentes tienen la tendencia a repelerse, pero que, al requerir la coexistencia, buscan alcanzar un entendimiento —la bella y conocida parábola de Schopenhauer3 sobre los erizos, celebrada por Freud y por Nietzsche”4—. Ese entendimiento, como lo explica Taylor, solo es posible alcanzarlo por medio del diálogo.
Ha habido mucho debate sobre este tema y suficientes críticas a estos —hoy ya clásicos— paradigmas conceptuales de Taylor. Sin embargo, debido a la actual situación de extrema polarización política y la enorme gravitación que tienen los acontecimientos de los pueblos indígenas y negros para el resto del país, no resulta algo menor continuar hablando y debatiendo sobre ‘multiculturalismo’ e ‘interculturalidad’ en los términos definidos por Taylor —i.e. lógica de las diferencias—. A él le debemos haber sacado a la luz pública un tema que estaba oculto bajo la alfombra, provocando con ello un sobresaliente debate político sobre el estado de desarrollo de la Nación colombiana. Gracias Taylor.
Percibo, además, que este es un tema que forma parte de una de las principales preocupaciones de la recién constituida ‘Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición’ —en corto: ‘Comisión de la Verdad’—, particularmente el apremio por disponer de un relato sobre los conflictos étnicos, que ofrezca ideas para la superación de aquellos obstáculos que han impedido la edificación de la Nación intercultural, incluyente y democrática que hemos anhelado los colombianos; sobre todo un relato que reivindique la importancia —y riqueza— que tienen las particularidades étnicas y culturales para la Nación colombiana.
En el imaginario social de nuestra sociedad multiétnica y pluricultural, existe cierta definición dominante del ‘Otro’, del subalterno o minoritario —indio, negro, gitano, inmigrante, desplazado, homosexual, etc.—por los grupos en el poder, a la par que los grupos subalternos elaboran, a su vez, sus propias definiciones sobre los grupos dominantes. El ilustre antropólogo noruego Fredrik Barth desarrolló su teoría de las relaciones interétnicas sobre la base de que existen estas representaciones compartidas por ambas partes en lo que denominó la “Frontera interétnica”.5 Estas representaciones daban lugar a determinadas relaciones y reglas de conducta entre grupos dominantes y grupos subordinados. Diferenciar a grupos humanos por sus características políticas, étnicas, culturales, raciales o religiosas, es una práctica bastante común en las sociedades. No obstante, el argumento de Barth es que las fronteras étnicas no se trazan teniendo en cuenta estas diferencias, sino que las diferencias se buscan o se inventan, en función de unas fronteras que ya han sido trazadas y que definen el tipo de relaciones sociales que se presentan en una sociedad multicultural.
Se trata —nos dice Taylor— de relaciones sociales que involucran a dominantes y subordinados de manera diferenciada y desigual en varios campos, pero particularmente en la política y la economía. Al no tener igual acceso al poder y a los recursos materiales, se presenta una situación en la sociedad multiétnica, en la cual hay quienes ‘definen’ —incluyen o excluyen— y quienes son ‘definidos’ —incluidos o excluidos—, es decir, quienes reconocen y quienes son reconocidos. En una sociedad multiétnica, así jerarquizada, se encuentran formas históricas de interculturalidad en las cuales un grupo —el dominante— elabora el relato histórico oficial que define los códigos que deben regir a todos los miembros de una sociedad, mientras que los otros —los subordinados— le aportan a la sociedad, por ejemplo, la cocina tradicional, las artesanías, la música folclórica, los trajes típicos, en fin, muchas costumbres.
