Chile. Elecciones: entre el cielo y el infierno
Insignes dirigentes sociales no han tenido el valor para pasar desde las reivindicaciones de sus intereses en tanto trabajadores, a una etapa en que asuman que esas luchas son también políticas y deben darse en ese terreno
Que la ultraderecha y la ExConcertación hayan hecho de las elecciones los momentos en los que despliegan su método de mentir, manipular y engañar para mantener sus intereses, no desprestigia la esencia democrática de ese proceso, sino retrata un sistema podrido hasta la madre.
Para decir las cosas como son, para que exista corrupción se necesita dos: uno que corrompa y otros muchos que no dicen mucho más que esta boca es mía.
Y llegados a este punto, la responsabilidad de la izquierda y de quienes hacen gárgaras con su tenaz oposición al neoliberalismo, se hace patéticamente dramática.
Las elecciones, que son una cosa seria porque legitiman todo lo que existe, se han ido instalando como un patrimonio exclusivo de los corruptos con el argumento, falsamente de izquierda, de que serían una rémora burguesa, una forma antidemocrática, una trampa de los poderosos para embaucar al pueblo y una herramienta de dominación.
Peor aun, han convencido a las organizaciones sociales que las elecciones son de propiedad exclusiva y excluyente de los partidos políticos. Insignes dirigentes sociales no han tenido el valor para pasar desde las reivindicaciones de sus intereses en tanto trabajadores, a una etapa en que asuman que esas luchas son también políticas y deben darse en ese terreno.
Otros afiebrados que sueñan con sierras maestras y asaltos a los palacios de invierno, no consideran las elecciones populares como un medio revolucionario.
Y, a la vez, es el argumento de los infiltrados en las variopintas filas de la izquierda, que levantan esas falacias para aumentar la temperatura de los más exaltados.
Es cierto que, en el otro extremo, hay quienes creen que las elecciones, por sí solas, pueden llegar a algún lado.
La verdad es que las elecciones, tal y como existen en este país dirigido por ladrones y tramposos, pueden llegar a ser momentos importantes en la lucha del pueblo, transformadas en una herramienta valiosa si tienen un propósito y se incluyen en una estrategia de poder que considere todas las formas de lucha necesarias.
No hay ejercicio más democrático que aquel en que cada persona vale un voto, respecto del cual puede informarse, discutir, proponer, oponer, apoyar y sobre todo ofrecer a la consideración de sus pares.
Desde la asamblea del barrio, hasta el sindicato y desde la federación de estudiantes, hasta en el consejo de curso, las elecciones cumplen un rol de estabilidad democrática y expresión de la soberanía popular.
¿Habrá otra forma de considerar democráticamente el parecer de mucha gente o elegir sus representantes que la mano alzada o el papelito depositado en una urna?
Ningún parlamento, politburó o directorio jamás podrá reemplazar legítimamente la voluntad popular expresada mediante la opinión de todos y cada uno de los ciudadanos, militantes o socios.
Luego, cosa diferente, son las elecciones amañadas por los poderosos, el dinero, el cohecho, la amenaza y sobre todo por la desinformación que busca perpetuar el orden dominante manipulando un mecanismo hasta hacerlo perder su cualidad democrática.
Para la derecha, eso de que cada ciudadano vale un voto, es un ejercicio despreciable, aunque útil.
En su convicción autoritaria, bastaría con que un grupo de iluminados impartiera órdenes, leyes o bandos para que la cosa anduviera mucho mejor que como anda por medio de instituciones de representación democrática.
O, mejor aun, celebrarían el retorno del voto censitario el que solo podía emitir el hombre mayor, poderoso y culto.
Asumen la democracia como un mal menor, como una debilidad de la sociedad y de poder hacerlo, hace rato que este país habría vuelto a ser considerado un regimiento o una cárcel. La diferencia es casi semántica.
Es la derecha la que siempre ha intentado, y lo ha logrado con perita eficiencia, corromper las instituciones democráticas como las elecciones, por medio del cohecho, la corrupción, la compra y venta de votos, el engaño utilizando sus medios de comunicación, estimulando el miedo por la vía de administrar la ignorancia y ciertos credos religiosos.
Y de paso, ha convencido a casi todos los dirigentes de los sindicatos, federaciones y colegios profesionales, que solo deben pelear por sus intereses laborales y solo en ese dominio.
De hecho, en el último medio siglo los movimientos progresistas de América Latina han podido avanzar mediante estrategias de poder en las que las elecciones han sido el vehículo que ha acompañado todo el proceso. Y en ese lapso las organizaciones sociales han jugado un rol político que ha ido más allá de la chaucha y el peso.
Los errores, los dogmatismos, los personalismos y las egolatrías de esas experiencias son las lacras que les han hecho muy mal a esas experiencias, no los procesos electorales.
Contra todo lo que se diga y afirmados en experiencias recientes, no son ni el cielo ni el infierno, las elecciones pueden llegar a ser un arma mucho más peligrosa que un fusil si se les considera como parte de un proceso de movilización popular, entendido como aquel que es capaz de seducir a millones tras una idea de liberación y justicia.