80º aniversario del asesinato de Trotsky: El laberinto español (1)
Cuando ya nada es lo que era, ni el movimiento obrero clásico, ni el “comunismo” (ni todo lo demás: la socialdemocracia obrera, el tercermundismo, la progresía, etc.), hablar nuevamente de una corriente tan compleja como la creada por Don León se hace bastante arduo. Y especialmente hablar con las nuevas generaciones, con los de aquí y ahora. Sobre todo si se trata de hacerlo desde la duda y no desde la mera reafirmación. Pero habrá que hacerlo; guste o no, se está haciendo. El trotskismo, con o sin comillas, uno y trino, está allí y aquí, un poco en todo lo que se mueve.
El amigo Bensaïd nos advierte sobre todas la dificultades de esta discusión desde un país que bien puede considerarse la “segunda patria” del movimiento (la primera fue la Rusia soviética, donde fue totalmente aniquilado). La sección gala se remite a los internacionalistas de la Primera Guerra Mundial y, desde entonces, no ha conocido interrupciones. De ahí que fuese el gran referente en el 68 y que lo vuelva a ser en la actual fase histórica. Con ellos nos unían poderosos vasos comunicantes que casi se vaciaron en los desconcertantes años noventa, época en la que desapareció la LCR española, dejando al trotskismo reducido a pequeños cenáculos. Era ya la segunda vez que algo semejante ocurría. La primera fue, claro está, la Guerra Civil, tras la cual, durante casi treinta años, todo quedó bajo las piedras. La siguiente fue, con más pena que gloria, un desastre, sobre todo para los movimientos en los que la Liga estaba insertada. Demasiadas cosas han cambiado desde entonces, pero otras experiencias han demostrado que esa crisis era coyuntural. Que era posible avanzar, que no todo había acabado con “el fin del comunismo”. Y ahí estaban “los nuestros” en Francia y en otros países, “nuestros” no tanto por afinidad como porque se situaban en el corazón de todos los movimientos vivos. Una nueva hornada trotskiana sobre la que hasta la prensa diaria tenía que hablar, aunque fuese para mal. Pero eso era lo más natural. Lo que ya no lo era tanto es que, a diferencia de los años sesenta-setenta, no existieran en las librerías grandes aportaciones escritas con las que aprender y debatir para superar problemas y derrotas.
En este punto de reconstrucción, el nombre de Bensaïd se nos ha hecho inexcusable, ya sea con la palabra en directo, en la Red y últimamente en las bibliotecas. Puesto que se trata de empezar de nuevo, y dados los signos de unos tiempos en los que las ideas emancipadoras parecen fácil pasto del olvido, habrá que explicar muchas cosas, incluso las primordiales, como: ¿porqué Trotsky? ¿Por qué eso del trotskismo? De hecho, en los sesenta-setenta, éste ya era un interrogante difícil de abordar. El trotskismo parecía, ya entonces, algo de otros tiempos representado por los perdedores de la historia. Quedaba fuera de los grandes escenarios y hasta Fidel Castro había lanzado su anatema. El orden establecido comprendía unos límites muy fuertes, sin alternativas aparentes. De un lado, el capitalismo conocía una impresionante pujanza y hablaba de “milagros económicos”, aquí también con el turismo y el 600. Norteamérica llevaba la iniciativa político-militar, agrediendo a un Vietnam “trágicamente solo”, como nos recordaba el “Che”. Su aliado, el franquismo, parecía eterno y así lo tenía asumido la mayor parte de una población trabajadora derrotada. De otro, el movimiento comunista, la URSS y los partidos comunistas, con Cuba al lado, y aquí el PCE-PSUC reconstruidos, hegemonizaban la resistencia desde abajo. Fuera de “el Partido” apenas quedaban vestigios de las otras grandes formaciones de la República. La resistencia anarcosindicalista ya se había agotado, el POUM estaba en París.
Mucho más importantes eran las bases sociales provenientes del catolicismo (el de Mournier y el de Simone Weil, vecinos y amigos en los años treinta), parte determinante de una experiencia tan interesante como la del Frente de Liberación Popular (FLP o Felipe), que parecía agotada a finales de los sesenta. Sin embargo, en el interior de unos y otros sectores fue surgiendo una nueva generación crítica. Al principio, básicamente estudiantil, luego también la juventud obrera, que empezó a plantearse otras alternativas, más allá del comunismo oficial. Sobre todo después de la entrada de los tanques en Praga, en agosto, también del 68. Como había demostrado mayo, una de estas opciones era la trotskista. Quizás la más ilustrada, encarnada por muchachos y muchachas como nosotros, como Daniel Bensaïd y Henri Weber, con libros como Mayo 68: la repetición general. En poco tiempo, nuestra percepción de la historia cambió.
Ahora podíamos criticar con argumentos muy poderosos. Rebatir con sarcasmo todo aquello de que el trotskismo era “una aberración relacionada con la CIA”, una “infiltración para dividir al partido que tanto había costado reconstruir”, etc. Teníamos las discusiones, las bibliotecas vivas y títulos que miraban hacia atrás, como el Broué sobre la revolución española o la trilogía de Deutscher, o hacia delante, como los diversos trabajos de Mandel. También conocíamos la experiencia de Hugo Blanco y teníamos noticias de los Estados Unidos y del Japón en plena ebullición. De hecho, a mediados de la década, el sector exterior del FLP (con otros disidentes del PCE) se había sentido en parte atraído por el POUM y por la IV Internacional. Muerto, enterrado y resucitado, Trotsky era, al entender de una corriente emergente en la época, una llave que abría otra puerta, era el nudo gordiano que, una vez cortado, te abría camino a todas las herejías. Introducía otra historia socialista que denunciaba y explicaba las aberraciones estalinianas. Permitía una sólida comprensión del fenómeno estaliniano –ante el cual se perdían muchas escuelas; otras solo retomaban el acervo trotskiano en este aspecto– y permitía comprender también otras cuestiones claves de nuestra situación.