“El conflicto se presenta, cuando los grupos subordinados no admiten más los valores ligados a la jerarquía étnica establecida en esa sociedad multicultural, ni aceptan las representaciones dominantes, aquellas que asignan determinados roles al grupo dominante, por ejemplo, el de producir ministros, filósofos, científicos, políticos y empresarios, y a los subordinados, el de producir obreros, barrenderos, jornaleros y prostitutas”.6Conectándose con los apremios de los subordinados —sobre todo pensando en sus connacionales pueblos indígenas de Canadá—, Taylor plantea el reconocimiento de las diferencias culturales, como una necesidad humana que forma parte de la dignidad: “Un reconocimiento adecuado —nos dice— no es tan sólo una cortesía que debemos a nuestros prójimos: es una necesidad humana vital”.7
El deseo de reconocimiento, como lo establece Taylor, exige una aceptación con base en principios de igualdad y equidad, deseo y demanda de reconocimiento que devuelve el sentido de la vida y la dignidad de ser humano8, y que es transformada en reivindicación por los grupos subordinados. Es por esa vía que las diferencias culturales se transforman en diferencias políticas. Aún más, son esas diferencias culturales las que están en el origen de —y potencian— las diferencias políticas. La política, que para muchos politólogos es el resultado de enfrentamientos entre fuerzas antagónicas en el marco de la lucha por el poder, es para Taylor el producto de pugnas culturales no políticas —es decir, pre-políticas—, pero sin las cuales lo político no podría ser explicado: las diferencias culturales no solo anteceden sino que se encuentran en la razón de ser de ‘lo político’. Esto explica porqué el campo de la política está sujeto a toda suerte de interferencias subjetivas, pues es el campo donde luchan por el poder —por algo le llaman ‘arena’— seres humanos, en esencia complejos y ambiguos, con cargas ideológicas, pertenencias culturales, pasiones, incertidumbres morales e intereses terrenales diferentes, que conducen a que el estado de democracia que construyen esté lleno de encrucijadas e incertidumbres, y las instituciones que crean para gobernar y administrar justicia sean frágiles, volátiles y cambiantes”9
Pero hay dos aspectos más del razonamiento de Taylor que ilustran el alcance que tienen sus planteamientos para el fundamento de las decisiones que toman los pueblos indígenas y negros. El primero es que en el curso del desarrollo de una política de reconocimiento, es preciso tomar distancia del liberalismo económico, una doctrina que, al privilegiar al individuo sobre la comunidad, desconoce a esta última como fuente y soporte de una identidad colectiva. Por esa vía el liberalismo elimina las diferencias culturales identitarias, en nombre de un ideal abstracto de individualidad. El segundo aspecto tiene que ver con la crítica de Taylor a la tesis de que la política estaría por encima de las diferencias culturales. Una tesis que sugiere que es por la vía de la política que se superan las diferencias y se alcanza el igualmente abstracto ideal de ‘bien común’.
En un contexto de extrema polarización política, como la que actualmente se presenta en Colombia, las diferencias culturales ‘plurales’ —entiéndase ‘de muchos’— tienden a ser invisibilizadas o, en el mejor de los casos, reducidas a diferencias ‘duales’ —de dos polos—.
Usualmente los grupos dominantes en Colombia perciben aquellas reivindicaciones crecidas de las “politizadas” diferencias culturales, como políticas fundadas en ‘resentimientos’, es decir, invocadas por derechos supuestamente ‘espurios’, como es el de exigir indemnizaciones por la esclavitud padecida, es decir, reclamar ‘derechos a los cuales no tendrían derecho’10. Crece, sin embargo, un sentimiento en la sociedad colombiana a repudiar todo aquello que dificulte el reconocimiento al que legítimamente aspiran los pueblos indígenas y negros. Y la indignación que se genera en estos pueblos por la falta de reconocimiento ha sido determinante para sus movilizaciones políticas. Ejemplos hay por decenas en el Cauca y otras zonas indígenas del país, así como, recientemente, en el Pacífico. El paro de Buenaventura en junio de 2017 y los de Quibdó y Tumaco son muestras de ello.
La necesidad de una “sociedad decente” es un concepto central en el pensamiento de Avishai Margalit. Para él una sociedad decente es una sociedad que ha alcanzado un alto grado de desarrollo y civilización, en breve, una ‘sociedad civilizada’, cuyas instituciones no humillan a las personas sujetas a su autoridad y no les esquilman sus bienes, y en la cual sus ciudadanos no se agreden unos a otros11. Para Margalit, semejante a lo planteado por Taylor en su filosofía del Reconocimiento, se trata de explorar un camino que permita a los seres humanos vivir juntos sin lastimarse, sin humillarse, es decir, honrando la dignidad y respetando las pertenencias de todos—las materiales y las espirituales—. Este filósofo judío de ciudadanía israelí sabe de qué está hablando, pues ha sido espectador de muchas crueldades y humillaciones en su Nación multiétnica.
