Chile. La servidumbre filosófica
Si a uno le “va bien” en la vida, si sus negocios son prósperos, es virtuoso y vive con austeridad, es seguro que se salva. En cambio, si uno solo tiene desgracias y pobreza en esta vida, seguro que está condenado.
(Jehan Cauvin, llamado Calvino).
Nota: Los párrafos en cursiva son textuales; las acotaciones entre paréntesis corresponden al cronista.
Todo acto humano, por trivial que parezca, lleva implícito el sello de una filosofía, entendida como forma de comprender el mundo y de aprehenderlo, reflejado en una cultura que nos marca con el quehacer colectivo en permanente evolución, a través de sus variadas esferas de influencia. Es la circunstancia a la que se refiere Ortega y Gasset. Por ello, no hay acciones inocentes, en el sentido de carecer de pre-juicios, aunque éstos no se manifiesten con los rasgos de una intencionalidad evidente. Yendo un poco más allá, en las redes del comportamiento social, donde actuamos a diario, colegiremos que los hechos que producimos contienen un componente político, concebido como causa y efecto en el complejo ámbito de las relaciones humanas. Vicente Huidobro decía que hasta el canto a la rosa lleva en sí un sesgo ideológico. La pura objetividad sólo es posible en el terreno de la ciencia empírica.
Los románticos pensaban que el ser humano nacía como una página en blanco y que su comportamiento se forjaba a través de la educación. Hoy se ha establecido que el individuo trae en sus genes una especie de “disco duro”, en el cual vienen grabados datos, caracteres e inclinaciones que se remontan a los orígenes de la estirpe. Quizá se trate de un desvelamiento científico de los códigos que Platón metaforiza en las imágenes de su caverna, antesala paradigmática de las ideas, aunque esta asociación pueda parecer atrevida y aun arbitraria a los filósofos contemporáneos.
Sigmund Freud, a través de la psiquiatría, desvirtúa aquel supuesto “estado de inocencia” del “buen salvaje”, que preconizara Rousseau y atribuye a la criatura humana tendencias subconscientes ligadas al aún vago apetito sexual, en la pugna primaria de Eros y Tánatos, que nunca nos abandonará. El cristianismo, sin explicitarlo a través de la genética o de la psicología, considera la marca indeleble del pecado original como impronta definitoria de la conducta humana. El hinduismo habla del karma y de la eterna transmigración de las almas, en constante proceso de perfeccionamiento. Otros credos sostienen su cosmogonía en determinaciones fatales e inextricables del destino.
No estaríamos, pues, circunscritos a los estrechos límites temporales de nuestro nacimiento y nuestro deceso. Los conceptos y sus vínculos asociativos se originan en remotas edades y parecen prolongarse en el impredecible futuro de la descendencia.
Estas consideraciones debieran ser parte sustantiva de nuestro reflexionar histórico, que se limita hoy a sobreestimar los apremios de una contingencia enmarcada en el día a día, nutrida, como fatal entelequia, de afanes políticos y electorales de corto alcance, o sobre la base de un exitismo apremiante que se torna en mirada miope de la existencia, prefijando metas falaces para consumo de las masas.
Por otra parte, la vigencia de las ideas que una época imprime en las generaciones coetáneas suele perdurar más allá de los cambios económicos y tecnológicos que la van dejando atrás. Esta es otra de las cuestiones que inquietaban a don José Ortega y Gasset: la velocidad de los cambios tecnológicos –en 1920– era muy superior a la actualización de las ideas, lo que podría llevar al advenimiento de una suerte de primate tecnologizado… Observemos a nuestro alrededor. No estaba errado el pensador español.
Así, por ejemplo, la generación de nuestros padres, activa y en plenitud en las décadas del 40’ al 60’ del pasado siglo XX, aún vivía bajo el influjo del positivismo de Auguste Comte, pese a que éste se considerase superado ya, entre pensadores y académicos europeos, por otras doctrinas e ideologías (fenomenología, marxismo, existencialismo, neoliberalismo). Para aquéllos, las expectativas de progreso y mejoramiento de las condiciones de vida parecían un camino ilimitado, debido a los prodigiosos adelantos de las nuevas tecnologías, vistos como panaceas ante la decrepitud, la enfermedad y la muerte.
No obstante, desde aquel prisma, estrecho y sesgado, según la evolución tardía del pensamiento respecto de los avances tecnológicos, se juzgaba la realidad de acuerdo a parámetros que se volvieron lugares comunes, agotados en significaciones estériles. Es lo que ocurre hoy en día, cuando se trata de articular políticas de corto plazo que subestiman o desechan de plano consideraciones esenciales, como son el impacto ambiental sobre un planeta que comienza a mostrar los deterioros infligidos a su organismo vivo por el “rey de la creación”; asimismo, los cambios educacionales, cuyos frutos no se apreciarán antes de dos o tres décadas. Se insiste en visiones de la realidad que corresponden a exigencias del presente inmediato, cautelando intereses de individuos y grupos que conciben el mundo como parcelas acotadas de su propiedad.
Entretanto, se exacerba una política económica de resultados “macro”, cuyos beneficios mensurables apuntan a la concentración del poder financiero y al control y usufructo de los privilegios por parte de una clase entronizada en el poder, que se ha hecho fuerte, además, en los ámbitos de la educación y la salud, transformados en negocios rentables para sus propietarios, y en servicios onerosos o precarios para la inmensa mayoría de los chilenos.