En primer lugar: ¿por qué se perdió la guerra? Esta discusión todavía sigue coleando y quizás ahora con más fuerza que nunca. En ella el “trotskismo” (concepto que englobaría igualmente al POUM) incide en algunas consideraciones que –a mi juicio– no han sido rebatidas. Una era el peso primordial del movimiento obrero y de las ideas socialistas en el campo republicano, mucho mayor que el de la burguesía liberal. Otra era la perspectiva internacional y el absurdo de actuar en función de una ayuda de las democracias occidentales, objetivo por el que, por citar un ejemplo, se sacrificó un movimiento por la autonomía de Marruecos originado en dos militantes trotskistas franceses, David Rousset y Jean Rous… En fin, una idea que nos dice que, desde la Revolución inglesa de Cromwell y Wistanley hasta la sandinista, en ninguna otra guerra civil se había planteado el dilema de ganar la guerra antes de hacer la revolución. Esta es una exquisitez del estalinismo intelectual –Togliatti alias Ercoli tuvo mucho que ver con ello–, que se fundamentaba primordialmente en las exigencias de la política exterior de Stalin. A este breve repaso habría que añadir que el análisis de Trotsky de la “doble naturaleza” del estalinismo le impedía caer en el anticomunismo. No hace mucho, un historiador más o menos oficialista –los del “todo va bien desde la Transición”–, se quejaba en una tribuna de El País del peso que estaban tomando estas tesis entre los nuevos historiadores, a vecessin saberlo.
En segundo lugar, nos llevaba hacia el asunto de la naturaleza el franquismo. Se nos quería vender que era ajeno, e incluso opuesto, al capitalismo (democrático), mientras que para nosotros constituía la opción auspiciada por las clases dominantes, los mismos señores que se seguían beneficiando de su continuidad.
De la suma de todos estos y otros impulsos surgió nuestra LCR, que tuvo una peculiar trayectoria. Una inserción activista que, como hemos dicho, concluye a principios de los años noventa. Una aventura con principio y fin que se podrá escribir desde numerosos ángulos (sobre todo por sus incidencias en la realidad, sus aportaciones teóricas, etc.). Así, incluso la principal ruptura, la que separó entre 1973 y 1978 a la Liga Comunista y a la LCR, tuvo otro peso y motivaciones inherentes a la fase izquierdista infantil (propia de principios de los años veinte y orientada por la idea de que con iniciativas audaces se podía acelerar el curso de las luchas, lo cual era cierto pero insuficiente) y a un debate que se expresó nacional e internacionalmente. Habría que hablar –como no– de fuertes liderazgos y de un tiempo en el que las diferencias con la tropa eran muy marcadas. El precio fue muy alto, pero mientras tanto la Internacional había convencido al sector marxista de ETA. Además, los puentes nunca se rompieron. Existían diferencias, pero no una guerra. La reunificación mostraba que diversas apreciaciones podían coexistir dentro de una formación con libertades, algo que parecía una extravagancia para el estalinismo, pero que fue de lo más natural en el Partido Bolchevique (la Revolución de Octubre fue precedida por una intensa lucha de tendencias, que posteriormente estuvieron representadas en el primer gobierno soviético, incluyendo a la de Zinoviev-Kaménev-Stalin).
Al principio, podría parecer que la lógica fraccional no se iba a reproducir, pero no fue así. Cabe suponer que era inevitable. La herencia de Trotsky se quedó desubicada tras la Segunda Guerra Mundial con el posterior reforzamiento del imperialismo y del estalinismo. Apenas empezaba a remontar los síndromes de su travesía del desierto y todavía sufría los estigmas de un tiempo de estupor, cuando se empezaron a dar reacciones de todo tipo. Unas miraron hacia atrás, hacia la “continuidad”. Otras hacia fuera, hacia la “superación”, preferible en mi opinión, ya que trataban de hacer nuevas aportaciones. Opciones que, por mucho que quisieran, no solventaban el gran problema de la falta de implantación social. Para eso se requería un esfuerzo titánico que agotó a muchos, como por ejemplo Socialismo o Barbarie, que ni tan siquiera lo intentó…
Esta es una historia con numerosas bifurcaciones, sumamente compleja incluso en su variante dominante, la LCR que se dividió en 1972 para reunificarse en 1977, en la que entra de pleno ETA VI, con un espeso historial que será planteado con detalle en la obra “Historia de la Liga Comunista Revolucionaria (19780-1997). Una obra colectiva dirigida por el historiador Ricard Martínez i Montadas y desde su minuciosidad característica también por Martí Caussá (Viento Sr/La Oveja Negra, 2014). Cuenta con las contribuciones además varias plumas de la “vieja guardia”): Miguel romero, Jaime Pastor, Ramón Contreras, Manolo Gari, Justa Montero así como de José Mª Galante alias el “Chato”, fallecido en plena pandemia, y una de las “alma mater” del movimiento por la memoria, del equipo que ha animado la “querella argentina” y uno de los protagonista de “El silencio de otros” (Almudena Carracedo&Roberto Bahar), Goya en el 2018. Sobre ella ha escrito Alejandro López Menacho en “101 películas españolas para entender nuestro presente”: “Probablemente se trate de la película definitiva sobre la memoria histórica, un duro, espeluznante y perverso retrato sobre la ferocidad del franquismo y su élites que hoy siguen dirigiendo España. Los franquistas siguen ahí, camuflados con sobrenombres diversos, inmunes e impasaibles” (Héroes de Papel, 2020).