En el mismo sentido se expresa la politóloga Judith Nisse Shklar. Para ella la erradicación de la humillación y la crueldad es un asunto de suma importancia. Más que una ‘sociedad justa’, cuya materialización puede llevar mucho tiempo, para ella tiene prioridad la construcción de una ‘sociedad decente’, que erradique la crueldad y la humillación; una sociedad decente que posibilite el encuentro entre diferentes —y desiguales—, sinceramente interesados en construir acuerdos sobre los procedimientos a seguir para alcanzar un equilibrio entre ‘libertad’ e ‘igualdad’, que son los ideales próximos a una ‘sociedad justa’.12 Al igual que Avishai Margalit, esta humanista letona sabe de qué habla, pues perteneciente a una familia alemana de origen judío, que experimentó en carne propia las crueldades y humillaciones del régimen Nazi.
Estas notas no serían comedidas con el pensamiento de todos estos humanistas aquí citados, si no reflexionáramos a la luz de sus enseñanzas antropológicas, filosóficas y políticas, sobre la situación histórica particular que vive el país; reflexionar sobre lo que estamos haciendo para terminar de pasar la página de la guerra e indagar sobre la verdad que estamos buscando en Colombia; en fin, juntar todas las historias para elaborar ese relato multicultural que nos ayude a construir una “sociedad decente”.
En un texto anterior sobre Hannah Arendt, nos preguntábamos: ¿a cuántos colombianos no se les ha desarraigado de sus tierras por razones económicas, y humillado y mutilado sus vidas por razones raciales y culturales? Semejante a lo que vivió y sintió Hannah Arendt, ¿cuántos colombianos no han sido parias como ella, en su propio país, producto de ideologías totalitarias que les han usurpado el espacio público, excluyéndolos de todas las formas de relación interétnica, hasta el extremo de obstaculizar toda posibilidad de construir una sociedad justa?13
El Estado colombiano modernizó su Constitución Política en 1991. Esta Constitución señaló un modelo de Nación que los colombianos estábamos convocados a construir. Según esta nueva carta política, Colombia —que hasta ese momento era definida como una Nación mestiza— es reconocida como multiétnica y pluricultural. La suerte estaba echada: sin haber pasado por la mente de los Constituyentes las ideas de uno de los teóricos fundadores del socialismo europeo —el austromarxista Otto Bauer— el espíritu de la nueva Constitución retomó aquí uno de sus planteamientos: “La Nación es una comunidad de destino” (Schicksalsgemeinschaft). Dice Bauer:
“[…] únicamente el hecho de vivir y sufrir la comunidad de destino, [es] lo que crea la Nación. Comunidad significa, según Kant, interacción recíproca profunda. Solamente el destino vivido en interacción recíproca profunda y en constante relación mutua […interacción constante entre los compañeros de destino…] da lugar a la Nación.”14
El concepto de “interacción recíproca” en la conformación de la Nación es central: puntualiza que se trata de una construcción social, en la cual intervienen diferentes pueblos en calidad de “compañeros de destino”. Esta perspectiva abierta por Bauer es un precedente del multiculturalismo y un planteamiento teórico importante en la búsqueda de la convivencia de diferentes culturas dentro de un Estado multinacional. Siguiendo el curso de estas ideas y aplicándolas a nuestra realidad colombiana, podemos derivar que la ‘Nación colombiana’ es un proyecto que no ha sido concluido.15 Es aún un horizonte en perspectiva de construcción, una meta por alcanzar.
Después de entender el “desacierto” que según algunos constituyentes se había cometido al haber concedido demasiados derechos, el Estado intentó bajarle el perfil al reconocimiento que le había dado la Constitución a sus pueblos indígenas y negros, y otras diversidades. Pero ya era tarde. Estos pueblos no estaban dispuestos a dejarse arrebatar fácilmente los cambios que originó la nueva Constitución Política. Estos cambios han sido de una importancia proverbial pues esas identidades culturales —antes diversidades subvaloradas y descalificadas por reivindicar órdenes económicos colectivos, gobiernos autónomos y tradiciones culturales diferentes— se volvieron sujetos de protección constitucional. De allí que los pueblos indígenas y afrocolombianos defiendan con ahínco ese concepto de Nación definido por la Constitución. Ya Colombia no es más una Nación que le rinde culto a una sola tradición, cultura, lengua y religión, según el concepto de Nación homogénea heredada de España, modelo a seguir preferido por sectores ultraconservadores. Ahora las cosas han cambiado y la cuestión étnica se ha tornado en uno de los más importantes y complejos desafíos socio-políticos para el Estado y para la Nación colombiana.