Como contrapartida, se lleva a cabo, hace cuatro décadas, una política subsidiaria, acorde con un modelo de Estado constreñido, para paliar los efectos del empobrecimiento de la clase media y la depauperación de los estratos asalariados, mediante la entrega de bonos y ayudas que no mitigan la fractura social, sino que propenden al aumento de la brecha de inequidad que agobia a la sociedad chilena, y que se arrastra desde los inicios de la política neoliberal aplicada por la dictadura, bajo el falso eufemismo de una supuesta “economía social de mercado”, de tácito equilibrio.
La filosofía imperante no es otra que la del calvinismo, inserta en la medula del pragmatismo estadounidense, recibido y practicado en Chile como oráculo y dogma único, desde Pinochet, pasando por los cuatro gobiernos concertacionistas, para acatar sus presupuestos de manera aún más ortodoxa, si cabe este término para definir las brutales políticas con que se maneja la globalización, al servicio de los grandes consorcios financieros del mundo, retroalimentados por el espejismo de la Bolsa.
Hay quienes opinan que el papel de China, cada vez más preponderante en el concierto internacional, pudiera introducir cambios en la superestructura de los poderes planetarios, aunque esto, creemos, no constituirá un beneficio inmediato para las masas desposeídas, menos considerando la virtual esclavitud a que están sometidos los trabajadores chinos, por no mencionar a los siervos de la llamada “pujante” India milenaria.
Nuestros grandes empresarios siguen actuando como seres elegidos por una inextricable divinidad. Así, se niegan a cualquier cambio que amenace sus prebendas, vaticinando el más terrible caos si se altera alguna tilde de la espuria Constitución del 80… Quizá sin percatarse, en su espíritu habla el propio Calvino, sustentándoles la “recta doctrina”, venida como revelación desde lo alto:
Uno de los problemas capitales que se plantearon dentro del calvinismo es el de conocer los “signos de Dios”, esto es, lo que hace posible saber a qué está uno “predestinado”. Según Calvino, y más todavía algunos discípulos calvinistas, estos signos se manifiestan en la “recompensa económica”, que “señala” a los “elegidos”. Los calvinistas acentuaron por ello las virtudes de la sobriedad, el ahorro, el trabajo esforzado e intenso, la responsabilidad y el valor de la palabra empeñada. (Valores propugnados y puestos en práctica, sin duda, por la primera burguesía emprendedora de la Revolución Industrial ).
En las religiones donde imperaron los principios calvinistas se tendió al desarrollo de la industria y el comercio… (La Iglesia católica se mantuvo al margen del proceso; éste sería uno de los factores del atraso industrial de Italia, España y Portugal respecto de los países protestantes: Alemania, Inglaterra, Holanda, y su discípulo predilecto: los EEUU de Norteamérica).
El llamado “espíritu de empresa capitalista” se ha asociado por ello con frecuencia con el calvinismo, el cual figura en parte prominente en la tesis de Max Weber sobre la estrecha relación entre “protestantismo” y “capitalismo”. (Extraído del Diccionario de la Filosofía, de José Ferrater Mora).
Alguien me retruca que los empresarios chilenos no son calvinistas; es posible que ni sepan quién fue Calvino. Cierto, pero su más excelso paradigma ha sido, y sigue siendo, el empresario estadounidense, al que invitan de modo asiduo para que profiera conferencias y charlas sobre “emprendimiento”, “innovación” y “nuevas estrategias”. Se le considera un gurú de incuestionable sabiduría en materias económicas, desde la incorporación de los célebres Chicago Boys, en tiempos del gran mílite, aunque el expositor no cese de repetir, con “atractivo” acento gringo, lo que está en todos los manuales de marketing y administración de empresas, sea en librerías o en el amplio espectro de la web.
Sería injusto achacar sólo a la elite del empresariado chileno el soberbio prurito de la elección “divina” o “natural”. También existen en Chile ciertos profesionales que, por la estructura socioeconómica de nuestra sociedad, son beneficiarios de privilegios irritantes, como médicos (brujos de la tribu), ingenieros, arquitectos, abogados, notarios, diputados y senadores, cuyos ingresos superan ampliamente a los generados por otras profesiones u oficios que requieren un nivel semejante de estudios y experiencia.
En un reciente foro de televisión, una pobladora, que afirmaba mantener a sus cuatro hijos con un ingreso mensual de doscientos mil pesos, inquirió a un político empresario: -¿Y usted, cuánto gana? Se produjo un silencio incómodo. El prohombre titubeó, respondiendo: -Y eso, ¿qué tiene que ver?… La moderadora salió en presto auxilio del emplazado, para confirmar que aquella pregunta era inoficiosa e impertinente.
En la década de los 70’, un vendedor de Química Hoechst visitó la casa matriz en Frankfurt. Le llamó la atención que, en el vestíbulo de cada uno de los departamentos o secciones de la compañía, colgaban pizarras con los nombres de quienes trabajaban allí, indicando sus respectivos sueldos. La sorpresa fue mayor al constatar que la diferencia de salario, entre el rango de un cargo a otro, no excedía de un diez por ciento.
¿Sería posible implantar semejante procedimiento en las empresas chilenas? Inconcebible; ello constituiría un atentado a la libertad de ganancias y beneficios y a la libre decisión de sus mesiánicos mandantes.
Ahora bien, bajo los preceptos de la filosofía del poder en boga, ¿quién entre nosotros podría discutir la legitimidad del reparto entre los elegidos?
Es posible que estemos bajo la servidumbre filosófica de ideas trasnochadas y obsoletas… Lo que sí constituye un hecho irrebatible, es el miedo de los sostenedores del poder ante los cambios que se avecinan (o que debieran avecinarse o que esperaríamos que advinieran).