Chile. ¿Por qué los ricos tienen derecho a pasarlo tan bien?: La urgencia de disputar qué es lo violento
Que levante la mano el que esté convencido de que al asistir a clases de ética Carlos Alberto Délano y Carlos Eugenio Lavín no van a volver a delinquir…
Que levante la mano el que crea que ese par de sujetos, aun cuando fueron condenados por la justicia como autores de delitos tributarios consumados y reiterados durante 5 años, no debieran ir a prisión… Uno, dos, otro por allá, y un cuarto por acá. Gracias.
Que levante la mano quien crea que el cabro chico flaite que se acaba de robar un celular en el Paseo Ahumada, ese al que le están dando como caja entre ocho transeúntes, se tiene que secar en la cárcel… ¡De a uno por favor!
¿Por qué los ricos tienen derecho a pasarlo tan bien, si son tan imbéciles como los pobres? ¿Por qué los delincuentes como los controladores del Grupo Penta son enviados a una universidad a estudiar como “castigo” por haber robado y este país no se está quemando por los cuatros costados?
La respuesta pareciera ser tan vieja como “la vieja” y tiene que ver principalmente con un asunto: si tienes o no a tu favor la capacidad de ejercer violencia sin que parezca violencia.
Porque las élites, los plutócratas, han hecho magistralmente bien la pega de reducir el concepto de la violencia solo a aquella que se ejerce físicamente. La otra, la de los intereses de los bancos, la de la colusión de los empresarios para subirle los precios de los remedios a los enfermos de cáncer, la de las pensiones de $96 lucas de las AFP pasan bajo esa lógica a ser defectos, “irregularidades” a corregir.
Y en esa tarea de limitar conceptualmente lo que es o no violento, colaboran por supuesto aquellos gobernantes que provienen de esa misma élite. Por eso usted ve hoy que sin ningún problema un tipo como Sebastián Piñera es capaz de decir en público que no es para nada contradictorio estar en desacuerdo con la apología a la tortura realizada por Jair Bolsonaro, pero a favor de su proyecto económico. Lo primero, como sabemos, implica el ejercicio de una agresión física; lo segundo, no.
Pero también son funcionales a esa reducción perniciosa los periodistas, los comunicadores con los que gran parte de la población se “educa”, caracterizados no solo por estar cooptados por el poder, sino que también por esa muy poca capacidad reflexiva que evidencian. Y ese combinado, servido con imágenes de destrucción y la ira del automovilista al que le cortaron la calle por la marcha como picadillo, te manda a la lona. Por eso el periodista del canal de televisión se escandaliza cuando ve a un encapuchado arrojar una piedra, y no cuando está reproduciendo el insólito interés que debe pagar el angustiado deudor del CAE al que entrevista por décima vez.
El concepto, las formas de la violencia, se deben disputar también en el terreno de lo discursivo. Hay que resignificar esa palabra. Y el último tiempo pareciera que hemos estado perdiendo esa batalla. Salir por ejemplo a defender públicamente lo obrado por un tipo como Ricardo Palma Salamanca -incluso el ajusticiamiento de Jaime Guzmán- no te transforma en un potencial asesino o en su cómplice. Simplemente te instala justamente fuera de ese reduccionismo básico, maleducado, carente de problematización, que le acomoda a aquellos que no necesitan usar un arma que dispare balas para ultimarte. Cuando han creado una carta magna que regirá la vida de toda una sociedad en favor de unos pocos y en perjuicio de una mayoría, han cometido el crimen perfecto sin derramar una gota de sangre.