Algo perturbador de esta ‘acción de reconocimiento’ del Estado hacia sus grupos indígenas y negros es que, a pesar de que a menudo trastabillamos al caminar con esos ‘compañeros de destino’ —que imaginaron los constituyentes— para conformar la Nación, hoy los colombianos discutimos a toda hora y en muchos espacios estos temas que antes eran asuntos de intelectuales. Sobre todo no son discusiones teóricas sino debates sobre lo que vemos en la calle: cientos de rostros, lenguas, ideas y atuendos diferentes. Y es desde esa perspectiva desde donde podemos —según Hannah Arendt— “esperar cierta iluminación”, pues son cada vez menos los colombianos que consideran que los indígenas y negros que han sido desplazados de sus territorios ancestrales son poblaciones que no merecen el más prolijo reconocimiento del Estado y la sociedad.
Especialmente favorecidos por este reconocimiento fueron los pueblos negros que, conscientes de que su supervivencia y futuro como culturas diferentes dependían de sus territorios, iniciaron un proceso de movilización para hacer valer los derechos territoriales que les entregaba la nueva Constitución. Los logros de su movilización no se dejaron esperar y el Estado expidió títulos sobre buena parte de sus territorios ancestralmente ocupados en la Región Pacífico. El Estado reconoció así —y mostró voluntad para saldar— la deuda histórica que tenía con ellos. Desarrollos políticos posteriores —a los cuales nos referiremos enseguida— desinflaron el entusiasmo que despertó en ellos este “reconocimiento”, que en su momento recibió el nombre de “apertura”: la Constitución colombiana ‘abría’ —literalmente— sus puertas y acogía a las culturas y pueblos excluidos de la Nación. Dos procesos que se desarrollaron casi simultáneamente, sin embargo, dieron al traste con esas bondades del reconocimiento constitucional a la diversidad étnica y cultural del país.
El primero consistió en que, a la vez que ocurría esa ‘apertura’ étnica y cultural, el gobierno de César Gaviria promovía una ‘apertura económica’ para sintonizar al país con las —en boga— doctrinas neoliberales. Los cambios económicos introducidos privilegiaban planes de inversión que eran apoyados por el Estado sin mayor consideración por el medio ambiente y las realidades culturales de las regiones. Esta apertura económica, que continúa y se intensifica durante el gobierno de Álvaro Uribe, desestructuró las economías de los pueblos indígenas y negros, pues el respeto y reconocimiento a las economías comunitarias quedaron sin piso cuando el Estado instrumentalizó una visión política que concibe a la Nación como un gran mercado en el que concurren sectores económicos en libre competencia. La Nación deja así de ser un tejido social diverso, multiétnico y pluricultural, que concierta las formas de Estado, del desarrollo y de la convivencia, tal y como lo expresa la Constitución. Y en abierta contradicción con el espíritu —de reconocimiento— de los constituyentes, que pensaron para Colombia un reordenamiento territorial que obedeciera a criterios históricos, geográficos, ambientales, ecológicos, culturales y étnicos, el Estado impulsó un ordenamiento territorial con las actuales inversiones nacionales, departamentales y municipales, centradas en macroproyectos extractivos, agroindustriales, hidroeléctricos y de vías de comunicación. Estas inversiones, en las cuales participa el capital transnacional pero también dineros provenientes del narcotráfico, modificaron las articulaciones locales, transformando las dinámicas económicas y culturales de las regiones.
