Argentina. El campo que nutre la Soberanía Alimentaria
Así como hay un campo preocupado por el precio del dólar para exportar soja al exterior, hay otro conformado por familias productoras, cooperativas y organizaciones de base que deben superar diversos obstáculos para que sus alimentos lleguen a las mesas argentinas.
La imagen circuló hace algunas semanas en redes sociales, casi al mismo tiempo en que el coronavirus empezaba a evidenciar, otra vez, que los pobres del continente iban a ser los más afectados por la pandemia. Era una suerte de regla de tres simple social, que sintetizaba cómo funciona el sistema en esta parte del mundo: dos viñetas, dos oraciones y una conclusión.
Sobre el dibujo de las casitas amontonadas de una villa, se leía: “A más concentración de gente, más expansión del virus”. Y sobre el dibujo de un enorme campo de soja: “A más concentración de tierra, más concentración de gente”. El final tenía la contundencia de un cross a la mandíbula: “Distribución de la tierra es salud”.
Ese problema, el de la distribución de la tierra, aparecerá a lo largo de este texto acaso como un denominador común entre las distintas experiencias de productoras y productores de alimentos en el país. Es un problema que va de norte a sur y de este a oeste, y que además de tener una explicación práctica tiene una explicación estadística: según el Grupo ETC, el pequeño y mediano campesinado emplea en el mundo menos del 25% de las tierras agrícolas para cultivar alimentos que nutren a más del 70% de la población. Los que menos tienen, más dan.
En la otra punta del país, Deolinda aborda otro tema urticante: la productividad. O mejor dicho: la construcción dicotómica histórica entre civilización y barbarie, o entre progreso y atraso, ahora aplicada a la producción de alimentos. “Instalaron otro falso mito: el de la ineficiencia indígena. Cuando la producción de las comunidades tiene una potente diversidad: tierra, frutos, animales. El sistema productivo está integrado”, cuenta.
Lo que hacen en el territorio de Deolinda, en la comunidad indigena vilela de Pampa Pozo, es lo que aconseja la FAO para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenibles. Entre esas acciones, la FAO propone fomentar la diversificación de la producción. En Pampa Pozo, integrada por 13 familias -85 personas- que tienen la propiedad comunitaria de 1200 hectáreas, se produce desde la miel, el queso y el dulce de leche hasta salames, escabeches y verduras.
La producción se vende en ciudades cercanas como Quimilí o El Colorado y también genera el autoabastecimiento de todas las personas que viven en el lugar. En ese territorio hay 1500 cabras, 80 chanchas madres, 250 ovejas, 200 vacas y varios corrales de gallinas.
En medio de la pampa gringa, rodeados por ese mar verde de soja y glifosato en que se convirtió el paisaje santafesino, las familias productoras de la UTT prefieren producir alimentos para las argentinas y argentinos antes que la materia prima que demandan los chanchos chinos.
También prefieren eludir, en la medida de lo posible, los gastos en dólares que impone la cadena agroindustrial. “Nos fuimos organizando en primer lugar para pelear por nuestros derechos como sector ignorado y oprimido, atado a un paquete dolarizado que nos hace comprar insumos, endeudarnos con las semilleras y con los negocios de las multinacionales que venden los agroquímicos”, cuenta Federico.