Atentado terrorista, Plácido Domingo destroza la copla española
Hijo de cantantes de zarzuela, Plácido Domingo (Madrid, 1941) pasó su infancia en México, país en el que sus padres se habían instalado con su propia compañía lírica. El pequeño cayó   en las garras del género chico y pronto se convirtió en un brillante alumno del Conservatorio de la capital azteca. Se inició como barítono, aunque en breve tiempo asumía las funciones de tenor. Sus primeras actuaciones fueron en una modesta empresa musical creada por sus padres, durante una gira por la patria de Emiliano Zapata. El debut del joven Plácido se produjo en 1957 como barítono, en la zarzuela Gigantes y Cabezudos, y luego   tenor, cantando Rigoletto en 1959. Al año siguiente, en la Opera de Ciudad de México, obtiene su primer papel importante, haciendo el papel de Alfredo, en La Traviata,   continuando su carrera, sin gran fortuna, hasta que en 1969 debutaba en Europa (Scala de Milán) cantando Hernani de Verdi.
Convertido en una de las figuras más importantes de la lírica mundial, Domingo actúa en los principales escenarios con un repertorio de más de 70 papeles, abarcando roles principales en obras de Donizetti, Verdi, Wagner, Mozart y Strauss. A finales de los años ochenta compartía escenario con dos importantes colegas: José Carreras y el tristemente desaparecido Luciano Pavarotti, en el espectáculo comercial bautizado como Los Tres Tenores, con el objetivo de celebrar conciertos multitudinarios y acercar la lírica al gran público. Desde 1993, trabajó en la creación del más renombrado concurso de canto Operalia, y en la dirección artística de Los Angeles Music Center Opera, además de la Ópera de Washington. Últimamente se le ve más con la batuta en la mano que interpretando papeles  operísticos.
Para los expertos, Domingo es un tenor melífluo, algo impostado, pero incapaz de desafinar en toda su carrera. Su voz no es espectacular ni brillante, como la del desaparecido Luciano Pavarotti, ni tiene la nitidez deslumbrante del inigualable Alfredo Kraus, a quien los Tres Tenores rechazaron como compañero, porque la figura del cantante de origen canario había sido relacionado con la dictadura de Franco. Al parecer, Plácido se olvidó de ese detalle cuando afirmó en un programa de TVE que “Comprendía muy bien la llegada al poder del general Pinochet, porque los comunistas estaban destrozando Chile”. De la misma forma, sus elogios a George W. Bush, han sido frecuentes en cuantas cenas, actos y presentaciones coincidió con el genocida presidente. En su discografía existen álbumes de un cierto rigor interpretativo, peor a millas sonoras de los imprescindibles legados de Tito Schippa, Beniamino Gigli, Enrico Caruso y el mismo Kraus. Pero lo verdaderamente insoportable, lo más parecido a los autoatentados de Bush, son sus discos dedicados a la música popular. 
   
La megalomanía de algunos cantantes mimados por la fama y el dinero, es atreverse a lanzar a través de su garganta todas las obras que se le crucen en el camino, porque jamás, ni en su entorno, ni en los medios de comunicación de la omnipresente Falsimedia, se ha puesto en duda la calidad, oportunidad y belleza de productos como los que Domingo acostumbra a editar, sin que se sonroje siquiera su familia. Con una osadía rayana en la paranoia, el tenor se ha dedicado a destripar, a descuartizar, música popular de variopintos orígenes, dejando en el aire esa hermosa voz, carente de una mínima emoción, matices o sencillez. Es la diferencia sutil y precisa entre un cantante (por ejemplo, Plácido) y un intérprete (por ejemplo, Carlos Gardel). Estoy absolutamente convencido de que en los conservatorios del mundo hay algunos domingos, pavarottis o carusos en ciernes, pero las miles de circunstancias y oportunidades, coincidencias (right time, right place) de todo tipo, y sobre todo las decisiones, también políticas, logran que de entre los candidatos salten a la fama únicamente los excelentes, pero cortados por un patrón unívoco: la complacencia ante el capitalismo salvaje. Es extraño, cuando no imposible, que en el mundo de la ópera no hayan destacado jamás tenores, bajos, contraltos, sopranos, cuya ideología no fuera la que impone el mercado.