En síntesis, con esta nueva racionalidad económica el Estado borró con el codo el ‘reconocimiento’ constitucional que había firmado con la mano. Una racionalidad económica que ha modificado —y continúa alterando— la territorialidad de los pueblos indígenas y negros, cambiando las funciones económicas de sus territorios en razón de las demandas económicas de empresas que organizan territorios y disponen de sus recursos —y hasta de la mano de obra nativa—, de acuerdo con sus intereses adversos a las necesidades de los pobladores nativos. Los procesos económicos que inducen estas inversiones llevan a que los pueblos indígenas y negros pierdan el control sobre sus espacios de vida. Sólo unos pocos pueblos que vienen oponiéndose al desplazamiento podrían salir bien librados del despojo y pérdida de control territorial16
En el segundo proceso, aún estaba fresca la firma de los títulos de propiedad colectiva sobre sus territorios, las comunidades negras no habían terminado de tomar posesión de ellos y de fundar sus órganos de gobierno creados por la Ley 70 de 1993 —Consejos Comunitarios—, cuando empezaron a ser desplazados violentamente de sus territorios17, arrebatándoles su disfrute y, sobre todo, la posibilidad de continuar con el proceso de reconstrucción y ‘descolonización’ de sus vidas en esas selvas de cuantiosas riquezas ambientales, a las cuales habían atado sus vidas después de huir de la esclavitud. Fue una nueva ‘diáspora’ negra, tan dramática como la que vivieron en el siglo XVI, cuando fueron arrancados de su nativa África para trabajar las minas de oro del Nuevo Mundo. Con un inconveniente adicional: se ocasionó un proceso de ruptura con un modelo intercultural, ensayado durante varias décadas de interacción con ambientes y pueblos indígenas embera y wounaan, tule y awá, de los cuales habían aprendido las artes para manejar la selva y el río, y con quienes compartían territorios y recursos.
Otro perjuicio adicional a la pérdida de entendimiento y ruptura del tejido social interétnico es la alteración que sufrió la gobernanza propia de las organizaciones, como resultado del reclutamiento forzado de jóvenes por los diferentes actores armados. Se trató de un reclutamiento por medio del cual estos actores subordinaban a las autoridades de las comunidades o las desplazaban de sus funciones de gobierno, instaurando otras formas de autoridad, más proclives a sus intereses económicos de extracción de recursos o apropiación de las rentas del narcotráfico.
Momentos dramáticos comenzaron a vivir las comunidades negras, cuando los desplazados —las víctimas—, en virtud de estos reclutamientos, terminaron siendo ‘victimarios’ y ejecutores de desalojos y desplazamientos violentos, perdiéndose de esa manera la identidad, el sentido de pertenencia a un colectivo y la solidaridad entre paisanos. Un dirigente negro del Pacífico lo expresaba así:
“Los hilos secretos de las tramas de la guerra en Colombia, una de las tantas a las que los afrodescendientes han asistido con banderas que parecen propias, están haciendo de ellos asesinos o asesinados, desplazados o desplazadores, pero en cualquier caso víctimas, abriendo la posibilidad de nuevas heridas y de un reciclaje constante y eterno de los odios”.18
En la medida en que se intensificó el conflicto armado interno en los territorios colectivos, los grupos armados —regulares e irregulares— desconocieron cada vez más a las organizaciones de indígenas y negros, obligando a sus integrantes, en no pocas situaciones, a participar de las contiendas armadas, a prestar apoyo logístico o a suministrar alimentos, quitándoles el resquicio de autonomía que todavía les quedaba.
Para vergüenza del Estado, que no cumplió con su misión de proteger a la población nativa que había “reconocido constitucionalmente”, las múltiples violencias ahogaron en sangre el sueño democratizador que inspiró la Constitución Política de 1991. La vergüenza es aún mayor: según investigaciones o resoluciones procedentes de diversas fuentes —relatorías de Naciones Unidas, Misiones de Observación, Corte Interamericana, Corte Constitucional colombiana— existen indicios de que estas graves violaciones de los derechos fundamentales de los pobladores indígenas y negros del Pacífico, registradas por los actores armados como “efectos colaterales” de enfrentamientos armados, tuvieron objetivos propios e independientes del conflicto armado interno. En efecto, el desarraigo territorial de la población afrocolombiana, indígena y campesina de la región, fue un objetivo más, y no una consecuencia inevitable de la guerra19
¿No es una forma de crueldad contra una población —la más vulnerable de la sociedad— que el Estado “dilapide” o les esquilme los recursos destinados a su salud? ¿No son actos de humillación a un pueblo, que infantes indígenas mueran por desnutrición? ¿Puede haber episodios más denigrantes de la condición humana que el que niñas indígenas de corta edad pongan fin a sus vidas para huir de condiciones inhumanas de trabajo? ¿No es acaso una forma de discriminación el acoso a los diferentes? Podríamos seguir enumerando los muchos ejemplos de envilecimiento de la naturaleza humana que apremian a que prioricemos la construcción de una ‘sociedad decente’, que erradique la crueldad, la impudicia, el irrespeto y la humillación al ser humano, tal como lo han pensado Avishai Margalit y Judith Nisse Shklar.
