Chile / Cultura. Naturaleza del Quique
Pudiera ser la cercanía del mar, las olas que revientan con una monotonía hipnótica cualquiera sea su envergadura, eso tal vez me ha hecho recordar al Quique en un derrame de imágenes y preguntas, y lo primero es su metro noventa en la cancha de baldosas de la antigua Escuela Normal Abelardo Núñez, edificio de la universidad donde nos conocimos, levemente distanciado de la pichanga que se jugaba a otra altura. Nadie sabe por qué estudió Periodismo durante un semestre y nadie sabe por qué venía de un año entero de Antropología en la Universidad Austral de Valdivia. Lo único que al parecer le quedó de esos estudios en el sur fue la sentencia El rito es la consagración del mito, que acaso pertenezca a Claude Levy-Strauss, y cuando pienso en ello lo escucho repitiéndola en medio de la pichanga, pero tal vez se trata de un recuerdo inventado.
Ahora que las olas revientan una tras otra también lo oigo decir: Yo puedo venderte cualquier cosa. Pásame algo y yo te lo vendo. Pues a lo mejor el Quique era de la clase de los vendedores y se creía poseedor de algún don, de alguna habilidad innata, y por eso tal vez había estudiado un tiempo Antropología y otro Periodismo, pues no le importaba mucho el fondo de las actividades, el asunto es que en algún momento, tarde o temprano, uno debía salir a vender.
Y aunque solo coincidimos durante seis meses de carrera en los que esporádicamente entró a alguna clase y luego desapareció y nadie lo echó de menos, mantuvo por los siguientes quince años una amistad ritual en la que su fidelidad al tiempo compartido lo hacía aparecer una y otra vez como un cometa para luego perderse en órbitas que podían prolongarse por varios años. De repente se anunciaba en el teléfono o por citófono como si nos hubiésemos visto el día anterior, siempre la misma voz destemplada: ¡Qué pasa, fiera! Me hacía un resumen de su vida, la que según mi memoria seguía igual, como la foto de una clase media desteñida. La hemiplejia de su padre, a quien cuidaba la madre y a ratos también él. Su novia eterna, la Jupi, a la que nunca me había presentado y hasta parecía un invento suyo para esconder otra cosa. Lo único que iba cambiando con el tiempo eran sus trabajos, después de terminar unos estudios técnicos de Administración de Empresas en algún instituto de poca monta.
Pero incluso esos empleos parecían diferentes emanaciones de lo mismo, acaso por su declarado espíritu de vendedor, y recuerdo también que si entonces uno trataba de apartarlo de sus temas no era raro oírlo comentar con tono algo resignado “son las aberraciones humanas”, y no es que estuviésemos hablando de pedofilia, coprofagia, canibalismo ni nada por el estilo, sino de un amplísimo grupo de conductas o ideas que no le interesaban en lo más mínimo, me refiero a todo lo que no fuera o sonara convencional. Todo aquello no tenía ninguna cabida en su vida.
Digo que sus empleos o las experiencias que me contaba sobre ellos eran como las metamorfosis de algo que no variaba de naturaleza, así estuviese en una oficina de partes en una repartición pública o como jefe de un equipo de vendedores en una embotelladora, donde su pega, por lo que yo entendía, era visitar las botillerías de la zona poniente para supervisar la venta de cerveza. Cada uno de sus vendedores tenía metas asignadas y esas metas iban subiendo mes tras mes, así que la idea era que en la zona poniente, lo mismo que en todas partes, la gente bebiera cada vez más cerveza, siempre un poco más. Yo me preguntaba cuál sería el punto en que las metas se podrían estabilizar, pero no le decía nada al Quique aun cuando alguna vez lo acompañé durante parte de su recorrido por las botillerías. No paraba de hablar por celular con su equipo de ventas, presionando a su manera, broma tras broma, yo lo oía y lo veía, y lo sentía uno con su trabajo, feliz.
Pero no fue, según recuerdo ahora, la única oportunidad en que lo vi feliz. Cada vez que irrumpía en mi vida se mostraba entusiasta, acaso demasiado, digamos al borde de la euforia, y en esos momentos me llamaban la atención sus ojos, la pupila dilatada y sobre todo el iris rodeado de blanco, con el párpado superior recogido; era la misma expresión para hablarme de la Jupi o la hemiplejia de su padre. Pero digo que en otra ocasión también lo vi feliz y pleno, uno con su actividad –si es que esto representa el colmo de la dicha–, fue en los tiempos de la estación de servicio o bomba de bencina, como las llamaban antes, donde había conseguido el puesto de administrador. Esto es mucho más que administrar, me advirtió, como si yo tuviera algún reparo en la punta de la lengua. En el idioma del Quique, más que administrar quería decir preocuparse de los aspectos comerciales de la bomba, pues la estación, me dijo, era mucho más que vender combustible. Había una serie de productos comerciables, tanto para los vehículos como de otra índole. Digamos que en la bomba de bencina se podía vender casi de todo, desde best sellers hasta unos peluches enormes, y entonces esa vez vi al Quique dentro de su overol y con su jockey de la compañía petrolera, uno con ella, uno con sus deberes, con los ojos muy abiertos, y se me vino a la mente la frase suya de las aberraciones humanas pero acompañada de algo más, algo como una sombra sin consuelo que pena sobre las almas.
Digo que las olas, su espuma, van borrándolo todo y me dejan como saldo los ojos desmesurados del Quique e intento sumergirme en el otro lado de los recuerdos, donde no hay imágenes sino elucubraciones, y trato de hacerme una idea de esa parte de la órbita mucho más extensa que la que yo conocí, donde desaparecía de mi vista, de mi vida y hasta llego a pensar que de la suya propia, como si esos intervalos no correspondiesen a las profundas fases depresivas de su existencia, sino a los períodos en que era abducido por una nave extraterrestre, dentro de la cual unos seres muy distintos a nosotros se dedicaban a examinarlo y a estudiarlo, trataban de comprender su naturaleza, sus motivaciones, y al cabo de unos esfuerzos agotadores se declaraban incompetentes y volvían a enviarlo a la Tierra para que siguiera vendiendo, pero luego de un tiempo se daban otra oportunidad, porque los extraterrestres son porfiados y bastante orgullosos de su inteligencia, y vuelta a abducirlo mediante un rayo, y vuelta a examinarlo de pies a cabeza, por dentro y por fuera… y vuelta a mandarlo a la Tierra, igualmente decepcionados de sí mismos.
Hasta que un día, de esto hace más de diez años, el Quique desapareció para siempre, al menos de mi vida. Cabe la posibilidad cierta de que se haya casado con la Jupi o bien haya muerto su padre hemipléjico; cualquiera de los dos hechos podría hacer alguna mella en su naturaleza o acaso terminar de encapsularla. Pero más me gustaría pensar que unos seres de otro planeta se aburrieron de examinarlo en vano y decidieron llevárselo a dar vueltas por la galaxia para que en todas partes se conozca esta clase de vida que puede surgir en el Universo.