En la extensa lista de crímenes canoros cometidos por Plácido, hay barrabasadas de todos los calibres. Comencemos por el álbum De mi alma latina, en el que el de origen madrileño, residente en EEUU, contribuyente en varios paraísos fiscales, hace añicos obras de una belleza indiscutible: Aquellos Ojos Verdes, Solamente Una Vez, Noche de Ronda, Manhâ de Carnaval, Alfonsina y el Mar o Gracias a la Vida (si Violeta Parra levantara la cabeza…). No contento con la hazaña, el tenor que comprende a criminales como Pinochet edita en plan dominguero otra colección de versiones mexicanas para sádicos, que hasta hoy ningún buen aficionado ha soportado estoicamente. El CD titulado Cien años de Mariachi, hubiera sido razón suficiente para que Pancho Villa hubiera fusilado con pedorretas al tenor. Nunca rancheras tan hermosas como La Malagueña,  Ella,  ¡Ay, Jalisco No Te Rajes! , El Jinete  o Si Nos Dejan, alcanzaron tal aroma de mediocridad.
Plácido no se detiene en su mortífera carrera: las canciones del maestro Lecuona (otro paranoico de cuidado, aunque excelente compositor) sufrieron la agresión gratuita del tenor, que llega casi al crimen más imperfecto cuando, con premeditación y alevosía, cercena de cuajo todo el dramatismo del tango argentino, violando las más elementales reglas del respeto a las obras monumentales, cuando se encarga de cantar Caminito, Volver y torturar a los amantes de la genial canción El dia que me quieras. En un momento que supongo de borrachera de champán Dom Perignon o La Veuve Clicquot, el terrorista de la voz de oro se atreve con el pasodoble El Gato Montés, que por respeto a los aficionados a ese deplorable espectáculo, jamás suena en una plaza de toros, no sea que el morlaco caiga fulminado ante la versión.
La megalomanía galopante que padece, le lleva a sacar por su inefable garganta versiones iceberg de pequeñas joyas de la cursilería internacional, como Love Story y Spanish Eyes, que le suponen alguna suave crítica, y en el 2008, mientras la RTVE pública se convierte en predio privado de Prisa y sus mamporreros, Plácido Domingo,  un día antes de la Nochebuena, culmina su oleada de crímenes ante millones de espectadores, se rodea de trabajadores de la copla, tan diferentes y populares como El Cigala o Martirio, colándose de rondón en ese arte proletario, manipulado hasta la extenuación desde el franquismo al juancarlismo, para lanzar su bomba nuclear en forma de vozarrón plano, seco, árido y exento del mínimo duende, en tanto los copleros y cantaores, bailaores y público en general, no tendrán más remedio (el poder del dinero arrasa con la dignidad del más humilde), que esbozar esa risa tan falsa como bien remunerada, ante el dechado de oportunismo, banalidad artística y descaro neoliberal del que ha hecho gala el insoportable Domingo.
El inefable CD, auténtica obra maestra del delirio y la sinrazón artística (pero con todas las motivaciones comerciales), se titula Pasión española; obra que sin duda encantará al Rey de España, uno de los grandes expertos en mal gusto y desfachatez que he tenido la desdicha de soportar como ciudadano, hasta que me refugié en Cuba; a su augusta esposa, tan paleta como él, y a sus deudos y amigos en general. Temas tan conocidos como La bien pagá, Ojos verdes o El día que yo nací, son algunos de los títulos que Domingo estrangula en la horca de sus cuerdas vocales, aunque declara a la agencia EFE, con todo su peso y rigor intelectual que “La copla es un género muy bonito”. Y para poner la guinda a tan soberbio aserto, añade: "El mundo en general, quitando los países de habla hispana, desconocen la copla, por eso me interesa que les llegue y que el público que sigue mi carrera la conozca". Me imagino que el tenor sueña con que sus versiones asesinas lleguen, por ejemplo, al corazón del pueblo chino, cuyo gobierno le invitó a hacer gorgoritos, que no gárgaras, en el espectáculo circense previo a las Olimpiadas.
En cierta ocasión dije públicamente, con motivo de una charla sobre música y poesía, que si alguno de los allí presentes poseía un disco de música popular, cantado por Plácido y además gozaba de él, me veía obligado, por motivos de supervivencia espiritual, a no simpatizar con el o la poseedora de ese objeto nefasto. Mi radicalidad es mucha, lo reconozco, pero en este siglo hay que evitar a toda costa que se altere el clima artístico del planeta, y Domingo es como un aerosol cuyos gases contaminan la atmósfera, actúa como un barreno sobre la capa de ozono musical, origina todo tipo de alergias en los órganos auditivos y es, en definitiva, nocivo para la salud. Por eso mantengo el embargo y bloqueo a Plácido, mi condena y mi anatema; sigo revelándome al desorden establecido, a sus medidas neoliberales seudo artísticas, que no son ni nuevas, ni liberales, sino arcaicas, opresoras y aburridas. Domingo ha puesto un nuevo muro a libertad de comprensión, ha abierto otra brecha para que nos ataque otra crisis: la cultural.