Siguiendo esta reflexión de Judith Nisse Shklar, ¿no sería más inteligente pensar en abordar —desde ya— la construcción de esa ‘sociedad decente’, antes de acometer la construcción de una ‘sociedad igualitaria’, una empresa que puede durar muchos años y cuya realización exige la existencia de un Estado competente, con capacidad y disposición20para contener los poderes de abusadores, humilladores, crueles y corruptos que han impedido la edificación de una ‘sociedad justa’?
He querido con este texto dar a conocer algunos puntos de vista que aspiro ayuden a construir una versión dinámica de la historia, una historia que no es solo lo que ha sido, sino lo que ha llegado a ser.
Para terminar, este texto no tiene más conclusiones que aquellas que están implícitamente enunciadas. Sacar más conclusiones es una labor que dejo a ustedes, amables amigos. En vez de esto y a manera de epílogo, traigo a colación unas palabras del escritor Václav Havel, militante comprometido con la democracia en su país —la antigua Checoeslovaquia—, que participó de las luchas que pusieron fin al férreo régimen comunista impuesto por la entonces Unión Soviética. Dice Havel:
“Estoy convencido que no podemos construir un Estado de derecho ni un Estado democrático, si es que no construimos… —aunque ello suene poco científico en los oídos de los politólogos— un Estado humano, ético, espiritual y cultural. Las mejores leyes y los mecanismos democráticos mejor concebidos no nos pueden entregar nada… si todo eso no está garantizado por determinados valores sociales y humanos”.21
* Un aporte desde la sociedad civil a la ‘Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición’.
** La noción de ‘sociedad decente’ es central en el pensamiento de Avishai Margalit. No se relaciona con ningún ‘lema’ de la actual campaña electoral.
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- Charles Taylor: “El multiculturalismo y la política del reconocimiento”, FCE, Madrid 2003.
- Charles Taylor: “El multiculturalismo y la política del reconocimiento”, FCE, Madrid 2003.
- En invierno los erizos sienten la necesidad de calor. Se buscan para calentarse, pero al juntarse se causan heridas con las púas. Pero si se alejan estarán condenados al frío. Se ven entonces obligados a encontrar la distancia óptima, la separación más soportable para no hacerse daño sin sentir frío. Según Schopenhauer, los hombres, a semejanza de los erizos en invierno, se juntan por “la necesidad de la sociedad surgida del vacío y de la monotonía de su propio interior (…) pero sus numerosas cualidades repulsivas y sus insoportables defectos los dispersan de nuevo. La distancia intermedia que terminan por descubrir y en la cual la vida en común se hace posible, consiste en la cortesía y las buenas maneras”.
- http://viva.org.co/cajavirtual/svc0560/articulo09.html
- Fredrik Barth: “Los grupos étnicos y sus fronteras. La organización social de las diferencias culturales” (1969)
- Espero haber interpretado bien a mi amigo canadiense, el antropólogo Pierre Beaucage —buen conocedor de los planteamientos teóricos y políticos de su compatriota Charles Taylor—, a quien le debo la ilustración sobre este tema y estas notas, que tomé de su charla en Santiago de Chile. Espero me excuse si no lo he citado correctamente.
- “La Corte Canadiense de Derechos Humanos censuró en 2017 el sistema de internados forzosos para niños indígenas, creado hace más de un siglo y administrado por la Iglesia anglicana, otras iglesias cristianas y la Iglesia católica con el fin de alejarlos de sus hogares y obligarlos a hablar inglés o francés para asimilarlos a la cultura canadiense.” Ver: Leopoldo Villar Borda, “La cara oculta de Canadá”, El Tiempo, Bogotá, 11 de marzo 2018: http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/leopoldo-villar-borda/la-cara-oculta-de-canada-son-los-prejuicios-192404
- El “doble carácter de la igualdad y la distinción”, que según Hannah Arendt, sólo se materializa reconociendo el factor democrático por excelencia, que es la ‘pluralidad humana’: “La Condición Humana”, 1993.
- Jaramillo, E. “Eclipse de los partidos políticos indígenas”. http://jenzera.org/web/?p=3323
- Observación de Patricia Tobón Yagarí, indígena embera chamí que hace parte de la ‘Comisión de la Verdad’, en una entrevista reciente, “El derecho a tener derechos.”: http://viva.org.co/cajavirtual/svc0568/articulo06.html. Para Hannah Arendt ser reconocido como ciudadano implica “el derecho a tener derechos”.
- Margalit, Avishai: “La sociedad decente”, Ediciones Paidós, 2010
- Shklar, Judith: “Los rostros de la injusticia”, Barcelona: Herder, 2010.
- Jaramillo, E.“A Hannah Arendt con amor”:https://www.servindi.org/actualidad/89072
- Bauer, Otto: “La cuestión de las nacionalidades y la social democracia.” México, Siglo XXI editores, 1979, p. 122
- “El problema de la imagen de Colombia como Nación se complica con las ambivalentes características de los mismos colombianos. Además de su tendencia reciente a ser los primeros en subrayar los aspectos negativos del panorama nacional, los colombianos continúan exhibiendo diferencias fundamentales en cuanto a clase, región y, en algunos casos, raza. Es por lo tanto un lugar común decir (y los colombianos son los primeros en afirmarlo) que el país carece de una verdadera identidad nacional (….) por lo menos si se compara con la mayoría de sus vecinos latinoamericanos.” David Bushnell: Estudiando a Colombia. LD del Tiempo, 1/12/2007.
- En el momento —marzo 2018— tiene lugar una tercera fase de la Escuela Interétnica, donde jóvenes negros, indígenas nasa, indígenas eperara siapidaara y campesinos de ocho ríos del Pacífico, reflexionan sobre fórmulas idóneas y estrategias comunes para blindar sus territorios colectivos de estas amenazas. Esta Escuela Interétnica empezó con las comunidades de la cuenca del río Naya, después que en abril del 2001 un grupo paramilitar realizara una masacre que cobro la vida de cerca de 50 indígenas, negros y campesinos y expulsara de sus tierras a un centenar familias. Ver: “García Hierro, P. y Jaramillo J., E.: El Pacífico colombiano. El caso del Naya. Informe 2, IWGIA 2008.
- Sucedió en el Bajo Atrato: en 1996 se entregó el primer título colectivo de tierras a las organizaciones negras de la zona e inmediatamente después fueron desplazadas. Sucedió también con las comunidades negras del Baudó diez años después: recibieron su título el 23 de mayo de 2007 y fueron desplazadas pocos días después, el 4 de junio.
- Carlos Rosero: “Los afrodescendientes y el conflicto armado en Colombia: La insistencia en lo propio como alternativa.
- A partir de los años noventa, irrumpe en la región una nueva clase empresarial, ansiosa por invertir recursos provenientes del narcotráfico en tierras, ganadería, proyectos agroindustriales, extracción de recursos y otras industrias, que han contribuido a desarraigar a la población nativa. Por otro lado, la llegada de actores armados ilegales —paramilitares y grupos insurgentes—, interesados coincidentemente con estos empresarios, en modificar la estructura productiva de la región, desestabilizó aún más las economías familiares y terminó de arruinar la ya debilitada institucionalidad de la región. Ver: El Pacífico colombiano…, op. cit.
- Para Shklar, son las propias instituciones y quienes las dirigen, los que tienen la capacidad de infligir daños al estar en sus manos los instrumentos de coerción e intimidación.
- Václav Havel: “Política como ética practicable”: http://americanuestra.com/el-heroe-europa-necesitaba/
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